CAPÍTULO OCHO De niño, uno de sus pasatiempos favoritos había sido sentarse fuera en el patio de atrás y observar cómo su gato acechaba el patio. Era especialmente interesante cada vez que daba con un pájaro o, en cierta ocasión, con una ardilla. Había observado cómo el gato se pasaba quince minutos acechando un pájaro, jugueteando con él hasta que finalmente le atacaba, rompiéndole el cuello y lanzando sus plumitas por el aire. Pensaba ahora en ese gato, mientras observaba a la mujer llegar a casa de una noche más de trabajo—un lugar de trabajo donde se ponía de pie en un escenario y complacía sus deseos carnales. Como el gato de su vecindad, él la había estado acechando. Había desechado la idea de llevársela del trabajo; la seguridad era estricta y hasta debajo del resplandor apagado d