Capítulo 8 La prueba de Hariella

1116 Words
—Haremos un receso de una hora —anunció Lena a los miembros de la junta directiva—. La reunión continuará a la una en punto de la tarde. Los ejecutivos se levantaron de sus cómodas sillas que, estaban frente a una larga y delgada mesa rectangular de madera pulida color marrón claro, y le hicieron una reverencia a Hariella y salieron del despacho. La sala era grande y los vidrios daban vista a la hermosa ciudad. Hariella estaba sentada a la cabeza y detrás de ella, sobre la pared blanca, también estaba un tablero tecnológico. Se puso recta en silla, se tocó los hombros y el cuello. Tanto tiempo, sentada, en la misma postura le causaba pequeños dolores, pero no eran de importancia, se le pasaban luego de una pequeña caminata. —¿Quiere que programe una cita con la masajista, señora Hariella? —preguntó Lena al ver a su señora, mostrando malestar, por la posición en que había estado. —No, no es necesario —dijo Hariella, colocándose de pie y mirando a través de la ventana, en tanto caminaba para salir de la sala de juntas—. Pide algo ligero para comer para mí. Tú pide lo que gustes y también solicita otras dos comidas más y ordena al líder de seguridad que se las lleve a la vendedora de flores y a su acompañante. —Ya mismo haré el pedido, señora. Pero… —dijo Lena, caminando detrás de Hariella. Hariella nunca había pedido comida para más nadie y menos a la vendedora. ¿Cuál era la razón? —¿Pero? No necesitas saber el motivo de mis órdenes, tú solo debes cumplirlas —dijo Hariella, con voz de regaño—. Pero ya que no tengo a más nadie para decírselo, te lo contaré. Él está ayudando a vender las flores a la señora. «¿Él?», pensó Lena, confundida y como si un rayo de entendimiento le pasara por la cabeza, dedujo a quién se refería, y era que, tampoco había muchos privilegiados. Sin duda alguna, era aquel muchacho del ascensor. Hariella estaba en su oficina, viendo por las cámaras. En pocos minutos comenzaría la segunda sesión de la reunión. —¿Cuál es tu precio, Hermes Darner? —dijo Hariella, para ella misma—. Pronto lo averiguaré. —Tomó el teléfono fijo y volvió a marcarle al líder de seguridad—. Habrá un robo más luego. Tú no hagas nada, yo soy la responsable —dijo y colgó enseguida, sin esperar respuesta del otro lado—. Ya el escenario está listo. Las horas pasaron volando y el bello ocaso del sol ya se manifestaba con un hechizante atardecer de luz anaranjada. La brisa era fresca y las calles se mostraban tranquilas. Hermes estaba despidiéndose de la vendedora de flores, cuando vio a aquella preciosa mujer de cabello rubio que salió del edificio, acompañada de su amiga de cabellera marrón. Había valido la pena de esperar cada segundo y, gracias a los dos almuerzos que le había traído el guardia a él y a la vendedora, para mostrar sus disculpas, había podido conservar la energía para mantearse con fuerzas hasta esta instancia. —Le compraré la rosa eterna amarilla —dijo Hermes, apurado. Ese era su obsequio. Aunque no tenía mucho dinero, lo gastaría para regalarle la rosa a esa mujer tan bella. Buscó entonces en su bolsillo para pagarle a la vendedora —. Aquí tiene. —Pero qué haces muchacho, no necesitas pagarme. Me ayudaste, te la regalo —dijo la vendedora, expresando su gratitud con Hermes. —¡¿En serio?! —exclamó Hermes, emocionado—. Gracias, maestra. Se lo agradezco mucho. Hermes agarró su maletín en la mano izquierda y el pequeño cilindro decorativo donde estaba la rosa eterna amarilla. Luego caminó para hablarle a Hariella. El corazón se le aceleró por el pánico y por la emoción de verla y de poder conversar con ella de nuevo. Cruzó su mirada con la de Hariella. Ella lo observaba con persistencia y Hermes le sostenía la vista sin indecisión. Pero todo el esfuerzo que había hecho Hermes, pareció derrumbarse, cuando un hombre encapuchado y con su rostro cubierto por un tapabocas n***o, le arrebató el bolso a Hariella y de inmediato emprendió la huida. Hermes se interpuso en su camino, pero al momento en que lo hizo, dejó caer al piso el maletín y también la rosa. Pudo escucharse el sonido del cristal al romperse, similar al sonido de un espejo al quebrarse. Sin embargo, su intentó fue en vano y el ladrón logró zafarse de él, comenzando a correr. El vigilante no estaba presente, así que Hermes emprendió la persecución. El ladrón era rápido y ágil. Doblaba por las calles y atravesaba a las personas que se le atravesaban en el camino. Ya se habían alejado bastante del edificio de Industrias Hansen y Hermes perdió de vista al rápido ladrón. Dio vueltas y trataba de encontrarlo, pero no aparecía por ningún lugar; era como si se hubiera desaparecido de repente. Pero a pesar de su fallido seguimiento al asaltante, vio en el piso el fino bolso que le había hurtado al precioso ángel de cabello dorado. Se agachó para recogerlo, lo reconoció solo al verlo, era el que ella tenía en la mañana. Estaba abierto y lo que vio le hizo que abriera los ojos ante la tremenda sorpresa. Había un increíble número de billetes, y solo eran de cien y cincuenta dólares, Solo a la vista no podía calcular el monto exacto, pero debía haber más de cinco mil dólares, lo que significaba una elevada cantidad que podría encantar a cualquiera. Hermes tenía poco menos de cien dólares y nunca en su vida había tenido tanto efectivo en las manos. Pero, ¿por qué ella tenía esa enorme millonada en su bolso? Y, además de eso, hubo otra cosa que despertó su curiosidad, también había una tarjeta con una dirección anotada. Hermes la sacó, la sostuvo en su mano y en sus labios se formó una pequeña sonrisa. A lo lejos y dentro de un carro, que tenía las ventanas elevadas, se encontraba el ladrón mirando a Hermes. Se bajó la capucha, se quitó el tapabocas y marcó a un número desde su celular. —Él ya tiene el bolso, señora Hariella. —Entonces, ya puedes retirarte —dijo Hariella, que iba dentro de su automóvil, junto a Lena, y finalizó la llamada. «Ese dinero es tuyo, si decides quedártelo». «¿O, acaso se lo llevarás de vuelta a su dueña?». «¿Qué harás, Hermes?». «¿Ese es tu insignificante precio?». «Yo, no espero nada de ti».
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