PRÓLOGO
PRÓLOGO
En cualquier otro momento, la primera claridad del alba sobre las copas de los tallos de maíz le hubiera parecido algo hermoso. Divisó cómo la primera luz del día danzaba sobre los tallos, creando un color dorado apagado, y trató con todas sus fuerzas de encontrar la belleza de la situación.
Tenía que distraerse o de lo contrario el dolor se haría insoportable.
Ella estaba amarrada a un poste alargado de madera que se extendía a lo largo de su espalda y terminaba a medio metro por encima de su cabeza. Le habían inmovilizado las manos por detrás, uniéndolas por detrás del poste. Solo llevaba puesta su ropa interior de encaje y un corpiño que acercaba y elevaba sus ya generosos senos. El corpiño era lo que le conseguía la mayoría de las propinas en el club, lo que hacía que sus senos todavía parecieran ser los de una chica de veinte años y no los de una mujer de treinta y cuatro años con dos hijos.
El poste rozaba su espalda desnuda, despellejándole la piel. Y eso ni siquiera era tan terrible como el dolor que el hombre de voz oscura, espeluznante, había estado repartiendo. Se puso tensa cuando le escuchó caminar por detrás de ella, sus pisadas cayendo suavemente en el claro del maizal. Hubo otro sonido, más débil. Estaba arrastrando algo. El látigo, cayó en la cuenta, el que había estado utilizando para azotarla. Debía de tener alguna clase de púas y tenía una cola en forma de abanico. Solo lo había visto en una ocasión –y eso había sido más que suficiente.
Su espalda ardía por las docenas de latigazos, y solo con escuchar cómo se arrastraba aquello por el suelo le entró una ola de pánico. Dejó soltar un grito –que parecía ser el centésimo de la noche- que sonó mudo y plano en el maizal. Al principio, sus gritos habían sido sollozos pidiendo ayuda, esperando que alguien la oyera. Pero con el tiempo, se habían convertido en aullidos ahogados de angustia, los aullidos de alguien que sabía que nadie iba a venir en su ayuda.
“Consideraré dejarte marchar,” dijo el hombre.
Tenía la voz de alguien que fumaba o gritaba mucho. También tenía algún tipo de deje extraño en la voz.
“Pero primero, debes confesar tus crímenes.”
Le había dicho esto cuatro veces. Rebuscó en su mente de nuevo, preguntándose. No tenía crímenes que confesar. Había sido buena persona con todos los que conocía, una buena madre –no tan buena como le hubiera gustado- pero lo había intentado.
¿Qué quería de ella?
Gritó de nuevo y trató de doblar la espalda contra el poste. Cuando lo hizo, sintió un brevísimo alivio en las cuerdas que rodeaban sus muñecas. También sintió su sangre espesa encharcando la soga.
“Confiesa tus crímenes,” repitió.
“¡No sé de qué me hablas!” se lamentó ella.
“Ya te acordarás,” dijo él.
Ya había dicho eso antes también. Y lo había dicho justo antes de cada—
Se oyó un sonido susurrante cuando el látigo se arqueó en el aire.
Ella gritó y se acurrucó contra el poste cuando la golpeó.
Sangre fresca fluyó de su nueva herida, pero apenas la sintió. En vez de eso, se concentró en sus muñecas. La sangre que se había estado acumulando allí durante la última hora se mezclaba con su sudor. Podía sentir el espacio vacío entre la cuerda y sus muñecas y pensó que quizá pudiera escaparse. Sintió que su mente trataba de divagar, de desconectarse de la situación.
¡Crack!
Aquello le golpeó directamente en el hombro y ella soltó un rugido.
“Por favor,” le dijo. “¡Haré lo que tú quieras! ¡Solo deja que me vaya!”
“Confiesa tus—”
Tiró lo más fuerte que pudo, moviendo los brazos hacia delante. Sus hombros chirriaron de agonía, pero se liberó al instante. Tenía una ligera quemadura ya que la soga había atrapado la parte superior de su mano, pero eso no era nada comparado con el dolor que le laceraba la espalda.
Se lanzó hacia delante con tal fuerza que casi se cayó de rodillas, lo que arruinaría su huida. Pero la necesidad primitiva de supervivencia se hizo con el control de sus músculos y antes de que supiera lo que estaba haciendo, se echó a correr.
Corrió a toda velocidad, asombrada de estar libre de verdad, asombrada de que le funcionaran las piernas después de estar atada tanto tiempo. No se iba a parar a preguntarse el porqué.
Iba chocándose con el maíz mientras las copas la abofeteaban. Las hojas y las ramas parecían acercarse ella, cepillando su espalda lacerada como viejos dedos arrugados. Respiraba a duras penas y se concentraba en poner un pie delante del otro. Sabía que la autopista se encontraba por allí cerca. Solo tenía que seguir corriendo y hacer caso omiso del dolor.
Por detrás de ella, el hombre empezó a reírse a carcajadas. Su voz retumbaba como si el sonido de su risa proviniera de un monstruo que se había estado ocultando en el maizal durante siglos.
Ella gimió y siguió corriendo. Sus pies descalzos golpeaban el suelo y su cuerpo prácticamente desnudo torcía los tallos de maíz. Sus senos saltaban de arriba abajo de un modo ridículo, y el izquierdo se le salía del corpiño. Se prometió a sí misma en ese instante que si salía viva de esto, no volvería a hacer striptease. Encontraría un trabajo mejor, una manera mejor de proveer para sus hijos.
Eso renovó su confianza, y corrió más rápido aún, chocándose con el maíz. Corrió tanto como pudo. Se iba a librar de él si seguía corriendo. La autopista tenía que estar a la vuelta de la esquina. ¿O no?
Quizás. Aun así, no había garantías de que hubiera alguien en ella. Todavía no eran ni las seis de la mañana y las autopistas de Nebraska solían estar bastante desoladas a esta hora del día.
Por delante suyo, los tallos se detenían. La luz turbia del amanecer se derramó sobre ella, y le dio un salto al corazón al ver la autopista.
Cruzó de un salto, y al hacerlo, para su incredulidad escuchó el ruido de un motor que se acercaba. Se levantó llena de esperanza.
Vio el resplandor de las luces que se aproximaban y corrió todavía más rápido, tan cerca que podía oler el asfalto empapado de calor.
Llegó al lindero del maizal justamente cuando una camioneta roja pasaba por allí. Gritó y agitó sus brazos frenéticamente.
“POR FAVOR!” gritó.
Para horror suyo, el camión pasó rugiendo de largo.
Agitó sus brazos, llorando, por si acaso el conductor echaba un vistazo por su espejo retrovisor…
¡Crack!
Un dolor agudo y punzante estalló detrás de su rodilla izquierda, y se cayó al suelo.
Gritó y trato de incorporarse, pero sintió como una mano firme le agarraba la melena por detrás, y no tardó en arrastrarla de vuelta al maizal.
Intentó moverse para liberarse, pero esta vez, no pudo hacerlo.
Entonces llegó el último golpe del látigo antes de que finalmente, por suerte, perdiera el conocimiento.
Pronto, sabía ella, todo se terminaría: el ruido, el látigo, el dolor—junto con su breve vida, plagada de sufrimientos.