Viejos recuerdos.

2926 Words
El lugar hedía a vino rancio, a sudor. La desvaída luz del corredor alumbraba tenuemente el salón mientras que el resto de la casa se mantenía en penumbras. Arrebujado en un viejo abrigo n***o, el hombre seguía maldiciendo mientras caminaba de un lado a otro por la habitación. Cada palabra que le espetaba, cada grito que le lanzaba, ella lo sentía en el pecho como una furiosa estocada. Hacía años que no lo veía y luchaba por asimilar que aquella figura, enjuta y canosa, era un maltrecho bosquejo del hombre a quien un día llamó «papá». ¿Dónde había quedado aquel hombre alto y corpulento? ¿Acaso el tiempo lo había consumido como un higo reseco? No reconocía a su padre en aquel costal de huesos, aunque los ojos eran los mismos solo que más cansados y viejos. Por sobre sus murmullos internos, la voz del hombre se alzó: — ¡Ella me la arrebató! La muchacha lo miró, y el rictus de rabia que le desfiguraba el semblante se acrecentó. Con rabiosa pasión, se restregó las mejillas con las palmas de las manos y le rebatió: — ¡Mi abuela no te quitó nada! ¡No puedes seguir culpándola por la muerte de mi mamá! El hombre se giró hacia ella y la miró como si no la conociera. Los pliegues que le rodeaban los ojos se endurecieron y en sus ojos latió el rencor. —Fue ella — insistió —. Ella y el maldito espejo. Me la quitaron de las manos y la enviaron a otro tiempo. La dolorida declaración del viejo fue rematada por un sollozo lastimero. Morgana alzó las cejas sobre sus enormes ojos verdes y meneó la cabeza. Ya no le provocaba lástima, tampoco compasión. El hombre solo le provocaba rabia. Inhaló profundo y el olor de él le llegó al olfato como una bocanada de pudrición. El viejo hedía a alcohol y su viejo abrigo expelía un molesto tufo a humedad. Sintió asco. Giró la vista hacia la ventana, miró hacia afuera y murmuró: — ¿También la culparás a ella por tu evidente adicción al alcohol? El hombre sonrió con un gesto pesaroso. No dijo nada, pero sus ojos gritaron el odio que su boca calló. Esos ojos cínicos eran lo único que parecía vivo en esa pálida cara angulosa y le daban una expresión de vitalidad que contrarrestaba con las profundas arrugas que le deformaban el rostro. — No — dijo, luego de unos segundos —. Antes de conocer a tu madre yo ya bebía. Pero después de perderla… —¿Después de perderla? —le interrumpió ella—. ¿ Y para qué la querías cerca? ¿Para seguir golpeándola? Conozco la historia a la perfección. No necesito que me recuerdes nada. El hombre echó la cabeza hacia atrás e hizo un gesto de frustración con las manos. Luego inhaló profundo, como armándose de valor, dio un paso hacia ella y susurró: — Sé que aún no me perdonas por haberte alejado de tu abuela y que me culpas por la muerte de tu madre. Pero, quizás, algún día entiendas que tuve que separarte de esa vieja por tu propio bien. Morgana dilató las fosas nasales y se mordió los labios. Con la sensación de que le habían propinado un seco golpe en la cara, volvió la vista hacia el viejo y le espetó: — Tenías que protegerme de ti y de tu maldito alcoholismo, no de ella. El viejo dilató las fosas nasales y replicó con un grito: — ¡Morgana es una bruja! La exclamación, agudizada por el desprecio, sonó altanera. La dura mirada de la muchacha recorrió al viejo con un odio implacable: miró los ojos llorosos, el pelo canoso, los labios resecos. Quiso lanzarle un escupitajo en pleno rostro, pero sabía que con eso no calmaría la rabia que le carcomía por dentro. — ¿Viniste hasta acá solo para ofender a mi abuela? — le preguntó con voz seca. El hombre esbozó una sonrisa oblicua y negó con la cabeza. — No— replicó—. Vine a avisarte que tu abuela está agonizando. A todos nos llega la hora y a la bruja esa ya le llegó. Había algo burlesco, ladino en el tono. La muchacha palideció. Guardó silencio y clavó la vista en la ventana. ¿Morgana morirá?, se preguntó luchando por contener el llanto. No fue capaz de alzar