“A veces para cumplir tus sueños debes de salir de tu zona de confort y arriesgarte a ir más allá de tus posibilidades”
***
Solía tener todo con solo chasquear los dedos; fui por muchos años una niña mimada; pues en casa solo debía de seguir una única regla si quería seguir teniéndolo todo al alcance de mi mano: Olvidarme del violín.
Regla que no fui capaz de cumplir por mucho tiempo, pues no pude mantener mis dedos alejados del preciado aparato que guardaba en lo más profundo de mi armario.
Ahora no me arrepentía de la decisión que había tomado; abandoné la mansión en la que crecí, para ahora vivir en un pequeño departamento cerca de la academia en la que recibo clases de música durante las mañanas, para luego trabajar de mesera en un restaurante de comidas rápidas en el transcurso de las tardes, soportando a una jefa gritona que no me dejaba sentarme ni un solo segundo para tomar aire.
Me moví entre las mesas, ofreciendo más coca cola a los grupos de chicos que mantenían largas conversaciones sobre deportes y carreras de autos. Me sequé las manos en mi delantal de color marrón y me detuve frente a una mesa donde cinco chicos hablaban sin parar sobre la carrera de autos del próximo sábado.
—¿Necesitan algo más, muchachos? —les pregunté.
Uno levantó su mirada y chasqueó su lengua mientras me observaba.
—Eres la chica de Nash Grayson, ¿No es así?
—Prefiero el término novia —contesté arrugando la nariz.
Dio un asentimiento y cruzó sus manos bajo su barbilla. Sus ojos oscuros no abandonaron los míos en ningún momento, lo cual logró ponerme algo... incómoda. Alejó un largo mechón de cabello n***o que caía sobre su ojo derecho y mostró todos sus dientes en una perfecta sonrisa.
—Basta, Hunter. Que si Grayson se entera que miras a su novia de esa manera, serás hombre muerto —manifestó un castaño que tenía a su lado.
—¿Puedes darle un mensaje a Grayson? —reiteró, ignorando a su amigo. Iba a abrir mi boca, pero su dedo índice levantado me hizo detener cualquier palabra que fuese a salir de ella—. Dile que su viejo amigo Hunter ha vuelto.
—Supongo que podré darle el mensaje —afirmé antes de girarme y toparme de frente con el ser más despiadado e intolerable del mundo; pero a la vez, el mismo ser que me permitía pagar junto con mi amiga Annie, el pequeño departamento en el que vivíamos.
—Beatriz ¿Te estoy pagando para que te detengas a hablar con los clientes? —espetó, cruzándose de brazos y elevando una de sus delgadas cejas más allá de la mitad de su frente.
Siempre que hacía ese gesto, debía de soportar la tentación de no hacer una mueca. Pues cómo hacerlo cuando su mirada dictaminaba lo frita y desempleada que estaría si solo se me ocurriera rodar los ojos en frente de ella.
No me mal entiendan, también vivo agradecida con la mujer porque me dio trabajo cuando ni una vez en mi vida había levantado un solo plato para tan siquiera llevarlo al lavavajillas, pero algunas veces —por no decir que siempre— lograba ser muy intimidante.
—No, mi dulce y querida jefa —le sonreí y parpadee en varias ocasiones para verme inocente.
Quería saltar y dar vueltas como Heidi al ver un pequeño atisbo de sonrisa en el frío rostro de la mujer de hierro, pues verla sonreír era casi como un regalo caído del cielo.
Ella era dura y estricta con sus empleados, a tal punto, que muy pocas veces algún nuevo integrante al restaurante, aguataba un poco más de un mes al trabajar bajo su presión. Dejándonos a Annie y a mí, como las más antiguas empleadas de su local, lo que graciosamente nos ayudaba a que ambas le agradáramos aunque sea un poco, puesto que, en algunas ocasiones incluso nos preguntaba que cómo iban nuestras clases de música.
—De acuerdo —dijo, dejando de fruncir el ceño—. Vuelve a hacer tus labores.
Asentí y caminé hacia el lado opuesto de donde ella estaba.
