—¿Qué estás haciendo ahí?
La repentina presencia y pregunta de la pequeña hacia el infante frente a ella fueron tan sorprendentes como sus profundos ojos verdes.
—¿No vas a responderme o debo llamar a mis padres? —amenazó cuando él no respondió. Ambos se miraron; ella con interrogantes y él, asustado, finalmente encontró su voz.
—¡No, por favor! —gritó en un murmullo ahogado.
—Entonces, tendrás que decirme cómo llegaste aquí —inquirió la pequeña, cruzando sus brazos de forma acusatoria.
—Te lo diré, lo prometo, pero por favor, ayúdame a salir primero.
Ella guardó silencio, comunicando su curiosidad con la mirada mientras observaba detenidamente al infante atrapado entre los arbustos del patio. Estaba debatiendo si ayudarlo a liberarse sería lo más inteligente.
—Necesito salir —balbuceó el niño con desesperación, rompiendo el silencio opresivo que los envolvía.
—Quiero saber por qué estás aquí y cómo terminaste así —dictaminó la pequeña, frunciendo el ceño ante la falta de respuesta—. Si no vas a responderme, lo haremos de otra manera: te soltaré con la condición de que me des algo a cambio.
—¿Algo a cambio?
—Sí.
—¿Qué quieres?
—Lo que tengas para ofrecer. Tomaré lo que quieras darme, sin preguntas.
Una ráfaga de viento hizo que ella cerrara los ojos brevemente mientras sus cabellos ondeaban hacia adelante. Una vez que la brisa cesó, se colocó varios mechones detrás de la oreja y observó seriamente al infante.
—Entiendo —susurró el niño, inquieto, buscando algo para ofrecerle—. Tengo... un secreto.
Una débil sonrisa apareció en el rostro de la pequeña.
—¿Lo bastante bueno para que amerite tu libertad?
—Puede que sí, pero debes prometerme que no le dirás a nadie.
—Yo soy muy buena guardando secretos —dijo la pequeña con una sonrisa.
—No lo creo... —replicó el niño con una mueca.
Los dos se quedaron mirándose en silencio hasta que ella se encogió de hombros y habló.
—Bueno, no digas que no intenté ayudarte. Tendrás que pasar la noche aquí, o quizás tengas suerte y alguno de mis padres te encuentre —dijo, fingiendo pesar—. Aunque lo dudo, no suelen venir por aquí. Me iré ahora, no volveré hasta dentro de una semana. Fue un gusto conocerte. Buenas noches.
Dándole la espalda, comenzó a caminar hacia la puerta que llevaba a la cocina.
—¡No, espera! —gritó el infante, deteniéndola. —Te lo diré —ella lo miró por encima del hombro—. Es en serio, lo haré. Lo prometo.
Asintiendo, ella se dio la vuelta y se acercó al infante.
—Aquí estoy.
—Sí, sí —asintió el niño, nervioso—. Debes prometerme que guardarás el secreto pase lo que pase.
—Lo prometo.
El niño extendió una mano, aún indeciso, como si estuviera ofreciéndosela.
—¿Y qué?
Sin prestarle atención, el infante colocó su palma derecha apuntando al cielo. Con un suspiro, pequeñas hojas comenzaron a emerger, formando una minúscula y hermosa flor blanca de diez pétalos en su palma.
Ella sonrió asombrada al verlo.
—¿Cómo hiciste eso? ¿Fue algún truco o...? No importa, te soltaré, definitivamente lo haré —dijo la pequeña emocionada—, pero con una condición.
—¿Condición? —preguntó el niño, confundido.
—Sí, condición —dijo, soltándolo y colocándose frente a él con las manos en las caderas—. Nada en esta vida es gratis, eso deberías saberlo.
—¿Qué quieres decir? Yo cumplí mi parte, ahora cumple la tuya.
Las mejillas de la pequeña se sonrojaron por la vergüenza.
—Solo quiero que vuelvas... y me enseñes ese truco. Me encantaría aprender a hacer lo que hiciste. ¿Puedes, por favor?
Unos segundos de silencio pasaron hasta que el infante habló.
—Volveré.
Ella saltó satisfecha ante su respuesta y sin perder tiempo, entró a su casa. Sigilosa, agarró unas tijeras de la cocina y regresó hacia él con el objeto de liberación en mano. Se acercó y comenzó a cortar las ramas sin preámbulos.
—Debes hacerlo y enseñarme ese truco, de seguro a mis padres les encantará. Mi nombre es Emylie, pero puedes llamarme Emy. No todos pueden hacerlo, así que siéntete honrado —dijo mientras cortaba.
Él fruncía el ceño cada vez que Emylie partía las ramas. Aunque el dolor se sentía en sus muñecas, en un tono ronco y ahogado se obligó a decir:
—Amaru.
La última rama cayó al suelo y el infante fue liberado. Sus ojos se encontraron en ese instante y los labios del niño se abrieron de nuevo.
—Ese es mi nombre.
Tras eso, le dio una última mirada antes de marcharse. La claridad del lugar fue reemplazada por una tenue oscuridad. Emylie lo vio partir y, al igual que él, no dijo nada, simplemente observó cómo se alejaba.
Amaru caminaba apresurado para llegar antes que aquella persona, con un gesto sombrío en el rostro. Sabía que volvería. Eso estaba claro. Lo que no sabía era que esa niña, su heroína, sería su perdición, aunque no tanto como él lo era para sí.