la voz por miedo a que su pregunta cobrara vida y se transformara en una realidad. De improviso y como un lejano murmullo, la voz de su padre le llegó a los oídos: — ¿Me escuchaste? Tu abuela está muriendo. Antes de que Morgana pudiese replicar, el viejo se aproximó hacia ella. Bajo la luz desvaída del corredor, su cara semejaba una grotesca máscara rojiza. Estaba casi calvo y las pelusas que le cubrían el cráneo le daban un aspecto macabro. Al sentir la cercanía del viejo, Morgana sintió asco. El hombre carraspeó, controló el tono de su voz y añadió: —Temo que… — ¿Qué te lance otra maldición? — le interrumpió ella con voz bronca. Por segundos interminables, las palabras quedaron suspendidas en el aire. Preso de una indescriptible sensación de terror, el viejo retrocedió. El abrigo que le cubría el cuerpo se meció con el movimiento y el aire se repletó de hedor a alcohol. La muchacha se volvió a mirarlo con un gesto indescifrable. Al leer el miedo en esos cínicos ojos rugosos, Morgana sintió un desprecio vago y una ira mucho mayor. — ¿Le asombraron mis palabras, padre? —le preguntó con sorna. El hombre le lanzó una mirada iracunda, pero no replicó. Aquello más que intimidarla le enrabió, por lo que dio un paso hacia él y alzó la voz—: ¡No deberías sorprenderte! ¡Después de todo solías decir que no tolerabas mi cercanía porque era el vivo retrato de ella! El reproche que le lanzó sonó arrogante. El hombre la miró de soslayo y torció los labios. Hizo ademán de acercarle una mano al rostro, pero ella dio un paso atrás rechazando el contacto. Más enrabiado que dolido, el viejo endureció la expresión y le dijo: — Lo creas o no, tu abuela es una bruja. Hace muchos años que me maldijo y hasta el día de hoy arrastro con esa maldición. La muchacha meneó la cabeza y soltó una risita burlesca. — No creo en esas cosas. Si arrastras con alguna maldición, es porque te lo mereces. Además, nadie te obligó a golpear a mi madre ni abusar del alcohol. El hombre endureció la expresión. Con evidente rencor, replicó: — Yo solo vine para darte la noticia. Si quieres ir o no, es tu decisión. — Giró sobre sus talones y se alejó. Pero antes de llegar al umbral, detuvo el paso y miró hacia atrás—. La vieja Morgana está en el mismo hospital en donde tu madre murió. Morgana apretó la mandíbula. Entonces la rabia que le poseía el alma le instó a gritar: — ¡Aprovechaste mi viaje para deshacerte de ella! ¡No eres más que un maldito cobarde! El viejo hizo ademán de replicar, pero ningún sonido le abandonó los labios. Miró a su hija con evidente desprecio y, sin más, se marchó. Morgana se mantuvo en el mismo lugar. Por el rabillo del ojo vio la nuca calva, la espalda encorvada, las piernas arqueadas. El hombre, que tanto pavor le había provocado en su niñez, se había transformado en un enclenque anciano. El olor de él le llegó al rostro como un puñetazo. Torció los labios en una mueca de asco y se miró las manos. Los dedos le temblaban y el sudor le empapaba las palmas. «Siempre fuiste una mierda»—pensó, y un viejo rescoldo de odio se agitó en su interior. Desvió su mirada hacia el ventanal. Con sumo cuidado se abrazó el cuerpo y apoyó la cabeza contra el muro. Centró los ojos en el cristal y todo lo demás desapareció. A lo lejos, escuchó unos pasos y un seco portazo. No le prestó atención y siguió en la misma posición. Entonces los recuerdos se le sucedieron en tropel, demasiado reales como para ignorarlos. ººº El aire era denso, seco. Tenía las manos humedecidas por el calor y el sudor le apegaba la ropa a la espalda. En el comedor, una habitación vieja y de muros de piedra, su padre y su abuela se trenzaban en una discusión. El gato n***o de la abuela permanecía al lado de ella y, de vez en cuando, le restregaba el lomo sobre el brazo y le acariciaba la cara con esa felpuda cola larga. Las voces iracundas iban y venían por la casa, repletaban la atmósfera de tensión y hacían vibrar las ventanas. Al escuchar