Lucía o la mujer de hierro, a como la llamábamos todos sus empleados, era una mujer de unos 45 años, su roja melena siempre la llevaba sujeta en una apretada cola de caballo. Su piel blanca y sus verdes ojos como el jade, además de su alta estatura, decían que quizá en otra época, ésta mujer hubiese sido una miss universo. Lamentablemente, su fría expresión opacaba la belleza que llevaba escondida.
Caminé hacia la cocina y me apoyé en la mesa donde Annie preparaba los ingredientes para meter la siguiente pizza al horno. Esa chica morena se había convertido en mi ángel cuando dejé mi vida de princesa para vivir como una plebeya; ella se había encargado de suplicarle a la mujer de hierro para que me dejara trabajar junto con ella después de nuestras clases de música.
Annie era una dulce y simpática ecuatoriana que había dejado su país en busca de una mejor calidad de vida en Norteamérica; tenía tres años de estar lejos de su familia, y lo que había logrado conseguir hasta el momento, fue una beca en el mejor instituto de música de Chicago, además de este empleo en este agradable restaurante de comidas rápidas —nótese el sarcasmo—.
—Mira quien está ahí —arguyó señalando con su barbilla el pequeño televisor que manteníamos en la cocina. Me voltee y sonreí como boba al ver los enormes hoyuelos que se formaban en las mejillas de Nash mientras contestaba a las preguntas que le hacían los periodistas—. De seguro está alagándose a sí mismo como siempre lo hace —dijo rodando los ojos, ante la escases de volumen del televisor.
Tomé la bandeja de la pizza y la llevé al horno.
Por alguna extraña razón, Annie no soportaba a Nash... ni a todos los de su género; se la pasaba repitiendo que todos los chicos como él, más temprano que tarde llegarían a romperte el corazón. Ya habían pasado dos años desde que lo dijo por primera vez; y aún me encontraba viviendo en un perfecto cuento de hadas junto a Nash.
—Está emocionado por la competencia del sábado —afirmé, sintiéndome orgullosa—. Si gana, pasará a la final del campeonato.
—Hay un grupo de cinco apuestos chicos ahí afuera que solicitan una pizza de 16 piezas —dijo Astrid al entrar a la cocina.
Astrid era una de las nuevas empleadas del establecimiento, ya llevaba casi tres semanas de estar con nosotras, y Annie y yo de verdad que rogábamos para que soportara el mes de prueba para que continuara con nosotras, pues la chica nos agradaba, a pesar de tener una peculiar característica: solía enamorarse de cada cliente con más de 20 y menos de 25 años que entrara por la puerta de este pequeño restaurante.
—¿Tres para mí y dos para ti, Annie? —le guiñó un ojo a Annie y se dejó caer en la silla a su lado.
—Si hablaban sobre carreras de autos, no entro —gruñó Annie, revisándose las uñas.
—Más para mí, supongo —respondió Astrid encogiéndose de hombros.
Reí y sacudí la cabeza. Astrid tenía un pequeño problema de falta de madurez a pesar de tener 20 años. Seguía comportándose como una enamoradiza adolescente de 16; de hecho, creo que cambiaba de novio a como cambiaba de zapatos.
—Conozco los de su tipo, todos esos locos que les gusta los autos de carreras, toman a las chicas como uno de ellos, los utilizan un par de veces, y luego los desechan por algo mejor —continuó la morena con su incesante odio hacia los hombres.
—¿En serio Annie nunca se te ha declarado? —me susurró Astrid observando a Annie sospechosamente.
—¡No soy lesbiana! —gruñó la morena en su idioma una vez más, poniéndose de pie y caminando fuera de la cocina.
—¿Qué dijo?
—De tantas veces que te lo ha dicho, ya deberías de saberlo de memoria, Astrid —comenté, revisando la pizza en el horno—. "No soy lesbiana" —repetí.
—A mí me late que lo que necesita es un empujón para salir del closet —arguyó, cruzando los pies sobre la mesa—. ¿No crees que el de ojos oscuros es atractivo? —preguntó, dejando salir un largo suspiro.
—¿Qué pasó con Damián? Hace una semana estabas muy enamorada de él —alargué, llevando ambas manos a mi cadera.
—¿Quién es Damián? —preguntó con una media sonrisa.
—Eres incorregible, enana —reí, sacudiendo la cabeza.
