Hermes regresó al edificio de la empresa. La vendedora de flores le había guardado el maletín al igual que la rosa amarilla eterna; el frasco que la protegía se había roto. En ese estado no podía regalarlo. La señora había vendido todas las flores, por lo que ya no le quedaba ninguna. Eso lo entristeció, más que haber perdido la oportunidad de conversar con su precioso ángel, que ya no estaba presente por los alrededores.
—¿A dónde vas, muchacho? —preguntó la vendedora al verlo caminar cabizbajo.
—Debo irme.
—¿Y no te llevarás esto? —La vendedora sacó la última rosa amarilla eterna y los ojos de Hermes se iluminaron llenos de felicidad—. La había apartado para ti, toma.
Hermes se regresó hasta la señora y le dio un fuerte abrazo.
—Gracias, maestra.
Hariella llegó a su deslumbrante mansión que, se encontraba muy alejada de la empresa; a ella le gustaba la tranquilidad y solo en esta zona exclusiva, podía tener armonía. Ahí, distante del bullicio de la gran ciudad.
El guardia de seguridad, que estaba adentro de una mediana casilla de protección, presionó un botón y la moderna reja se recogió hacia un lado, para que el auto se adentrara en el lujo patio delantero de la fabulosa casa.
El chofer se bajó del auto y le abrió la puerta a Hariella, la cual salió con elegancia y clase.
—Lleva a Lena y vuelve enseguida —dijo Hariella imperativa.
—Como usted ordene, señora —respondió el chofer, haciendo una reverencia y volvió al automóvil.
—Hasta mañana, señora Hariella —dijo Lena por la ventana—. Ya le he mandado un mensaje con su agenda.
El carro retomó la marcha, se alejó de Hariella y salió de la mansión.
Hariella se quedó parada y observó el cielo anaranjado. La noche se preparaba para inundar las alturas con su enceguecedora oscuridad, pero también la luna para resplandecer con su tenue luz tranquilizante. Era hija única y no había compartido la compañía de un hermano o una hermana. Sus padres se mantenían ocupados en sus altos cargos de empresarios y casi no tuvieron tiempo para compartir con ella, pero ahora lo entendía, estaba siguiendo el mismo camino que el de ellos. La soledad fue su única compañera, hasta que un día en la universidad conoció a Lena Whitney, una muchacha que mostró una inteligencia y un gran potencial en lo académico. Fueron rivales de estudio, pero esa misma competencia fue la que las unió y luego la contrató para que ocupara el puesto de su secretaria ejecutiva, y hasta el día de hoy, Lena era lo más cercano a tener una amiga, fuera de su círculo familiar. Había nacido en una cuna de diamante y las vestiduras que, la habían cubierto desde que era una bebé, siempre habían sido la de los mejores materiales: de seda y de lana, y nunca repitió las mismas prendas, ni siquiera las medias o sus zapatos; todo el tiempo tuvo un nuevo par disponible durante su niñez y su juventud, pero, ahora no gastaba su tiempo en eso y repetía cuando quisiera, después de todo, ella era la magnate y podía hacer lo que quisiera y tener lo que le gustara solo en cuestión de segundos. El poco dinero que llevaba en su bolso, era más que el que jamás tendrían muchas personas en la vida; incluso, necesitaron varias vidas para poder obtener una pequeña fracción de su riqueza. ¿O, habría algunas cosas que se le escapaban de sus manos, a pesar de su exorbitante fortuna? El amor. Ese sentimiento de intensa atracción emocional y s****l hacia una persona con la que se desea compartir una vida en común. Las mejillas se le enrojecieron y frunció el entrecejo.
«¿En qué estupideces piensas, Hariella?».
«El amor es una tontería».
Hariella caminó hasta la puerta y apenas llegó, una señora que tenía el cabello marrón con mechones canosos y vestía una falda negra que le llegaba por debajo de las rodillas, una camisa blanca de mangas largas y unos finos tacones.
