La llovizna caía sobre mí, no me había tomado la molestia de buscar un paraguas, antes de salir de casa, prefería sentir las gotas estamparse en mi rostro. No sabía cómo sentirme en este momento, mi matrimonio se estaba en un momento atroz y ni si quiera podía comunicarlo con mi esposo; no tenía punto de comparación esta etapa de nuestra vida marital a, por ejemplo, cuando nos casamos.
La verdad que, pensándolo en retrospectiva, después de que nacieron nuestros hijos, las cosas empezaron a cambiar. Y no, no me arrepentía ni un solo minuto de tener a Alana y a Benny a nuestro lado; sin embargo, era estúpido tratar de defender algo que no tenía sentido, no creía que fuera culpa de mis hijos, ni si quiera lo pensaba, solo sabía que era el momento a partir del cual él había cambiado, al principio creí que era por lo pequeño y frágil de nuestro primer hijo, pero después de años, me di cuenta del abismo que había entre los dos.
Ivo había empezado a tener cada vez más trabajo a la par que los niños crecían, y eso no estaba mal, lo que realmente me causaba frustración era que, como mujer, yo ya no podía contar con él; sentía que estaba rogándole por las migajas de amor que él tenía celosamente guardadas; solo pensaba en una sola cosa: tenía que hallar un momento para decirle como me sentía, que me estaba muriendo de ganas por sentirme amada, porqué me abrazará de nuevo, que me dijera lo guapa que me veía o que me diera uno poco de tiempo, como esos que nos dábamos cómo cuando éramos novios.
Aparte todos los pensamientos de mi cabeza, no quería estar más dando vueltas a algo que me hacía tan infeliz en ese momento. Ya lo hablaría después con mi psicólogo, en la sesión de la siguiente semana, pues nada, ninguno de los ejercicios que me había propuesto, funcionó, y no por qué no los hubiere intentado, sino porqué mi esposo ni si quiera se tomaba la molestia de compartir conmigo, ni tiempo, ni espacio.
Entre a la tienda de comestibles y un policía amablemente me sonrió, al tiempo que me daba la bienvenida al recinto y me alcanzaba un carrito para las compras. Respondí de la misma manera cordial, para después emprender el camino entre los pasillos, metiendo algunos insumos que, según recordaba, necesitábamos en casa mientras iba rebuscando en mis bolsas el móvil, pues la lista de las cosas que compraría estaba ahí, además, quería hablar con mi amigo, necesitaba distraerme y él era el único que sabía cómo me sentía.
«¿Dónde está? Yo lo traje, estoy segura que lo deje en algún momento en uno de mis bolsillos», me repetía en forma mental, mientras metía y sacaba las manos de todos los saquillos del abrigo, descuidando por completo la dirección de carrito de las compras, hasta que hubo un sonido metálico que me alertó, seguido por un llanto enérgico y puso de regreso mi vista al camino.
Del otro lado del coche de las compras había una señora de mi edad, al parecer, mirándome con fiereza con sus ojos marrones, como sí de un león asechando a su presa se tratase, se podía sentir la tensión que le había generado en ese mismo instante. Antes de que pudiera abrir la boca para disculparme la mujer gruñó con voracidad.
—¡Fíjate, tonta! —Desde luego me sentí agredida por sus palabras, pero la intensión con las que las dijo fue lo que tal vez me había llegado al alma —¿Cómo no miras por dónde vas? —gruñó de nuevo en mi dirección para luego voltear al interior del carrito y levantar a un pequeño niño en sus brazos— ¿Te has lastimado, mi amor? Fue está estúpida que no se tomó la delicadeza de ver por donde camina, tranquilo mi vida, todo va a estar bien. ¿Te dolió?
Al chocar con el carrito de frente, el bebé se había pegado en el metal y tenía marcada la reja en la frente. Ese, fue el pretexto suficiente, mis ojos dejaron rodar las lágrimas que habían estado conteniendo; la mujer seguía revisando a su bebé mientras le besaba y mecía con sus manos para calmar los alaridos.
—L-lo siento, en verdad —recité casi inaudible, bajando mi cabeza para esconder las lágrimas—. ¿Puedo hacer algo para remediarlo?
—Mejor, aléjate, ¿Qué esperas? ¡Vete! —dijo sin mirarme, molesta.
