El silencio era incómodo, ella me miraba y yo miraba el lugar: unos cuadros de estilo moderno adornaban las blancas paredes; el escritorio de recepción era sencillo, aunque hermoso, sobre él, un pequeño jarrón con flores; un portarretratos con una fotografía que, desde donde me encontraba, no lograba ver, y una bandeja doble para los documentos que llegaban y los que debían salir; el resto estaba en tono gris, blanco y n***o, las lámparas del techo eran colgantes muy finos, de cristal n***o, al igual que las lámparas de pedestal que estaban a los costados de los sillones; la cerámica era gris con pequeños círculos negros al centro; los sofás, demasiado para una sala de recepción, eran de cuero n***o y una pequeña mesita a tono, tenía las revistas de la empresa.
―Puede tomar una revista ―ofreció la recepcionista―, creo que el Señor Roldán tardará todavía un poco más.
―Gracias ―respondí tomando el último número. Miré mi reloj: las cinco con siete.
Hojeé la revista. La empresa, dedicada a la publicidad y marketing, era una de las más prestigiosas del país y tomaba terreno, rápidamente, en el extranjero. Como aporte a la sociedad, según aparecía en la página seis, y como debe ocurrir con las grandes empresas, tenían una fundación de ayuda a los niños huérfanos y jardines infantiles de bajos recursos, además de auspiciar a deportistas en nacimiento en las especialidades de natación y halterofilia. En sus páginas centrales, estaban las fotos del último aniversario de la empresa, las alianzas, los concursos, las fiestas y, por supuesto, los premios: la alianza ganadora se llevó un notebook para cada participante de la alianza. Como segundo y tercer premio: Tablets y I-pod. Algo era seguro de ese hombre de tan mal carácter, no era, en lo absoluto, un hombre egoísta.
Quince minutos más tarde, cinco veinte de la tarde, sonó el citófono de recepción.
―Marcela, haz pasar a la Señorita Vargas y luego puedes marcharte.
La voz del hombre era seca y sin emoción.
―Acompáñeme, por favor. ―Ella se levantó y me guió a través de un gran pasillo, claro y muy cálido, con hermosos faroles en sus paredes.
―Es aquí ―dijo en voz baja. Golpeó dos veces y abrió la puerta.
Me sentí insignificante. Era una oficina inmensa, mucho más grande que todo mi departamento, que no era pequeño. Al fondo, un gran ventanal desde donde se veía casi toda la ciudad, lo dominaba todo. El piso veintiuno ofrecía una gran vista. De espaldas al ventanal, el enorme escritorio de Benjamín Roldán. A un costado y cerca de la puerta, otro gran escritorio, que supuse sería el mío, ordenado y limpio, no tan grande como el de mi jefe, pero no por ello menos bonito. Tres Kardex y, dentro de la misma oficina, algo así como una sala de estar, con sillones mucho más cómodos y seguramente, más caros que los que había en la recepción, con su respectiva mesita de centro, con más revistas. Cuadros y adornos en el mismo estilo elegante y dos puertas laterales a los costados de su escritorio.
El Señor Roldán no estaba por ninguna parte. No me moví de mi sitio.
―Voy enseguida ―gritó el hombre con voz ronca, su voz provenía de la puerta lateral izquierda.
No me moví, no contesté, estaba pasmada ante tanta ostentación.
Cinco minutos y nada, no apareció. Siete, ocho. No podía quitar de mi mente la imagen del hombre de mis pesadillas, no debí haber dormido antes de la entrevista. Ya comenzaba a ponerme nerviosa. ¿Benjamín Roldán aparecería alguna vez? Diez minutos y nada. Estaba nerviosa, creo que ahora estaba tomándole el peso a todo lo que me dijeron de él, y ya no estaba tan segura de querer estar ahí. Esto me estaba alterando más de lo que quería. Quise gritarle que se apresurara, que no tenía todo el tiempo, pero sería mentir, no tenía nada más que hacer que esperar, pacientemente, a que mi orgulloso jefe, eso si es que lograba obtener el puesto, se dignara a aparecer.