Ella era Amelia Keller, la ama de llaves de Hariella y la que había ocupado el papel de su madre. Amelia estuvo a cargo de Hariella desde que era una recién nacida y era quien había visto en primera fila el cambio de niña, joven y ahora de mujer de la magnate. “Mi niña”, así le decía cuando estaban a solas. La amaba tanto como a sus propios hijos, y el cariño que le tenía a ella, superaba hasta lo de sus mismos descendientes, pues siempre tuvo que cuidar como el más bello de los tesoros a Hariella. Y, en la custodia de Amelia, Hariella no tuvo ni el más pequeño de los inconvenientes y no sufrió ni la más leve de las cicatrices.
—Bienvenida, señora Hariella —dijo Amelia, dándole la bienvenida.
En el recibidor estaban otras cuatro empleadas con vestidos negros de sirvienta. Hariella entró y ellas se fueron inclinando ante la presencia de su gran señora.
—Bienvenida, señora Hariella —dijeron las cuatro al tiempo, imitando a Amelia.
—¿Se le ofrece algo? —preguntó Amelia, caminando detrás de Hariella.
—Llévame la comida al despacho, que no sea algo tan pesado y de beber algo dulce.
—¿Le gustaría una ensalada con pollo y jugo de avena?
—Eso está bien —dijo Hariella—. Algo más, avísame si llega alguien para devolver mi bolso.
Hariella estaba sentada en un cómodo sofá. Había encendido la computadora y buscó el significado del nombre de Hermes: dios griego, el mensajero de los dioses, de los viajeros y las fronteras, además del comercio, ingenio, astucia, de los mentirosos y los ladrones. Eso último podría explicar un poco la situación.
Varias horas pasaron y Hermes no había aparecido. No esperaba nada de él, pero, por alguna razón, se sentía decepcionada y triste. Aquel muchacho amable y divertido con el que había tenido una divertida charla, no había llegado. La pequeña chispa de esperanza que le nació en el alma, se esfumó tan rápido como apareció.
«Los hombres son todos iguales. Solo son unos codiciosos que apenas les importa el dinero».
Hariella acostumbraba a dormir temprano y al despertarse de madrugada, pero en esta ocasión había pasado la hora estipulada, solo para esperar a Hermes. En algún momento creyó que sucedería algo distinto, pero se equivocó. Al final del día no había acontecido nada relevante. Salió de su despacho, afligida y desilusionada. Se dirigió a su cuarto y se preparó para acostarse. Allí se colocó una de sus pijamas de seda color gris: un short que revelaba los blanquecinos mulsos de sus piernas y una blusa sin mangas que manifestaba sus finos brazos, y se había puesto unas cómodas sandalias de goma. El brillante cabello rubio se lo había soltado y le caían hasta por los hombros, como hebras de seda dorada. Su figura era delgada y envidiable, se mantenía en forma gracias a su dieta y las sesiones en el gimnasio, pero su innegable cualidad, era el precioso rostro que ostentaba y sus hipnotizantes ojos azules. Había heredado la belleza y el atractivo de sus padres: el señor y la señora Hansen, que estaban disfrutando de unas merecidas vacaciones en otro país. Alzó la agradable cobija azul que recubría el colchón, para dormir, pero repetidos toques a su puerta, se lo impidieron.
—¿Ya estás dormida, mi niña? —preguntó Amelia al otro lado de la puerta.
—Ya estoy a punto de hacerlo —respondió Hariella—. ¿Por qué, ha sucedido algo?
—Usted dijo que le avisara si llegaba alguien para devolverle su bolso. —Los párpados de Hariella se ensancharon y su corazón se aceleró, como si le hubieran traído el regalo que había estado esperando, pero no había llegado, sino hasta última hora. Lo cual causó una ola de nuevos sentimientos dentro de ella—. Hay un muchacho en la entrada de la reja.
Hariella no pudo evitar sonreír ante la sorpresa, por toda la espera que le había ocasionado.
«Sí viniste».