—¡Astrid! —ambas giramos hacia la puerta, al escuchar la voz de trueno de la jefa, quien la miraba con el ceño fruncido.
—Mande usted, jefecita.
—¡Baja los pies de la mesa y ponte a trabajar!
—Relájate mujer —alargó, levantándose—. Creo que te hace falta tener acción con un buen hombre para que dejes ese carácter del demonio —dijo, pasándole por un lado al salir.
Los hombros de la mujer de hierro subían y bajaban en una rápida respiración. Astrid estaba firmando poco a poco su pena de muerte. La observé y le sonreí antes de volver mi atención al horno.
—No se vaya a enfadar con ella, Lucía —le hablé en voz baja—, Astrid es solo una niñata, pero la necesitamos.
—Pues la necesitarán ustedes —contestó, a la vez que se alejaba de la cocina—, porque yo la puedo reemplazar en cualquier momento.
***
Después de mi turno, salí del restaurante y comencé a caminar hacia la parada de autobús, sosteniendo mi violín en mi hombro; Annie me decía que estaba obsesionada con ese aparato. Pero el simple hecho de cargarlo a todas partes no me convertía en obsesiva ¿O sí?
Coloqué los audífonos en mis oídos y reproduje la incansable sonata de Beethoven que solía escuchar cuando caminaba. Amaba escuchar la manera en la que tocaban el violín, imaginando que algún día sería tan buena para tocar de esa manera; incluso, algunas veces solía caminar haciendo el movimiento con mis dedos, imaginando que lo tocaba en ese momento.
Escondí las manos en mi abrigo y cuando hice intento en cruzar la calle, un auto n***o se detuvo en frente. Me congelé, viendo como la ventanilla bajaba lentamente, mostrando una capucha oscura que cubría la cabellera de un sujeto que no reconocía. El pánico se apoderó de mí de inmediato, pues el simple hecho de tener por apellido Sullivan, aún me ponía en peligro ante los malhechores.
¿Vendrían a raptarme? ¿Venderían mis órganos al mercado n***o? ¿Por qué lo harían? Soy muy delgada y de tanto comer comida chatarra, no creo que alguno esté funcionando a la perfección.
¡Demonios!
Nash tenía razón, estaba viendo mucho CSI e Investigation Discovery.
Dejé escapar el aire que por un momento había quedado reprimido en mis pulmones, al ver unos enormes, brillantes y familiares ojos marrones observarme.
—¡Hey Sullivan! ¡Sube tu trasero al auto! —mi mellizo Carter me habló, estirándose hacia la parte trasera para abrirme la puerta. Rodee los ojos y solté un bufido, odiaba que me llamaran por mi apellido.
—No tengo tiempo, Carter. Debo de llegar a casa —dije, retomando mi camino.
—Sube, Beatriz. Te llevaremos pronto —agregó Landon desde el lado del conductor.
Después de que había decidido irme de casa y vivir por mis propios medios, los únicos que se habían empeñado en seguir buscándome y cerciorarse de que estaba bien, eran ellos: mis dos hermanos.
Accedí a acompañarlos, más por el frío viento que estaba soplando, que porque se me apeteciera subir a un auto propiedad de los Sullivan.
—¿Cómo van tus clases, mojigata? —preguntó Landon, viéndome por el espejo retrovisor.
Puse los ojos en blanco al escuchar ese estúpido sobrenombre; él me lo había puesto después de que salí de casa, pues decía que de la chica tímida que solía tomar clases de etiqueta, no quedaba nada.
—Geniales —contesté siendo cortante.
—¿Eso es todo? —presionó Carter, volviéndose hacia mí.
—¡He aprendido a llamar unicornios de arcoíris con solo comenzar a tocar las notas! ¿No les parece genial eso? —aplaudí con falsa emoción.
—El sarcasmo no es necesario, Beth —dijo Landon apretando la mandíbula.
—Lo siento —alargué desviando la mirada.
A pesar de amarlos con toda el alma, sus constantes visitas me ponían muy nerviosa; Landon no dejaba de insistirme de que regresara a casa, mientras que Carter se la pasaba entrevistándome sobre las rubias que iban a clases conmigo. Él tenía una seria obsesión con las rubias, no podía resistirse a una rubia con buenas piernas, desde que teníamos 13 años.
