Capítulo 1
Desperté empapada en sudor a pesar de ser pleno invierno y la temperatura bordeaba los cinco grados Celsius. No debería haberme extrañado, tres, de cada cinco noches, soñaba lo mismo:
Cabalgaba un hermoso caballo bermellón, corría a todo galope. Estaba asustada, huía. El sol se ocultaba en el horizonte, casi no podía ver. De pronto, se oyó un disparo. Mi caballo levantó las patas delanteras, asustado y caigo, quedando casi inconsciente. Un hombre con un largo abrigo n***o me tomó con brusquedad del brazo, levantándome. Me miró con rabia, sus ojos brillaban por la ira. Me gritó con furia. Luego, la imagen se cambió a un calabozo mientras me seguía gritando y preguntando quién era y qué hacía en sus tierras. Yo no era capaz de contestar, no me salía la voz, solo lloraba desesperada.
―¡Eres una vil ladrona! ―gritó en mi cara―. ¿¡Qué buscas aquí!?
Yo intenté rogar, pero no pude.
Las imágenes pasan rápido, incluso a la velocidad con que pasan las imágenes, puedo notar que me grita, yo no lograba contestar.
―¡Te pudrirás en este calabozo! ―vociferó a viva voz.
―No ―logré articular apenas para suplicar.
―¡Púdrete! ―gritó justo antes de salir del calabozo cerrando la puerta.
Quedé sola en ese lugar oscuro y húmedo. Mi vestido rosa, un vestido al estilo del siglo XIX se me había roto y tenía frío. Estaba aterrada, no me gustaba la oscuridad y todo a mi alrededor se veía n***o. No entraba ni siquiera un rayo de luz a esa mazmorra. Me senté en el suelo abrazándome las piernas. Cuando sentí que algo caminaba en mis pies di un grito de horror.
Me desmayé en mis sueños y desperté en el mundo real, como dije al principio, empapada en sudor y con las lágrimas que corrían por mis mejillas, aterrada y desconcertada.
Mi nombre es Carolina Vargas, tengo veinticinco años y debo confesar que mi vida real no va mejor que en mis pesadillas. Hace dos meses perdí mi trabajo de secretaria gerencial en una prestigiosa empresa de exportaciones. La empresa se fue a pique por la mala gestión de su nuevo dueño. Lo que un hombre levantó en cuarenta años de esfuerzo y trabajo duro, lo perdió su hijo en solo seis meses. Ya no quedaba nada. Todo por culpa de la irresponsabilidad de un hombre.
Me levanté sin ánimo, estaba cansada de salir, día a día, a buscar un nuevo empleo y que la respuesta fuera siempre la misma: “Sobrecalificada”. Era cierto que mi situación económica no era mala, por lo menos por el momento, pero el dinero ahorrado me alcanzaría solo dos meses más. ¿Y después? El departamento en el que vivía no era barato, lo había comprado hacía cuatro años y los dividendos eran bastante elevados, para qué decir los gastos comunes. No podía darme el lujo de perder, en unos meses, lo que había logrado conseguir en cinco años. No lo iba a permitir.
Aquel lunes tenía tres entrevistas de trabajo, como eran relativamente cerca de mi casa y entre sí, podía ir caminando sin tener que usar mi automóvil. Un gasto menos.
La primera entrevista fue un fracaso: “Sobrecalificada”, dijeron de inmediato. El dinero que ganaba en mi antiguo trabajo con don Matías Matus, ellos no lo podían pagar. De nada sirvió que casi rogara aduciendo que no me importaría ganar menos. La respuesta fue un rotundo: “No”.
En la segunda no fueron tan frontales, me dijeron un esquivo: “La llamaremos”. Todos sabemos que la frase: “Deje su número, la llamaremos”, significa: “No tiene nada qué hacer aquí”.
En la tercera, y última, de aquel día, la respuesta fue la misma, aunque con un poco más de esperanza. Ese: “La llamaremos” tenía una razón, estaban haciendo una selección de las mejores candidatas, porque el trabajo en cuestión no era fácil.
Me fui a casa derrotada. Un día más sin lograr encontrar un trabajo o la posibilidad de él, nada que me diera ánimo y esperanza. Estaba a punto de darme por vencida.
El día siguiente amaneció con negras nubes; para mí, esas nubes no estaban solo en el cielo, sino también en mi corazón. No solo por mi situación económica y laboral, sino que mi padre me había avisado que mi mamá había amanecido enferma y eso también me preocupaba.
