VI Un domingo recibí la visita inesperada del doctor Blagovo. Llevaba una guerrera blanca, camisa de seda y botas de montar. —¡Aquí me tiene usted! —me dijo en tono amistoso, dándome un fuerte apretón de manos como un joven estudiante—. Hace tiempo que deseaba verle. Todos los días oigo hablar de usted, y he decidido venir a verle para que hablemos un poco como buenos amigos. Se aburre uno terriblemente en la ciudad. Ni una sola persona con quien poder charlar un rato… Calló, se enjugó con el pañuelo el sudor de la frente, y continuó: —¡Qué calor hace, Virgen Santa! ¿Me permite usted? Se quitó la guerrera y se quedó en mangas de camisa. —Bueno, si no tiene usted inconveniente, echaremos un párrafo —me propuso de nuevo. Yo también me aburría y tenía gana, hacía tiempo, de hablar con