Capítulo 2.

1095 Palabras
Los ojos de Gabriel, de un verde intenso parecían contener la misma calidez que su voz, y su sonrisa… su sonrisa era como un rayo de sol en medio de diciembre. —He seguido tu trabajo —dijo Gabriel, estrechando su mano—. Tu restauración del Teatro Municipal fue excepcional. —Gracias —respondió Isabela, sorprendida por el hormigueo que sintió ante el contacto. Inhaló profundo y fue soltando silenciosamente el aire, y se mostró reacia hacia ese sentimiento—. ¿Entramos? Creo que ya perdimos demasiado tiempo. Las comisuras de Gabriel se curvaron en una sonrisa forzada, porque sabía que esas simples palabras iban cargadas de acusaciones hacia su persona. Se mantuvo en silencio porque no quería empezar el primer día de trabajo discutiendo con su compañera. Mientras se miraban intensamente, Elena carraspeó la garganta—. Bueno, entremos —los guio hacia la entrada principal, donde las enormes puertas de roble crujieron al abrirse. El interior de la mansión estaba sumido en penumbras, con rayos de luz filtrándose a través de las ventanas polvorientas, creando patrones fantasmagóricos en el suelo de mármol. —Cuidado con el paso —advirtió Gabriel, sosteniendo instintivamente el brazo de Isabela. El contacto, aunque breve, envió una corriente eléctrica por su columna. —Le agradezco su preocupación, pero también soy arquitecta y sé cuándo un piso está en mal estado y cuando no —le dijo al mirarlo. Gabriel solo sonrió, mientras por dentro tensaba la mandíbula. Tal parecía que trabajar con esa señorita sería insoportable. Pero él era un hombre pacífico, así que, ignorar cualquier agravio de la señorita Montero, que parecía haberlo odiado sinrazón, era preferible para llevar la paz en el trabajo. —La mansión necesita una restauración completa —explicó Elena mientras avanzaban por el vestíbulo. —Queremos convertirla en un hogar para niños, pero manteniendo su esencia histórica. Por eso están, porque ustedes son los mejores. Eso enorgulleció a ambos, aunque supieron ocultar sus emociones. Isabela observó los detalles arquitectónicos: las molduras intrincadas, los frescos deteriorados en el techo, las escaleras de mármol que se curvaban hacia el segundo piso. Cada elemento contaba una historia, y cada historia merecía preservarse. —Las vigas principales necesitarán refuerzo —comentó Gabriel, señalando hacia arriba—. Y el sistema eléctrico tendrá que ser completamente reemplazado. —Los pisos de madera pueden restaurarse —añadió Isabela, agachándose para examinar las tablas—. Son de roble original, sería un crimen reemplazarlos. —Pensamos igual —dijo Gabriel, y por un momento sus miradas se encontraron nuevamente. Isabela fue la primera en apartar la mirada. Se levantó y continuó observando los detalles. En el antiguo salón de baile, un piano de cola deteriorado ocupaba una esquina. Gabriel se acercó a él, pasando sus dedos por las teclas amarillentas. —¿Sabía? En estas mansiones solían celebrar grandes fiestas navideñas. —Lo sabía señor Andrade —dijo tajantemente, lo que hizo que Gabriel volviera a sonreír. —Dígame, señorita Montero, ¿hay algún problema conmigo? —Gabriel le gustaba ser directo, nunca se andaba con rodeos, así que, no sé iba a quedar con esa intriga de porque esa mujer parecía no tolerarlo desde que llegó. —Con usted ninguna… o bueno sí, con su puntualidad —Isabela tampoco era de las que se quedaba callada ante lo que pensaba. —Ah, ya veo, es por mi atraso —Isabela levantó el dedo pulgar—. No pensé que mi atraso le molestara tanto a alguien —la miró intensamente—, ¿usted nunca se ha atrasado, señorita Montero? —No —afirma con convicción—. Por eso me levanto dos horas antes de que la alarma suene y salgo cuando está suena. Los atrasos para mí son tan insoportables, porque eso deja una mal imagen de mi persona. —Bueno, tampoco es que acostumbro a atrasarme, pero esta vez, he tenido un inconveniente. —Ok, no tiene que darme explicaciones. —Tiene razón, usted no es mi jefa —sin más se giró. —Y bien, ¿cómo vamos con la esperanza? —Preguntó Elena al ingresar. —La esperanza es peligrosa —murmuró Isabela antes de poder contenerse. Gabriel la miró con intensidad. —La esperanza es lo único que nos mantiene en pie cuando todo lo demás se derrumba. Como esta mansión: está herida, pero no destruida. Con el cuidado adecuado, volverá a brillar. —Esa es la actitud… Isabela rodó los ojos. El resto de la visita transcurrió entre discusiones sobre presupuestos, plazos y requisitos técnicos. Al salir, la primera nevada del año comenzaba a caer suavemente. —Dicen que la primera nevada trae nuevos comienzos —comentó Gabriel mientras caminaban hacia sus autos. Isabela lo miró de reojo, preguntándose por qué hablaba si no le había preguntado. Ella conocía cada historia ridícula de la navidad y cosas del amor. —¿No lo cree señorita, Montero? —cuestionó parándose cerca de su auto. —No lo creo señor, Andrade. —¿Y se podría saber por qué? —No creo en los nuevos comienzos —dijo introduciendo a su coche. Gabriel se acercó mientras Isabela encendía el auto. —Entonces —respondió con una sonrisa enigmática—, es momento de empezar a creer de nuevo. Isabela le regaló una sonrisa que Gabriel supo claramente que era fingida. Mientras conducía de regreso a su oficina, Isabela no podía dejar de pensar en los ojos verdes de Gabriel y en cómo, por primera vez en dos años, el sonido de su pecho se aceleró. La sala de juntas de Montero & Asociados bullía de actividad esa mañana. Isabela había convocado a su equipo principal para presentar el proyecto de la mansión Victoria. Los planos originales del edificio, amarillentos por el tiempo, cubrían la mesa de conferencias mientras el aroma del café recién hecho impregnaba el ambiente. —Como pueden ver —explicó Isabela, señalando diferentes secciones de los planos—, la mansión conserva elementos arquitectónicos únicos que debemos preservar. Las molduras, las vidrieras originales, incluso los picaportes de bronce son piezas de colección. Su presentación se vio interrumpida por la llegada de Gabriel Andrade, quien entró con un portafolio de cuero bajo el brazo y esa sonrisa que parecía iluminar cualquier habitación. Isabela sintió un vuelco en el estómago que prefirió atribuir al café de la mañana. —Lamento la interrupción —se disculpó Gabriel—. El tráfico era… —Imposible, como siempre —completó Isabela con ironía, recordando su encuentro anterior. Gabriel solo asintió, tragándose su orgullo.
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