Ni si quiera la miré de nuevo, atendí a su petición y me escabullí entre los pasillos solo para darme cuenta, minutos después, que mi celular no estaba conmigo. Haciendo memoria, no lo había tomado de la mesita de noche, haciéndome sentir peor por el golpe que le ocasioné al bebé antes. Me froté la cara con mis manos, evitando llorar de nuevo, pero simplemente estaba rebasada por todo, quería salir corriendo al mismo tiempo que quería quedarme quieta, desaparecer.
Un sollozo cargado de sentimiento se escapó de mis labios, era demasiado para mí en este momento, me sentía estúpida, tal como lo había dicho la mujer, derrotada, no tenía ganas de ser fuerte, de traer la máscara social que a todas las mujeres se nos obliga a moldear desde pequeñas: sonrientes, estoicas, pero al mismo tiempo delicadas y agradables.
Una mano sobre mi hombro me trajo de regreso al centro comercial, salí de mi tibio escondite y alce la mirada por encima de mi hombro, solo para ver a la mujer de antes, sosteniendo un pañuelo en mi dirección. Intenté decirle algo, pero la verdad, ni una sola palabra salió, el nudo que se había formado en mi garganta me impedía, incluso, tragar saliva.
—No te preocupes —murmuró—, mi hijo está bien, solo fue el golpe.
Sonreí apretando los labios, obligándome a fingir y reponerme para no dejarle ver a está mujer lo vulnerable que me encontraba. Ella era hermosa, antes, talvez por la sorpresa no le había prestado tanta atención, era larga y esbelta, su cabello n***o recogido en un elegante moño y sus ojos cobrizos, la piel de está mujer parecía de porcelana, su escaso maquillaje dejaba ver que no necesitaba nada para demostrarle al mundo lo inefable que era, una sonrisa en sus labios me daba la extraña sensación de que podía confiar en ella.
Ella volvió a insistir con el pañuelo, mientras me ofrecía una mirada cargada de ternura y compasión. Le agradecí el gesto con la cabeza, tomé el delicado papel para limpiar las lágrimas que seguían cayendo, ahora más esporádicas que antes, y limpiarme la nariz, intentaba no verla directamente a los ojos, me apenaba el incidente anterior pero no quería molestarla más.
—Discúlpame, no he tenido un buen día y me he desquitado contigo —señaló la mujer mientras alcanzaba una caja de harina para hot cakes y la metía a su carrito—, ¡Pero es que, estoy tan enojada! No es tu culpa, yo solo, a veces explotó y… —Guardó silencio solo para frotarse un poco la cara, tal vez para encontrar las palabras que quería decir— Mi esposo y yo hemos discutido hoy en la mañana y es que, la verdad siento que, desde que nació mi hijo no ha hecho más que dejarme sola, es como sí yo, estuviera… no sé, “apestada” o algo así— La mujer suspiró para acariciar el rostro de su bebé que tal vez tenía un año y medio, como mucho, de edad—. Perdón, no sé por qué te cuento esto, seguro a ti no te importa, supongo que tenía que contárselo a alguien.
La miraba sorprendida, casi atónita, me parecía tan bella, casi irreal, por lo mismo me costaba trabajo creer que tuviera problemas como los míos. Yo no tenía nada que ver con ella, mi cabello era castaño, mis ojos verdes, mi estatura era similar a la de ella, pero sus botas de tacón me dejaban unos cuantos centímetros debajo, mis labios gruesos, y mi complexión media, nunca me había destacado por ser la mujer más esbelta ni la más curvilínea, ni si quiera cuando estaba en la universidad estudiando en la facultad de Química.
El carrito de las compras sonó, sacándome del trance en el que estaba, por el momento, la mujer se alejaba, dándome la espalda y la miraba moverse con elegancia hacía el final del pasillo, pero antes de doblar, se detuvo para verme.