los gritos, Morgana se incorporó. Antes de que pudiese dar un paso hacia el corredor, se oyó un grito feroz: — ¡Me la llevo! Morgana parpadeó. Era la voz de su padre, endurecida por el rencor. Con pasos tembleques por el nerviosismo, se aproximó al comedor. De nuevo la voz del hombre se alzó, pero esta vez el grito fue rematado por el eco de un seco bofetón. A un costado escuchó el gruñido de Sigfrido. Con el rabillo del ojo notó que el gato se engrifaba soltando un agresivo maullido. No le prestó atención y siguió avanzando por el pasillo. A medida que avanzaba, las voces se volvían nítidas y cobraban vida. Diezmado por el olor a incienso que saturaba el aire, reconoció el tufo a alcohol de su padre. Cuando logró llegar al arco de entrada del comedor, oyó un gruñido. Sintió un escalofrío en la baja espalda, pero aun así avanzó. Parada bajo el pulcro arco, miró hacia el interior. Un poco más allá, entre las sillas, descubrió que su padre se tambaleaba de un lado a otro. Era evidente que el hombre estaba borracho; no solo por su deplorable aspecto, sino también por los rastrojos de vomito que le pendían de los labios. Indiferente a la presencia de la niña en la habitación, el hombre apretó los puños y se abalanzó sobre la mujer. Morgana, al verlo, corrió hacia él. — ¡Suéltala! —le gritó asiéndolo de un brazo. El hombre se desasió de la niña con un brusco tirón y se giró hacia ella. Morgana retrocedió. El hombre la miró con odio puro. Estaba desmelenado, sudado, y la camisa abierta dejaba ver un tórax enjuto e irritado. —¡Toma tus cosas que nos vamos! —le dijo él con voz iracunda. Morgana palideció. El rostro se le deformó por un puchero. — ¡Ella no se irá de acá! — replicó la abuela. El hombre la miró con rabia pura. La mujer alzó el mentón con autoridad y le sostuvo la mirada, sin acobardarse y sin soltarlo. A pesar de que el pelo n***o le cubría gran parte de la cara, se podía ver un pómulo rojizo, hinchado. Al notar las marcas del castigo en el rostro de su abuela, Morgana miró a su padre con cólera pura y le espetó: — ¡¿Cómo te atreviste a golpearla, maldito cobarde?! La pregunta, agravada por el desprecio, sonó altanera. El hombre sintió que le había propinado un golpe. Inclinó la cabeza, como un pájaro hacia el costado, y miró a la niña con evidente desagrado. Morgana también lo observó. En los ojos del hombre se asomó un rescoldo de rencor. — ¡A mí no me hablas así! —le gritó mientras, torpemente, se quitaba el cinturón del pantalón—. Tendré que enseñarte quien manda, muchacha. La evidente borrachera le hacía arrastrar las palabras. Morgana sintió que la ira le enrojecía el rostro mientras veía que su padre movía la correa de un lado a otro. — ¡Baja esa mano, Javier! — gritó la abuela—. ¡O juro, por lo más sagrado, que te vas a arrepentir! El hombre esbozó una sonrisa mordaz y se volteó hacia la mujer. Entonces alzó el brazo con ademán violento, la mano crispada, el dedo torcido. —Por tu culpa perdí a mi mujer y ahora quieres arrebatarme a mi hija. —Despedía chispas por los ojos, mientras arrastraba las palabras y gesticulaba. Los ojos de la mujer se endurecieron. Con una mano enorme y partida, el hombre apretó el cinturón y lo levantó. La mujer llegó hasta la muchacha en una exhalación y la asió de la cintura atrayéndola hacia sí. — ¡No te atrevas a tocarla! —le espetó—. ¡Agradezco a los cielos que Alba ya no está acá! El hombre, preso de un repentino tic nervioso, pestañeó una y otra vez. A pesar de que el alcohol le enrojecía la cara, sus mejillas perdieron el color. Aun así y con la ira a cuestas, se abalanzó sobre la muchacha dispuesta a golpearla. Morgana chilló. Tan rápido como una exhalación, la mujer se interpuso entre el hombre y la niña. El cuero hendió el aire con un silbido y cayó sobre un brazo desnudo. Como un animal herido, la mujer se dobló sobre sí misma y soltó un gemido. Luego se irguió retomando su típica postura altiva. Lentamente, se apartó un