Capítulo 3.

1180 Palabras
—No se preocupe, arquitecto Andrade, cualquiera se puede atrasar una primera, segunda y tercera vez —los demás empleados contuvieron las ganas de reír. Isabela apartó la mirada de ese hombre que la observaba con tanta intensidad. —Justo estaba explicando los elementos históricos que debemos conservar. Gabriel se situó junto a ella frente a los planos, tan cerca que podía percibir su aroma a sándalo. Por un momento, Isabela contuvo la respiración. —Si me permiten —intervino Gabriel, sacando algunas fotografías de su portafolio—, estas son imágenes de la mansión en su época de esplendor, cerca de 1890. Las fotografías en sepia mostraban salones elegantes, llenos de vida y decoración navideña de la época victoriana. Isabela no pudo evitar fijarse en una en particular, donde un enorme árbol de Navidad dominaba el salón principal. —La familia Victoria —dijo Gabriel— era conocida por sus celebraciones navideñas. Organizaban fiestas para los niños del orfanato local cada 24 de diciembre. Isabela tensó la mandíbula ante la mención de la fecha, pero Gabriel pareció no notarlo y siguió explicando. —Nuestro objetivo es restaurar no solo el edificio, sino también ese espíritu de generosidad y esperanza. —Y dale con la esperanza —murmuró casi para sí misma. —¿Dijo algo, señorita Andrade? —Nada interesante, arquitecto —se alejó. Durante las siguientes dos horas, el equipo discutió aspectos técnicos, presupuestos y cronogramas. —Propongo dividir el proyecto en fases —sugirió Isabela, intentando mantener su mente enfocada en el proyecto y no en cierto hombre que estaba empezando a cautivar su atención con sus conocimientos de la historia pasada. —La estructura primero, luego los interiores, y finalmente… —Los detalles que le darán vida —completó Gabriel, mirándola directamente a los ojos—. Como las pequeñas luces que se encienden una a una hasta iluminar todo el árbol de Navidad. Isabela desvió la mirada, incómoda con la metáfora. —Debió estudiar para poeta, arquitecto —una baja sonrisa se le escapó a Gabriel—. Aquí lo importante es lo técnico. —Lo técnico no está reñido con lo emocional, Isabela —dijo suavemente, lo que hizo que un temblor sacudiera el cuerpo de Isabela. Nunca había sonado su nombre tan hermoso en los labios de un arquitecto—. Esta mansión necesita tanto cuidado estructural como amor en su restauración. —Sí, pero que el amor se lo den los demás. Mi trabajo es restaurarla —agarró su cabello y lo alzó en una cola, seguido de un esfero que indujo entre el moño y continuó—, así que, manos a la obra… Gabriel —si él la empezaba a tutear, ¿por qué ella no podía hacerlo? Después de la reunión, mientras el equipo se retiraba, Gabriel se quedó rezagado estudiando los planos con atención. Isabela comenzó a recoger sus documentos, consciente de que empezaban a quedarse solos y, la verdad, era que la presencia de ese hombre le inquietaba. —¿Sabes? —dijo él de repente—, hay una historia sobre esta mansión que pocos conocen. Isabela se detuvo, su curiosidad pudo más que su deseo de mantener la distancia. —¿Qué historia? —inquirió, girando en sus propios talones. —La hija menor de los Victoria, Elizabeth, tenía prohibido casarse con el arquitecto que diseñó la mansión por ser de clase social inferior —explicó, acercándose a una de las fotografías antiguas—. Eso él lo sabía. Sabía que su amor no era aceptado, pero nunca dejó de amarla —levanta la mirada a Isabela—. Dicen que escondió mensajes de amor en los detalles arquitectónicos de la casa. Isabela enarcó las cejas. —Suena a un cuento romántico poco práctico —respondió tajantemente, aunque algo en la historia tocó una fibra sensible en su interior. —¿Los ves? —Gabriel estaba a su lado, señalando un patrón en las molduras—. Son letras entrelazadas. Sus iniciales, E y J, repetidas en un patrón que todos confundieron con simple decoración. Isabela se acercó para ver mejor, y por un momento, sus hombros se rozaron. El contacto, aunque breve, envió un escalofrío por su espalda. —Pues sí, tienes buen ojo —le miró, y su boca se secó al observar el perfil de Gabriel, más cuando sus ojos se encontraron—. ¿Y… qué pasó con ese amor? Supongo que Elizabeth se casó con alguien de su clase, ¿no? —inquirió para mantener la compostura. —Al final, Elizabeth desafió a su familia y se casó con él. La mansión se convirtió en su hogar y en un símbolo de que el amor verdadero puede superar cualquier obstáculo. Esa respuesta sorprendió a Isabela, pero no para hacerla creer de nuevo en ese patético sentimiento. —O sea que tuvo un final feliz —Gabriel asintió, mirándola con intensidad. La boca de Isabela se secó, y musitó—. Todas las historias no tienen un final feliz —lo dijo pensando en su propia experiencia. Gabriel continuó mirándola con firmeza, lo que la hizo sentir expuesta. —Es cierto, no todas las historias tienen final feliz, pero es porque algunas historias no han terminado aún. A veces, lo que parece un final es solo un nuevo comienzo. El silencio que siguió estaba cargado de tensión. —Qué bien —dijo con una sonrisa, mientras retrocedía hacia su escritorio y retenía el aliento—. Deberíamos comenzar con las evaluaciones estructurales mañana —dijo, volviendo a su tono normal—. No es para que se moleste, señor Andrade, pero creo que fue suficiente para historias emblemáticas. —¿Le molesta que hable de historias románticas? —inquirió, mirándola—. ¿Es que usted ha tenido una historia sin fin, arquitecta? Sin responder, Isabela dijo—. A las nueve en la mansión, sin falta —se giró y procedió a ir hacia la puerta. —Estaré allí —respondió Gabriel, recogiendo su portafolio. En la puerta, la alcanzó y dijo—. ¿Sabes qué más tienen en común la mansión y tú, Isabela? Ella lo miró, sorprendida por la pregunta. —¿Qué? —Ambas tienen historias escritas en sus interiores que necesitan redescubrirse, sobre todo, reconstruirse —y con eso, se fue, dejando a Isabela con una sensación de inquietud y, aunque no quisiera admitirlo, ese tipejo tenía razón. Ay, cómo le cabreaba que alguien más tuviera la razón y la dejara sin palabras que responder. Esa noche, en la soledad de su apartamento, Isabela se encontró buscando en internet más información sobre la historia de Elizabeth Victoria y su arquitecto. Por primera vez, un hombre, sobre todo un arquitecto, le hablaba de historias de amor pasadas, de esos que eran verdaderos y duraban para la eternidad. No sabía por qué, pero deseaba llenarse de conocimientos para que cuando Gabriel hablara, ella supiera qué más decir y prolongar las conversaciones, y así tener una excusa para mirar más tiempo esos labios que se humedecían mientras hablaba.
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