Franco no tuvo el valor de seguir a Katherine. Se quedó de pie, clavado en el sitio, mirando a Johana y Juan disfrutar de un resplandor post-orgásmico, intercambiando suaves besos y caricias, con la polla de él todavía firmemente enterrada dentro del coño de ella. Los invitados, que habían estado masturbándose libremente durante toda la ceremonia, parecían tomar el clímax de la pareja como un permiso para descender a una orgía en toda regla, y fue sólo cuando la habitación estaba empezando a convertirse en una masa retorcida de delirio incestuoso que Franco vagó aturdido de vuelta a la sala principal de eventos.
El ambiente no era en absoluto casto, pero al menos había espacio para respirar y reflexionar.
Todavía le hormigueaban los labios con el recuerdo de los besos de la noche anterior. Comparados con el resto de los pasajeros, apenas habían hecho nada tabú, pero sabía que era una línea que no podían descruzar. ¿Cómo iban a volver a sus vidas normales después de todo lo que habían aprendido? ¿Podría Franco besar a su novia de vuelta a casa sin imaginarse la suave boca de Katherine?
La brecha entre ellos se haría más grande que antes, hasta que fueran prácticamente extraños. A menos que optaran por la otra opción.
Empujando hacia adelante.
Era una locura pensar en ello. No quería pensar en ello. Pero había oído tantas historias de incesto en las que el sexo no había debilitado su conexión. Tantas historias donde las chicas hicieron el primer movimiento.
—Porque es lo que mi hija quiere. Y nunca puedo decirle que no. No sé si está bien. Probablemente no lo sea. Pero la hace feliz, y eso es todo lo que puedo desear.
Pensando en las palabras de Diego, Franco salió de la sala principal y se dirigió a un pasillo lateral en busca de paz y tranquilidad. En lugar de eso, como era de esperar, se encontró con otra sesión de celo. Era casi demasiado banal como para reaccionar, excepto por el reconocimiento de la chica, mejor dicho mujer, que estaba siendo follada: Marcela, la terapeuta que había presentado el llamativo taller al que él y Katherine habían asistido por error. Pero, ¿quién era el viejo que se la follaba?
—Usted es el padre de Katherine, ¿verdad?—, dijo Marcela con la misma naturalidad que si se hubieran encontrado por la calle. Franco asintió, y ella miró hacia atrás por encima del hombro con una sonrisa. —Son la pareja de la que nos habló Alberto, papá.
El anciano emitió un sonido de reconocimiento. —Ah, Puedes llamarme David. Alberto me envió algunos de sus trabajos. Impresionante.
—¿Has visto mis programas de televisión?
—Entre otras cosas. La escena del beso de ayer fue otra cosa.
A Franco se le heló el estómago. Marcela soltó una risita y David frenó sus embestidas para reírse con ella.
—Sabes lo de las cámaras, ¿no? ¿Por qué tanta sorpresa?
—¿Lo has organizado tú?— preguntó Franco. Estaba atónito y furioso a partes iguales, completamente incapacitado para reaccionar ante aquella situación de locos. —¿Este crucero?
—No sé si alguien lo organiza realmente. Todos colaboramos. Alberto, Ricardo y los demás hacen la mayor parte del trabajo pesado. Pero supongo que yo fui uno de los creadores del concepto, sí—. Un movimiento de caderas particularmente bien angulado hizo que Marcela se retorciera bajo sus manos. —La madre de mi niña me introdujo en este delicioso estilo de vida. Sólo quería difundir la alegría.
—Estás enfermo—, fue todo lo que Franco pudo decir.
—A juzgar por el estado de tu pene, tú también.
Franco bajó la mirada hacia la rígida erección que humeaba entre sus piernas. Cuando se volvió hacia David y Marcela, había verdadero dolor en sus ojos. —¿Por qué haces esto?
—Nombra una manera mejor de formar una red férrea que compartir un secreto como éste—, los movimientos de David se aceleraron, puntuando cada palabra con un grito agudo de Marcela.
Sin palabras, Franco vio cómo el viejo se empinaba con un gruñido y disparaba su carga dentro de su hija, de la misma manera que lo había hecho desde que él y su esposa decidieron que Marcela estaba lista para procrear. ¿Y Marcela? Su máscara de profesionalidad y serenidad se rompió por completo y recibió la corrida de David con la expresión de alegría más genuina que Franco había visto jamás.