—Me llamo Deniska —Su voz estaba algo quebrada, pero aún así me regaló una sonrisa como esperando que le contestará, pero al no recibir respuesta solo atino a hacer un mohín—, seguiré…
La pelinegra señaló con la cabeza, en ese código implícito que tenemos las mujeres, dándome a entender que iría por el resto de sus cosas. Tomé un paquete igual al que Deniska había cogido un poco antes y caminé hacia el pasillo contiguo, detrás de ella, yo tenía que disculparme por no contestar antes, tal vez ella necesitaba, igual que yo, un buen oído, que no la juzgase, para quitarse la tristeza que anidaba en su corazón. Pero al dar la vuelta al pasillo, este se encontraba vacío.
Caminé por el corredor tomando un paquete de cereal, leche, queso y algunas otras cosas más de los otros pasillos, pensando en lo que tenía que haber respondido y que tal vez eso era una señal, tal vez algún tipo de lección; quizás eso era lo que siempre pasaba con mi esposo, sin darme cuenta, es decir, cada que tenía que hablar, me quedaba callada, inexpresiva. En mi defensa, siempre había necesitado un tiempo para procesar las cosas que me aquejaban, era tan meticulosa hasta con mi forma de actuar que, bueno, sobre pensaba las cosas en más de una ocasión.
Así había sido educada, creyendo que todo mi entorno era mi responsabilidad y que, cualquier cosa que hiciera o dijera, tendría grandes repercusiones en cada cosa; creyendo que tenía que controlar mis palabras, pues un arrebato hormonal no era excusa y por supuesto, creyendo que el amor era la gran cura para todos mis males, que en cuanto me casará las cosas serían como un sueño. En cambio, había visto cientos de veces a mi papá, a mis hermanos y algunos otros hombres vociferar antes de pensar, ni hablemos de su comportamiento o de la forma en la que se relacionaban con sus parejas.
Entre el sonido de la gente y la música de ambientación del lugar, escuché al bebé gimotear, haciéndome resurgir de nuevo de lo oscuro de mis pensamientos, e indicándome la ubicación exacta en la que se encontraba junto a su madre. Me obligué a ir hasta allá para disculparme y presentarme como es debido, convenciéndome a cada paso que daba, que estaba haciendo lo correcto y que podía, al menos, trabajar en una de las tareas que sugirió el psicólogo, reaccionar de frente a algún evento.
Para mí era fácil hablar con David, lo conocía de toda la vida y era muy extrovertido, prácticamente, me leía de lo bien que me conocía, de igual manera podía ser abierta con mis hijos, pero ni hablar del resto de la gente. Y tampoco me interesaba mucho tener más amigos, la verdad, esto de ser madre y maestra me ocupaban mucho tiempo, así que solo en ocasiones como esta era donde me sentía sola, más sola que nunca.
Deniska estaba de espaldas a mí, en medio del pasillo, mientras cargaba a su criatura de mejillas rosadas y cabellos tan negros como los de ella, le mecía para que no llorase, pero parecía que estaba algo fastidiado, tal vez el golpe que se propinó por mi culpa seguía doliéndole, me acerqué tratando de no hacer ruido y respirando profundo para concentrarme en las palabras que diría.
—¿Deniska? —dije con el volumen suficiente como para que me escuchase— Parece que le duele el golpe, ¿Me dejas ayudar?
Sin decir nada la mujer me extendió al bebé con una expresión ahogada en el rostro, y se dispuso a tomar un pequeño empaque de comida. Cargué al bebé con mucha ternura, hacía mucho que mis hijos no cabían en mis brazos, Benny tenía ya 8 años y Alana acababa de cumplir los 5, en una fiesta que celebramos unas semanas atrás, fiesta a la que su padre llegó cuando ya se estaba terminando.
La sensación de este pequeño ser entre mis brazos me atrapó, recordando cómo me recargaba a mis hijos sobre el pecho, mientras les cantaba alguna nana y disfrutaba del olor tan característico que tenían.
—Me llamo Regina —externé mientras el bebé movía sus manitas hacía mi cara y balbuceaba algunas cosas—, yo, l-lo siento, de verdad, no estaba prestando atención, me apena bastante el incidente de hace un rato…
—¿Te gustaría tomar un café conmigo? —interrumpió de forma abrupta mientras me cuestionaba con los ojos cristalizados, parecía que ni si quiera había escuchado alguna de mis palabras.
Algo en mí se removió, tal vez era que me vi reflejada, o quizá, sentí empatía, parecía que sufría. Sus sentimientos eran como los míos, era capaz de verlo.