Capítulo 32 El despertar

1028 Words
En un momento de pura exaltación, ambos alcanzaron el orgasmo juntos. Sus cuerpos temblaron en un último espasmo de placer, sus voces entrelazadas en un grito de éxtasis compartido. Hermes, agotado, pero satisfecho, se dejó caer junto a Hariella, sus respiraciones entrecortadas llenando el aire. Se quedaron allí, en silencio, disfrutando de la cercanía y la calidez del otro. El amor que compartían se sentía tangible, un lazo inquebrantable que los unía en cuerpo y alma. En ese momento, supieron que su unión era eterna, una celebración de amor que trascendía el tiempo y el espacio. Mientras la noche avanzaba, se acurrucaron bajo las sábanas, sus cuerpos entrelazados en un abrazo de amor y devoción. La fatiga los alcanzó, llevándolos a un sueño profundo y reparador. Y así, en la quietud de la noche, su amor continuó floreciendo, una promesa de noches interminables de pasión y felicidad compartida. Ya no podía continuar, al menos por hoy; sabía que apenas era el comienzo. En la quietud de la noche, se quedaron abrazados, sus cuerpos entrelazados, sus corazones latiendo al unísono. La noche continuó, cada momento una celebración de su amor y cada caricia un recordatorio de su unión profunda. En ese santuario de pasión y cuidado, Hariella y Hermes se perdieron el uno en el otro, sus almas tocándose en un baile eterno de amor y deseo. Mientras el mundo dormía, ellos se encontraban en su propio universo, donde solo existían el amor y la devoción compartida. Hermes se acomodó al lado de Hariella. Buscó la almohada y la puso bajo la cabeza de ella. La abrazó por la cintura y en su cara se restregó el sedoso cabello rubio que tanto le gustaba. Hariella sonrió con dulzura y se giró para quedar, viendo a los ojos Hermes. Sellaron la magnífica noche de bodas con un beso y se entregaron al gratificante sueño para descansar de tan increíble consumación marital. Hermes despertó con su precioso ángel, mientras ella lo abrazaba. Se quedó viéndola, mientras aún dormía. Era tan hermosa, que tuvo que pellizcarse para comprobar si lo que había sucedido la noche anterior fue una lujuriosa fantasía, pero soltó un quejido; no fue un sueño. Le acarició el cabello, pero Hariella lo apretó con más fuerza. Sonrió ante esa escena. Pensaba que era el hombre más afortunado del mundo por tenerla a ella entre sus brazos y en su cama después de haberse entregado a los placeres del amor. La apartó con cuidado y cuando se quitó la cobija, notó la mancha roja que estaba en la sábana; no había muchas explicaciones, así que esa debía ser la razón. Volvió la mirada hacia la durmiente Hariella y se inclinó para darle un beso en la frente. Se puso una toalla blanca e intentó levantarse de nuevo, pero fue sostenido en el antebrazo por el suave tacto de una delicada mano. Hariella se despertó ante los ligeros movimientos de Hermes y lo agarró antes de que se colocara en pie. —¿Cómo amaneciste, mi ángel? —preguntó Hermes con voz apacible. —Cansada y feliz —respondió Hariella, todavía somnolienta. Hermes le dedicó una dulce sonrisa, esa sonrisa que solo reservaba para ella. Se acomodó encima de Hariella, mirándola con devoción. Sus ojos celestes brillaban como zafiros bajo la luz suave de la habitación, su cabello dorado se extendía como un halo alrededor de su cabeza, y su hermoso rostro, tan perfecto como una muñeca de porcelana, lo miraba con una mezcla de amor y deseo. Su esposa era la mujer más preciosa del universo, una joya rara y única. Era suya, y solo suya. En ese momento, sintió que estaba en presencia de una criatura etérea, como un hada, un elfo, o un ángel de un mundo de fantasía. Su belleza era tan irreal, tan sublime, que a veces le costaba creer que fuera humana. Y, sin embargo, allí estaba, en sus brazos, compartiendo su amor y su pasión. La contemplación de Hariella lo llenaba de una profunda gratitud y asombro. Se sentía inmensamente afortunado de estar con ella, de tenerla como su esposa y consorte. Ahora, sin restricciones ni barreras, eran libres de explorar y experimentar juntos. Su amor y su unión les otorgaban una libertad absoluta, un permiso tácito para descubrir todas las facetas de su relación. Hermes bajó su rostro y besó los labios de Hariella, un beso cargado de promesas y deseos. Sus manos recorrieron su cuerpo con una mezcla de adoración y anhelo, explorando cada curva y cada rincón con un toque gentil pero apasionado. Hariella, respondiendo a su toque, lo atrajo más cerca, sus cuerpos entrelazados en un abrazo de pura entrega. Sentían que no había límites para lo que podían hacer juntos. Eran libres de experimentar lo que quisieran, de explorar nuevas sensaciones y profundizar en su conexión. Hermes, con su mirada fija en los ojos celestes de Hariella, supo que habían comenzado una nueva etapa de su vida, una etapa llena de amor, pasión y descubrimiento mutuo. Y así, en el nuevo amanecer, continuaron su viaje de amor y placer, dos almas entrelazadas que habían encontrado en el otro su hogar, su refugio, y su más grande felicidad. Hermes sentía el despertar de su cuerpo con una intensidad renovada. Se giró a medio lado, contemplando a Hariella mientras dormía, tan serena y hermosa como siempre. La luz matutina acariciaba su rostro, realzando la suavidad de su piel y la perfección de sus rasgos. Hermes, sintiendo un deseo creciente, decidió terminar despertar a su esposa de una manera especial. Con delicadeza, llevó sus dos dedos del medio a la intimidad de Hariella, sintiendo la suavidad y calidez de su cuerpo. Comenzó a estimularla, sus dedos moviéndose con ternura y precisión. La pegajosa lubricación que encontraba era un testimonio de su deseo latente. Hariella comenzó a responder a las caricias de Hermes. Sus suspiros suaves llenaron el aire, y su cuerpo se movió hacia él, aceptando y disfrutando la atención. Gemía, mientras sus cincelados labios se estremecían. —Ahh… Ahh… Ohh… Hermes observaba con fascinación cómo sus dedos se mojaban en la esencia de su esposa, la intimidad compartida intensificando su lascivia.
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