mechón n***o de la frente y alzó el mentón. Tenía la cara congestionada de ira y en el fondo de sus ojos brillaba el rencor. Al ver esos ojos duros y profundos, el hombre retrocedió. —Te dije que no lo hicieras— le dijo ella—. Te advertí que te arrepentirías y te arrepentirás. Juro por lo más sagrado que lo harás. —Con los ojos llorosos y los dientes apretados se aproximó hacia él. Entonces, con voz gutural, agregó—: Te irás consumiendo lentamente y el alcohol te subyugará. Te transformarás en la sombra del hombre que fuiste y lo único que querrás será que llegue tu final. Tu condena te llevará a la muerte y la gente que amas te despreciará. ¡Estás maldito, miserable hijo de puta, y ni siquiera tu dios te salvará! Javier, apabullado por la violencia en las palabras, retrocedió un par de pasos. La correa se le deslizó de los dedos y cayó al suelo. Evidentemente nervioso miró primero a la niña y luego la mujer. La mujer lo observó con atención. El hombre tenía los ojos repletos de lágrimas y le temblaba el mentón. En su rostro, pálido como la luna, brillaron sus ojos desorbitados. — Mi hija se irá conmigo — logró decir, luego de unos minutos. La mujer, impávida, replicó: —No. Morgana, impactada, no se atrevió a decir nada. Con el eco de la maldición todavía restallándole en la cabeza, el hombre miró a la mujer de soslayo y agregó: —Sabes muy bien que es mi derecho: soy su padre. La mujer colocó los ojos en blanco. Lo detestaba. Sintió el impulso de abofetearlo, pero se reprimió. Entonces, con determinación, se desplazó por el pasillo hacia la puerta. Al llegar a la salida se volteó, abrió la puerta y bramó: — ¡Lárgate de mi casa! ¡No te entregaré a la niña tan fácilmente! El hombre se mordió los labios e hizo un gesto de frustración con las manos. —Me iré — replicó—. Pero volveré por ella. —Sin más, giró sobre sus talones y se encaminó hacia la salida, mirando de reojo a la niña, reprimiendo el odio que sentía. Morgana miró el rostro adusto de su abuela. La pecosa piel de la frente brillaba por el sudor y los ojos le ardían como leña en un fogón. Tenía las fosas nasales dilatadas y la severa boca torcida. Era evidente que lo odiaba. ººº El escalofrío que le recorrió la espalda la trajo de vuelta a la realidad. Todavía sentía las piernas de espuma y las manos le sudaban. Ya no era esa niña, pero el recuerdo le había hecho sentir asustada, desvalida. Algo confusa, miró alrededor. Había recordado todo tan nítidamente que le costó trabajo reconocer el lugar. Observó con atención el corredor y reconoció los blancos muros de concreto, la lampara que iluminaba el salón. «Ya estoy acá» — se dijo, luchando por sacudirse la confusión. Soltó un hondo suspiro y sacudió la cabeza. Miró hacia el corredor. Sigfrido, indiferente, permanecía echado en un rincón. Recordó que hace unos días atrás, el gato había llegado a su casa como por arte de magia. ¿Cómo había logrado llegar hasta acá? Por más que luchó por encontrar una explicación, la deseada respuesta nunca llegó. Entonces, el recelo inicial se acrecentó. Tal vez, era verdad que su padre arrastraba con una maldición. Quizás, era cierto lo que la gente murmuraba y los rumores que lanzaban se basaban en una realidad: Morgana era una bruja y había que cuidarse de sus embrujos. Muchas veces la había visto hablándole al espejo, como si alguien habitara allí dentro. A veces, envuelta en un trance, soltaba palabras ininteligibles, prendía velas, incienso, se encerraba en un pequeño cuarto y no le permitía a nadie el ingreso. "Bean Wicca" la llamaban las viejas, y los hombres viejos se limitaban a mostrarle sus respetos. Nunca había entendido muy bien esa palabra, pero el solo hecho de escucharla le intimidaba. En los años que siguieron a la separación de su abuela, esa palabra se durmió con el tiempo. Pero ahora, después de muchos inviernos, volvía a revivir en cada uno de sus pensamientos. ººº
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