Miré mi reloj: quince para las seis. ¿Me tendría esperando allí hasta la noche? Si no hubiera necesitado tanto el trabajo, juro que me hubiese dado la vuelta y me hubiera marchado sin decir nada. ¿Qué se creía ese hombre, que por tener dinero tenía el mundo a sus pies? ¿Que todos éramos sus esclavos dispuestos a bailar al son de su música? Intenté tranquilizarme. Si me sacaba de quicio antes de empezar a trabajar para él, ¿qué sería una vez logrado el puesto? Aunque si me trataba de aquella forma tan humillante antes de ser su secretaria, ¿cómo sería cuando me pagara un sueldo y dependiera de él? Respiré hondo. No quería enojarme, aunque debo confesar que estaba a punto de llorar. No era mi mejor día. No sabía si sería capaz. Una lágrima corrió por mi mejilla, la que sequé inmediatamente con cuidado, no podía dejar que se me arruinara el maquillaje antes de la entrevista con el hombre más engreído que pisa la tierra, el que se creía superior a todos los demás según sus propios empleados: Benjamín Roldán.
¿Y si me estaba viendo? ¿Y si ese cuarto, donde él estaba, era algo así como una sala de vigilancia, donde podía ver todo lo que ocurría afuera? Miré hacia todos lados, buscando algún indicio, algún adorno extraño que pudiera parecer una cámara de vigilancia. Me reí de mí misma, con la tecnología y el dinero de ese hombre, las cámaras que podría poner serían diminutas, solo un experto en espionaje las podría descubrir.
¡Ya! Estaba paranoica. Volví a mirar mi reloj, diez minutos para las seis. ¿No aparecería nunca?
Cuando se abrió la puerta del costado, cinco minutos más tarde, mi corazón latió a mil por hora. Toda mi rabia anterior se convirtió en angustia.
Salió con una pequeña toalla con la que se secaba el pelo, ¿se había dado un baño mientras yo, como una estúpida, lo esperaba? No me miró, se sentó en su sillón mirando hacia afuera por el ventanal. ¡Genial! Ahora admiraba el paisaje.
Tiró la toalla a un pequeño mueble y giró con su sillón para mirarme.
―¡Oh, por Dios! ―Exclamó molesto al verme parada en medio de la oficina―. ¿Acaso no sabe sentarse?
Lo miré atónita, no tanto por lo que dijo, que no fue un saludo agradable, ni siquiera me saludó, sino que ese hombre, Benjamín Roldán, el egocéntrico y orgulloso millonario que esperaba fuera mi jefe era, nada más y nada menos, que el hombre que cada noche aparecía en mis sueños gritándome, tal como lo hacía en ese momento.
Me senté, tímida, en una de las sillas frente a su escritorio. Me arrepentí en el alma haber aceptado llegar a ese punto. Quise correr y escapar. Una cosa era trabajar con un hombre engreído y otra, muy distinta, tener que ver, cada día, la cara del hombre que noche a noche atormentaba mis sueños. Verlo allí, enojado, molesto, me asustaba.
Benjamín Roldán me miró con fijeza, yo me cohibí y bajé la mirada.
―Me gusta que me miren a los ojos ―dijo con sequedad.
Yo volví a mirarlo, tenía ganas de llorar, ¿duraría una semana trabajando para él? Lo dudaba.
―Supongo que ya le hablaron de mí.
¡Claro que lo hicieron! Pero todo lo que pudieron decirme de él era un eufemismo en comparación a lo que realmente sentía. Aunque no estaba segura si pensaba así por él mismo o por el Benjamín Roldán de mis sueños.
―¿Lo hicieron? ―me urgió.
―Sí ―contesté en un hilo de voz.
―No la oigo.
―Pensé que exageraban ―contesté levantando la voz.
Él sonrió.
―Tal vez no quisieron asustarla.
―Y yo creí lo contrario.
