Prólogo
HE DE EMPEZAR POR DECIR que no alardeo de poseer esos altos dones de la imaginación y la expresión que habrían permitido a mi pluma crear para el lector la personalidad del hombre que se hacía llamar, según la costumbre rusa, Cyril, hijo de Isiodr —Kirylo Sidorovitch— Razumov.
De haber tenido yo alguna vez estos talentos en cualquier modalidad de forma viva, a buen seguro que se habrían extinguido hace ya mucho tiempo bajo una selva de palabras. Las palabras, como es bien sabido, son las grandes enemigas de la realidad. Soy desde hace muchos años profesor de idiomas. Es ésta una ocupación que a la larga resulta fatal para la cuota de imaginación, observación o perspicacia que puede heredar una persona corriente. Llega un momento para el profesor de idiomas en el que el mundo no es sino un lugar repleto de palabras y el hombre un simple animal parlante no mucho más extraordinario que un loro.
Siendo ésta mi condición, difícilmente hubiera yo podido observar al señor Razumov o adivinar su realidad por pura intuición, y mucho menos imaginarlo tal como era. Incluso el inventar los hechos más elementales de su vida habría excedido por completo mis posibilidades. Creo, sin embargo, que aun cuando no hiciera esta aclaración los lectores de estas páginas detectarían en el relato las señales de la prueba documental. Y su impresión sería correctísima, pues la presente narración está basada en un documento; todo cuanto yo he aportado es mi conocimiento de la lengua rusa, suficiente para lo que aquí se persigue. Dicho documento, claro está, es de índole similar a un diario, si bien su estructura no es exactamente la misma. No se atiene en lo esencial a una escritura cotidiana, aunque todas las entradas llevan su fecha correspondiente. En algunos casos, las anotaciones abarcan varios meses y ocupan docenas de páginas. La primera parte es un relato retrospectivo sobre un hecho acaecido aproximadamente un año antes.
Debo mencionar que he vivido mucho tiempo en Ginebra. Un barrio entero de esta ciudad se conoce como «La Petite Rusie» —La Pequeña Rusia—, por la cantidad de rusos que allí residen. Tenía yo por aquel entonces abundantes vínculos con esta comunidad, aunque confieso que en absoluto comprendo el carácter ruso. Su actitud ilógica, la arbitrariedad de sus conclusiones y la frecuencia de lo excepcional no debieran revestir dificultad alguna para un estudioso de tantas gramáticas; pero por fuerza debe haber algo más, cierto rasgo humano peculiar: una de esas diferencias sutiles que escapan a la capacidad de un modesto profesor. Lo que nunca deja de sorprender a un profesor de idiomas es el extraordinario amor a las palabras que profesan los rusos. Las atesoran, las aprecian, pero no las esconden en su corazón, antes bien se muestran dispuestos a derramarlas en cualquier momento, con un entusiasmo, con una abundancia tan arrolladora, con tanto tino y tanta precisión en ocasiones que, como sucede con los loros más listos, no puede uno desprenderse de la sospecha de que en verdad entienden lo que dicen. Hay en su ardor expresivo una generosidad que se aleja cuanto puede de la locuacidad común y que tampoco guarda relación con la elocuencia… Mas he de disculparme por esta digresión.
Sería ocioso inquirir por qué el señor Razumov dejó esta crónica. No parece concebible el deseo de que alguien la leyese. Entra aquí en juego un misterioso impulso de la naturaleza humana. Si exceptuamos a Samuel Pepys, que ha forzado de este modo la puerta de la inmortalidad, son innumerables las personas —criminales, santos, filósofos, muchachas, estadistas y simples idiotas— que han aireado su intimidad en sus diarios, sin duda por vanidad, aunque también por otros motivos más inescrutables. Debe de haber en las palabras por sí solas un fabuloso poder de alivio cuando tantos hombres las han empleado para entrar en comunión consigo mismos. Siendo como soy un individuo tranquilo, supongo que lo que todos los hombres buscan en realidad es una modalidad o acaso tan sólo una fórmula de paz. Son muchos ciertamente los que hoy la piden a gritos. Qué clase de paz esperaba encontrar Kyrilo Sidorovitch Razumov con la escritura de su diario es un asunto que escapa a mi entendimiento.
El hecho es que lo escribió.
El señor Razumov era un joven alto y bien proporcionado, bastante moreno para ser un ruso de las provincias centrales del país. Su belleza habría sido incuestionable de no ser por una peculiar falta de elegancia en sus rasgos. Era como si un rostro enérgicamente modelado con cera (no sin cierto parecido con una perfección de tipo clásico) se hubiera dejado junto al fuego hasta quedar borrada toda la nitidez de sus líneas al reblandecerse su sustancia. Con todo y con eso, Razumov era suficientemente apuesto. También sus modales eran agradables. En las discusiones se dejaba influir fácilmente por los argumentos o por la autoridad. Adoptaba con sus jóvenes compatriotas la actitud de un oyente impenetrable, un oyente que escucha con inteligencia y acto seguido cambia de tema.
Esta clase de argucia, que puede tener su origen en una insuficiencia intelectual o en una incompleta confianza en las propias convicciones, le procuraba a Razumov fama de hombre profundo. Una personalidad relativamente taciturna pasa por poseer el poder de la reserva entre un montón de entusiastas habladores acostumbrados a agotarse a diario en acalorada conversación. Sus compañeros de la Universidad de San Petersburgo tenían a Kirylo Sidorovitch Razumov, estudiante de tercer curso de Filosofía, por un hombre de carácter, por un hombre plenamente de fiar. Esto, en un país donde una opinión puede ser un delito legalmente castigado con la muerte, y a veces con un destino peor que la muerte, significaba que Razumov era digno de que le fueran confiadas opiniones prohibidas. Se le apreciaba además por su amabilidad y por mostrarse siempre dispuesto a hacer un favor a sus compañeros, aun cuando ello le acarreara molestias personales.
Se creía que Razumov era hijo de un arzobispo y protegido de un distinguido aristócrata, probablemente originario de su misma provincia remota. Su aspecto físico no casaba bien con un origen tan humilde. Semejante ascendencia no resultaba creíble. De hecho, se insinuaba que Razumov había nacido de la hermosa hija de un arzobispo, lo que sin duda daba al asunto un cariz bien distinto. Esta última teoría, de paso hacía creíble la protección del distinguido aristócrata, si bien nada de todo esto llegó a investigarse nunca, ni por malicia ni por otras razones. Nadie sabía ni a nadie interesaba quién era el aristócrata en cuestión. Razumov recibía una modesta aunque suficiente asignación de manos de un oscuro abogado que en cierta medida parecía actuar como su protector y que de cuando en cuando participaba en la recepción informal de algún profesor universitario. Salvo esto, no se le conocían a Razumov otras relaciones sociales en la ciudad. Asistía con regularidad a las clases obligatorias y era considerado por las autoridades académicas un estudiante muy prometedor. Trabajaba en su cuarto a la manera del hombre que se propone tener éxito, pero tampoco se sometía a un encierro severo con esta intención. Se mostraba siempre accesible y no había en su vida nada que fuera secreto o reservado.