Los Ecos del Rechazo
Ronan caminó lentamente por el pasillo oscuro del edificio, sus pasos resonando en la quietud de la noche. No había mucho que pudiera hacer para cambiar la decisión de Caleb. El hombre tenía la cabeza dura y su orgullo era tan pesado como su responsabilidad. Sin embargo, Ronan sabía que, en el fondo, Caleb no quería hacer lo que estaba a punto de hacer. No quería enfrentarse al mundo humano, ni arriesgarse a que su familia fuera descubierta. Pero la desesperación de su madre era palpable y Gavin no tenía tiempo.
A medida que avanzaba hacia la salida, el sonido de su propio paso lo llevó a un rincón más sombrío de su memoria. Un recuerdo olvidado por años, uno que siempre llevaba consigo, volvió a su mente con fuerza. El primer encuentro de Caleb con la manada.
Era un día lluvioso, la niebla cubría el bosque como un manto espeso y pesado. Caleb tenía apenas doce años. Ronan recordaba aquel niño, con el rostro serio y lleno de una rabia contenida, los ojos tan dorados como los de su madre, pero más sombríos, como si llevara dentro una carga que no podía comprender.
El joven Caleb había llegado al campamento de la manada en un intento desesperado de encontrar su lugar, de ser aceptado. Su madre, Emma, había tomado la decisión de quedarse con el vampiro y en ese momento, la manada de su padre había rechazado cualquier intento de integración.
Ronan había sido el Gamma de la manada de su padre, el encargado de mantener el orden, pero cuando vio lo que estaba sucediendo, supo que las cosas no irían bien. Los miembros de la manada murmuraban entre ellos, con miradas frías y despectivas, mientras Caleb intentaba acercarse, su paso vacilante, pero lleno de esperanza. La indiferencia de los demás, el rechazo rotundo, lo golpeó con más fuerza de la que nadie podría imaginar.
Ronan había observado desde la distancia, su corazón pesado con una mezcla de impotencia y frustración. Sabía lo que era ser parte de una manada, cómo las jerarquías se tejían a través de años de tradición. Pero ver a Caleb, tan joven y ajeno a esa tradición, intentando encontrar un lugar donde encajar, había sido desgarrador.
- ¡No perteneces aquí! - había gritado uno de los miembros de la manada, un joven lobo que siempre había sido rencoroso hacia los vampiros. La voz llena de desdén, hiriente como un filo afilado.
Caleb había bajado la cabeza, como si las palabras lo hubieran golpeado físicamente. A pesar de ser solo un niño, su orgullo era visible. Su madre había elegido un vampiro sobre la manada y por esa razón, se encontraba completamente solo.
Ronan recordó cómo el niño había intentado defenderse, su tono tembloroso, pero resuelto, hablando de su deseo de pertenecer, de ser aceptado. Pero no hubo compasión en sus ojos, ni siquiera un atisbo de entendimiento.
- ¿Qué pasa si tu madre decidió quedarse con él? - había preguntado Ronan entonces, su voz fría, tratando de hacerle entender a los demás que Caleb no era responsable de la decisión de su madre. Pero la manada estaba cegada por el prejuicio y nadie escuchó.
Recuerdos de ese día lo golpearon con una fuerza renovada. Ronan sabía que Caleb había crecido con ese dolor, con esa herida profunda y aún arrastraba la marca del rechazo. La manada lo había condenado y lo peor era que no era solo por ser hijo de una mujer lobo. Era porque había sido marcado como el hijo de un vampiro.
Desde ese día, Caleb nunca volvió a intentar integrarse. Se convirtió en alguien solitario, alguien que miraba desde afuera pero que nunca podía entrar, ni siquiera en la propia manada que había sido su herencia. La impotencia de ver a su madre, Emma, alejarse, de perderla por completo, de sentir el peso de ser el hijo de una traidora. Ronan sabía que eso nunca lo había dejado ir.
Ahora, a través de los años, esa misma rabia y dolor seguían ardiendo en Caleb, tanto como su deseo de proteger a los suyos, a la familia que había construido después. Pero también sabía que no era fácil. Caleb luchaba con su propio legado, con su propia sangre, con su propio destino marcado por las decisiones de otros.
Ronan se detuvo frente a la puerta principal, mirando hacia el exterior lluvioso, como si las gotas que caían pudieran borrar todo lo que había sido. Sabía que Caleb estaba tratando de hacer lo correcto, pero también sabía que su miedo y su desconfianza lo estaban alejando de la única solución que quedaba.
En el fondo, Ronan entendía que Caleb no quería poner en riesgo a su familia, pero, como siempre, la familia de Caleb parecía estar condenada a estar sola, a ser rechazada por aquellos a quienes más importaban. Y eso, quizás más que nada, lo había marcado.
Con un suspiro, Ronan salió al aire frío de la noche, su mente llena de la carga de lo que estaba por venir. No quedaba tiempo.