―Se equivocó.
―Totalmente ―contesté sin pensar.
―¿Tan malo soy?
―Peor ―contesté pensando en el hombre de mis pesadillas, estaba metiendo la pata.
―Me parece que no quiere este trabajo, como me habían dicho.
―No lo quiero, lo necesito ―dije suplicante.
―Si no fuera así...
―Me hubiese ido... ―“en cuanto lo vi”, agregué en mi mente.
―Puede irse ahora.
―¿Quiere que me vaya?
―No quiero ver llorar a una mujer en mi oficina.
―¡No voy a llorar!
―Yo diría que está a punto. ―Él parecía divertirse conmigo y no lo dejaría, yo no era la señorita puritana del siglo diecinueve, a la que él torturaba.
―Miré, Señor Roldán, el que usted tenga dinero, no le da ningún derecho a pisotear a los demás.
―Si no le gusta, puede irse.
Lo miré enojada, sí, estaba a punto de llorar.
―Necesito el trabajo ―repuse bajando la voz.
―Entonces debes aceptar mis condiciones.
―¿Qué condiciones?
―Debes aguantar mi carácter, por ejemplo.
―Sus humillaciones, querrá decir.
―Yo no he querido humillarla, Señorita Vargas. ―Me miró muy sorprendido.
―Lo hizo.
―¿Cuándo?
“Cada noche”, pensé.
―Primero me cita a las cinco de la tarde y… ―No sabía muy bien qué decir.
―Yo no la cité a las cinco, le dije a Verónica que la atendería a las seis y media, ella insistió en las cinco y lo olvidé. Agradezca que la atendiera antes.
―Me hizo entrar mientras usted se relajaba con una ducha.
―Venía del gimnasio, ¿hubiera sido más agradable para usted si la hubiese recibido en ropa deportiva llena de sudor, Señorita Vargas?
―¡Me dejó esperando acá!
―Marcela se debía ir, ¿quería quedarse sola en esa enorme y fría recepción?
No contesté, me sentía una idiota.
―Además yo le avisé que ya venía.
―¡Me dejó parada aquí! ―"Y con estos tacos", agregué en mi mente.
―Parada porque usted quiso, creo que hay suficientes asientos en esta oficina, Señorita Vargas.
No sabía qué decir, yo misma me estaba humillando.
―Podría haberme dicho que me sentara.
―Lo di por hecho, pensé que era más inteligente, Señorita. Vargas.
¿Por qué tenía que repetir mi nombre con tanto sarcasmo?
―Será mejor que vamos a lo nuestro, ¿se queda o no trabajando conmigo? Ya me conoce y yo a usted.
Sostuve su mirada un momento.
―Sí ―acepté temerosa, ¿y si solo esperaba mi sí, para luego él decir que no y burlarse, otra vez de mí?
―Bien, la espero el lunes a las nueve, sea puntual, no me gustan los atrasos.
Yo hice un gesto y él sonrió. No le gustaban los atrasos y a mí me hizo esperar una hora para atenderme, y encima se burlaba. Me levanté.
―Está bien ―le dije y volteé para caminar hacia la puerta, antes de llegar a ella, me habló:
―¿No se despide, Señorita Vargas?
―Usted no me saludó ―contesté sin voltear, no quería que viera las lágrimas que empezaban a correr por mis mejillas.
―Tiene razón. La espero el lunes a las nueve.
―Espero que no vaya al gimnasio por la mañana ―repliqué con sarcasmo y salí antes que pudiera decir nada.
¡Era una idiota! No debí contestar así. Las piernas me temblaban, los pies me dolían. No iba a ser nada fácil trabajar con ese hombre. Subí al ascensor y me sequé las lágrimas. No debía dejar que lo que ese hombre me dijera me afectara. Pero no podía evitarlo, no mientras tuviera en mi memoria ese maldito sueño en el que Benjamín Roldán se comportaba, no solo como un orgulloso millonario, sino que, además, era cruel y despiadado.