Anael se sorprendió del atrevimiento de Anabis pero no pasó por alto el leve cosquilleo que sentía en su brazo donde ella lo sujetaba, ni la palpitación en sus pantalones al escucharla llamarlo por su nombre y no "Desterrado" cómo lo habían bautizado.
—¿Qué me darás a cambio?
—¿Perdón?—Preguntó, incrédula de lo que decía aquel sujeto que la miraba con fuego en los ojos.
—Soy el Demonio, querida... Yo te doy, tú me das, ¿Recuerdas? Así como doy, quito, así que si quieres información de mi parte, ¿Qué obtendré yo?
Sin notarlo, Anabis aún lo sujetaba y, sonrojada por el atrevimiento de Anael, se cruzó de brazos y, con las mejillas rosadas le habló con la voz más dura que pudo colocar:
—Pues bien, ¿Qué es lo que quieres?
...Pero la respuesta que recibió no fue la esperada y, definitivamente, le quitó toda rudeza de encima
—A ti, Anabis. Tú eres lo que quiero.
Anael se acercó un paso hacía ella y la tomó por los brazos, sin mucha rudeza pero sí firmemente.
—Ese es el trato: Tú, enteramente tú, por toda la información que desees.
Anabis lo miraba con desprecio, no podía creer que fuera tan bajo como para pensar en ella de esa manera, luego se recordó que era un demonio, un ser oscuro que vive del sufrimiento, penas y pecados humanos. Pero también sabía que ese tipo de criaturas, mas aún él, él Prodigo, se regían bajo una cultura donde el orgullo y cumplir la palabra era lo primero, sabía que si le daba lo que el buscaba, encontraría lo que ella anhelaba saber. Achacándole el hecho de que cierto calor se había instalando en su vientre debido a los nervios del momento, tomó un suspiro que llenó ferozmente sus pulmones y habló
—Acepto.
Anael no podía creer que había sido tan sencillo, que ella había cedido así por así. El júbilo no cabía en su cuerpo terrestre y se lo achacó al hecho de realizar un trato con un ser mas allá de los típicos humanos sosos que siempre embaucan sus plebeyos. Siendo El Rey no se requería su presencia para cada trato pero sí para firmar cada contrato así que siempre terminaba leyendo los puntos a tratar con esa especie simplona que su querido Padre había deseado proteger tanto.
Volteó a verla y casi se conmueve su corazón de piedra al mirarla con los nudillos fuertemente cerrados, la frente fruncida, los ojos rojos candentes típico de los seres sobrenaturales que tienen un subidón emocional y el cabello revuelto, parecía una chiquilla furiosa, pero al admirar su silueta se recordó que no era ninguna nena, aquella era un ángel de alta jerarquía, con suficiente cerebro como para estar a cargo de la Flora y Fauna. Sería suya. Lo había aceptado por voluntad propia tan sólo a cambio de unas cuantas palabras que no eran falsas en absoluto y que él gustoso le diría. Odiaba que se aprovecharan de aquella criatura cómo una vez se aprovecharon de él mismo.
Suspirando audiblemente empezó a frotar los brazos de ella pero se detuvo cuando esta levanto su mano en alto y dio un breve paso hacia atrás, alejándose de él
—Dentro de 7 lunas el trato sera pactado. Ni una antes ni una después.
Anabis agradecía la firmeza de su voz puesto que no se sentía en absoluto fuerte, las piernas pronto la traicionarían y las lágrimas pedían correr limpiamente.
—Hecho, como digas. Pero si no es molestia, me mantendré por los alrededores, tienes un buen lugar aquí y tengo unos cuantos siglos sin tomarme unas vacaciones.
Realmente Anael deseaba que ella no se viera tan incómoda con su petición, había decidido cambiar de tema pues había notado como sus dedos temblaban un poco. Era entendible, tan pura y a punto de embarrarse con el mayor pecado.
El por el contrario, estaba feliz de embarrarse en ella. Deseaba hacerlo pronto. Al diablo las 7 lunas, deseaba enterrarse en ella ya.
—Sí así lo deseas, tienes mi autorización. Sólo no perturbes a mis hijos. Y hablo tanto de los humanos como de los animales.
Su tono maternal hizo que Anael levantara la comisura de los labios y tosiera disimulando una risa
—Tranquila, no molestare a tus bebés. Si esto es todo, me retiro.
Anabis se volteó en cuanto escucho esas palabras, contuvo la respiración unos segundos esperando el despegue pero lo que obtuvo fue un brinco al sentir una respiración junto a su oreja y una mano apretando sútilmente su pecho izquierdo, robándole un quejido.
—7 lunas y seras mía. No te imaginas cuanto anhelo que la semana vuele.
Y se fue.
Anabis cayó de rodillas en el sitio donde se encontraba, no tenía las fuerzas para llegar hasta su cama, se sentía débil y sucia. Muy sucia.
¿Realmente lo iba a hacer? ¿A entregar su pureza a un ser tan vil? Y todo por unas cuantas palabritas que no estaba segura fueran totalmente ciertas... Deseaba desaparecer.
Lágrimas corrieron salvajemente y afuera, al aire libre, se estaba presentando una fuerte tormenta que remeció en cuestión de segundos el Amazonas. Y es que el cielo lloraba su decisión, sabía que estaba siempre vigilada. Aún así, seguía siendo suya, sus decisiones y sus errores le pertenecían.
Anael no ignoraba el hecho de aquella lluvia torrencial que estaba arremetiendo contra todo se debía a Anabis, cuando encontró una vieja cueva no perturbó a los animalillos que ahí encontró, mas bien hizo aparecer una cama, un plasma y una nevera ejecutiva llena de botellas de vodka, y una copa. Una butaca de cuero negra ubicada frente al tv fue su trono al destapar una de las botellas y servir un buen trago dentro de la copa de cristal. A este le siguió otro y otro. Luego olvidó la copa y tomó directo de la botella. Así vio llegar el amanecer: con la mirada pérdida en la lluvia, sintiendo el dolor del cielo. Y, peor aún, el dolor de Anabis.