Las contradicciones de Ronan
Ronan había sido parte de esa manada y aunque se veía a sí mismo como alguien que pertenecía a ambos mundos, la verdad era mucho más compleja. Él había crecido entre lobos, había respirado su aire y compartido su sangre. Al igual que Caleb, había sido entrenado en las tradiciones, en las jerarquías, en la lealtad inquebrantable hacia la manada. Para él, los lazos eran más que solo familiares; eran su esencia, su razón de ser. Pero lo que había ocurrido el día que defendió a Caleb lo había marcado de una forma que nunca podría borrar.
Cuando Caleb, solo un niño de doce años trató de integrarse en la manada de su padre, Ronan había visto lo que muchos no querían ver: un chico atrapado en las ruinas de una decisión que no podía cambiar, un niño al que su propia naturaleza le negaba un lugar. Pero no solo eso. Ronan, el Gamma de la manada, el guardián del orden también había visto lo que el rechazo hacía en el alma de Caleb, cómo lo destrozaba. Y, en su fuero interno, había reconocido la injusticia. La manada lo había rechazado por su madre, porque ella había elegido a un vampiro sobre ellos, sobre su gente.
Ronan, en su joven e impulsiva lealtad hacia la justicia, había intervenido, defendiendo a Caleb. Era lo correcto, pensó. Nadie debería ser tratado de esa forma, no un niño, no nadie. Pero ese acto de valentía había tenido un precio alto. La manada no toleraba la desobediencia, especialmente de alguien como Ronan, que había sido criado para ser un protector, un defensor de las reglas. La rabia de los otros lobos había estallado contra él.
Lo atacaron con furia. La lucha fue brutal, sus compañeros se volvieron contra él y en un parpadeo, todo lo que había conocido se desmoronó. La sangre, su propia sangre, se derramó en un torbellino de rabia y furia y cuando lo inyectaron con plata a su vena, sabía que iba a morir. La plata, la arma mortal contra los lobos, la misma que había sido utilizada para someterlo, quemaba en sus venas, destrozando su cuerpo. Fue Gavin Lancaster, su actual padrastro y el vampiro que había salvado a Emma, quien lo encontró. Gavin lo convirtió, salvándolo de un destino seguro. La conversión fue rápida y despiadada y cuando Ronan despertó, ya no era el mismo.
Despertó en la casa de los Lancaster, sus ojos cambiados, su cuerpo diferente. Ya no era solo un lobo, un ser que había vivido entre los suyos, ahora era también un vampiro. La mezcla era más de lo que su mente podía procesar en ese momento. La furia del lobo y la fría eficiencia del vampiro se habían fusionado dentro de él, una mezcla que sentía como una abominación. Ambos mundos, que hasta entonces había conocido como separados y distintos, lo poseían por igual y Ronan no sabía cómo reconciliar esos dos lados de sí mismo. Su lobo, ahora incapaz de transformarse, lo atormentaba en silencio, aullando dentro de él, pero incluso sin su forma física, la bestia seguía siendo poderosa. Usaba su nueva naturaleza vampírica para mantener al lobo bajo control, sin ceder al caos que podría haber desatado.
Lo peor era que, a pesar de su desprecio por su nueva naturaleza, Ronan no podía evitar usarla. Su fuerza vampírica le daba una ventaja inesperada. La velocidad, la agudeza de los sentidos, la inmortalidad que tanto odiaba, todo era una herramienta útil en su misión de proteger a Caleb, pero cada vez que la utilizaba, sentía la punzada de la abominación que llevaba dentro. No quería ser un monstruo. No quería ser la mezcla imperfecta de dos seres que habían vivido sus vidas en mundos completamente distintos.
Pero el lobo y el vampiro dentro de él se mantenían en equilibrio tenso. No podía deshacerse de ninguno de los dos. Su lobo ya no podía transformarse, pero sus instintos seguían intactos y la rabia que sentía por la forma en que había sido tratado, por la injusticia de todo, no desapareció nunca. De hecho, se intensificó.
Y ahí estaba, luchando entre dos naturalezas, dos mitades de sí mismo que nunca podría reconciliar por completo. Mientras su lobo lo empujaba hacia la acción, hacia la venganza, el vampiro le ofrecía control, calma, paciencia. Ronan se encontraba atrapado en esa contradicción, esa guerra interna que le dificultaba ver lo que realmente era, lo que realmente quería ser. Y, al mismo tiempo, sabía que debía estar a la altura de Caleb, que su misión era ayudarlo, salvarlo, y, en última instancia, proteger a una familia que, aunque tan distante de la suya, era todo lo que le quedaba.
El lobo y el vampiro seguían luchando en su interior, pero Ronan no podía permitirse ser derrotado. La familia de Caleb necesitaba su ayuda y, aunque él mismo estaba roto por dentro, lo daría todo para asegurar que Caleb y su familia pudieran sobrevivir.