A mediodía asomaron, leves, unos pequeños rayos de sol. Una llamada. Debía presentarme aquel mismo día, a las cuatro, en la oficina de un prestigioso abogado de la ciudad. Él me haría una entrevista, la primera de varias, para conseguir el puesto de secretaria en la Agencia Roldán.
Llegué cinco minutos antes de la hora pactada, con mi vestuario intachable y confianza en que, en aquella ocasión, sí me iba a ir bien.
Me atendió un hombre de unos cincuenta años, afable, con un leve acento alemán y muy atractivo pese a la edad.
―Señorita Vargas ―inició la conversación directamente―, el puesto que está vacante, y que debemos llenar, es el de secretaria gerencial y personal de Benjamín Roldán. Celia Cáceres, su antigua secretaria, trabajó con él más de diez años, pero a su esposo lo trasladaron a España y se fue. De esto hace cinco meses. Ella es la única que ha logrado mantenerse trabajando con él.
―¿Y eso? ―No estaba segura de que me hubiera gustado esa última expresión.
―Benjamín es… ―El hombre dudó unos momentos, buscando, seguramente, la palabra adecuada―. Especial.
―¿Especial? ―pregunté. No entendí, ¿era especial enfermo?, ¿especial malvado?, ¿especial, cómo? De todos modos, no me atreví a preguntar.
―Su carácter ―respondió lacónico como adivinando mis pensamientos.
―¿Su carácter? ―pregunté por instinto.
―Benjamín no es un hombre fácil de tratar, Señorita Vargas, al contrario, yo diría que es un hombre bastante difícil.
Hizo una pausa, yo no dije nada, no se me ocurría qué decir. ¿Sería un hombre orgulloso? ¿Un hombre altanero? ¿Engreído? ¿Humillante? ¿Receloso y desconfiado?
―Yo estoy en el deber de decirle que ninguna de las jóvenes que han llegado a trabajar con él el último tiempo, ha permanecido más de una semana en su puesto. Han pasado muchas desde que Celia se fue, por lo mismo, el filtro es mucho más exigente y más… abierto, no queremos que se encuentre con una sorpresa, la paga es excelente, pero el trato…
―Yo necesito el trabajo, Señor Bittelman ―aseguré con celeridad.
―¿Tanto como para soportar a un hombre como Benjamín Roldán?
―Supongo ―contesté ya no tan segura.
―¿Vive usted con sus padres?, ¿tiene novio?
―No y no. Vivo sola, mis padres viven en el sur. Tengo un departamento que pagar, gastos personales, ayudo a mis padres, también. Hace más de dos meses que estoy sin trabajo y mis ahorros no durarán mucho más ―expliqué con sinceridad―, necesito un trabajo cuanto antes y que, ojala, sea estable y duradero. No me gustan las aventuras, soy bastante realista y siempre tengo los pies bien puestos sobre la tierra y andar de trabajo en trabajo, no es para mí. Usted ya lo pudo comprobar, solo he tenido un trabajo en mi vida y esperaba mantenerme allí, si no se hubiera ido a la quiebra, seguiría en ese empleo… por siempre.
Adolfo Bittelman esbozó una pequeña sonrisa.
―Me alegro, sus referencias son bastante buenas. Hemos contactado no solo a su antiguo empleador, que nos dio excelentes referencias, sino también a algunos de sus excompañeros de trabajo y, aunque todos tenían muchas cosas buenas qué decir de usted, coincidieron todos ellos en su gran sentido de responsabilidad y su carácter comprensivo y decidido. Eso la hace un buen prospecto para nosotros, de no ser así, no la hubiésemos llamado.
En mi interior quise gritar, por fin una buena noticia.
―Entonces ―dijo el hombre al tiempo que se levantaba―, espere nuestra llamada, que será, lo más seguro, mañana o, a más tardar, el jueves por la mañana.
―Muchas gracias, Señor Bittelman.
―No hay nada que agradecer, Señorita Vargas ―contestó extendiéndome la mano a modo de despedida―, espero que usted sea la elegida.
Ahora el hombre sonrió mucho más amigable, lo que me dio la confianza para sonreír yo también.
―Se lo agradezco y espero no defraudarlo.
―Estoy seguro de que no lo hará ―respondió con celeridad.