—¿Cómo están ellos? —pregunté, regresando mi atención a mis hermanos.
—Llamando unicornios de arcoíris —sonrió Landon. Le saqué la lengua, mientras él me guiñaba un ojo.
—¿Qué tal tus compañeras rubias?
—¡Y dale con las rubias! —me quejé, viendo a Carter.
—Estoy pensando seriamente en inscribirme a la academia, pues siento que nunca me dices toda la verdad —sonrió, levantando los hombros.
—¡Vete a la mierda, Carter!
Ambos se echaron a reír, y sin poder evitarlo los acompañé. Los tres sabíamos el motivo: si tan solo la señora Sullivan lograra escuchar a uno de sus hijos hablar de esa manera, era probable que le diera otro ataque al corazón.
—Mamá ya superó el límite de su testarudez —comentó Landon, regresando a su expresión seria de hermano mayor.
—¿Te ha desheredado, hermano? —pregunté, haciendo un puchero.
Las esquinas de su boca se levantaron en una pequeña sonrisa y sacudió la cabeza.
—No, Beth —dijo bajando el tono de voz considerablemente.
Regresó su atención a la carretera y guardó silencio. Se detuvo frente a un semáforo en rojo y golpeó suavemente el volante con la punta de sus dedos.
—Dile de una vez —habló Carter, rompiendo el silencio—. De igual forma sé que a Beatriz no le importa.
Fruncí el ceño y me incliné en medio de sus dos asientos.
—¿Qué es lo que no me importa? —pregunté, viéndolos a ambos.
—El sábado fue la fiesta con sus nuevos socios —arguyó, sin dirigirme la mirada—. Nos presentó a Carter y a mí como sus únicos hijos.
—¡Oh! —fue lo único que logré decir, hundiéndome en el asiento.
—Le preguntaron por su hija —Carter se aclaró la garganta y me sonrió, encogiéndose de hombros—. Dijo que habías dejado de ser su hija desde que decidiste irte de casa.
Una sonrisa fingida se dibujó en mis labios. Pese a haber abandonado mi casa, yo seguía considerándolos mis padres, nunca me buscaron y me acostumbré a ello; pero saber que se avergonzaba de llamarme hija...
Mierda, dolía.
—¿Estás bien? —me preguntó Landon, viéndome por el espejo retrovisor.
—¿Por qué no lo estaría? —contesté, encogiéndome de hombros y sonriendo aún más—. Ella lo dijo cuando salí de la casa, de todas maneras.
El semáforo cambió a verde, y Landon continuó su camino. No hablamos más durante el resto del viaje, hasta que se detuvo frente a mi edificio. Un viejo edificio que aparentaba ser del siglo pasado, gracias a sus paredes desgatadas y sus ventanas rotas; incluso el ascensor había dejado de funcionar hacía dos años y desde entonces había que subir cinco pisos de escaleras para llegar a mi pequeño departamento.
—Gracias por traerme —les sonreí a ambos y abrí la puerta para salir.
—¡Oh! ¿Beth? —me detuvo Landon.
Volví a mirarlo, él bajó su cabeza y con una mano alborotó su cabello rubio.
—Carter y yo tratamos de conseguir entradas para la competencia del sábado, pero ya no había.
—¿Ajá? —contesté, sabiendo por donde iba el asunto.
—Nos preguntábamos si tú... le puedes decir al engendro que tienes por novio, si él nos las puede conseguir.
Sonreí y negué con la cabeza.
—El paseo tenía que tener un precio, ¿No es así?
—¡Ándale, hermanita! Es la semifinal —añadió Carter, uniendo sus manos en forma de plegaria.
—Veré que puedo hacer —asentí, terminando de bajar.
—¡Oh! ¿Beth? —volvió a hablar Carter, cuando comencé a caminar hacia el edificio. Volví a girarme y él sonreía—. Se me han terminado las reservas de preservativos que mantenía escondidas... me preguntaba si puedes prestarme algunos.
Puse los ojos en blanco y le mostré mi dedo medio antes de continuar con mi camino.
—¡Niña malcriada! —lo escuché gritar entre risas.
Sonreí mientras asentía hacia el guarda del edificio al pasar, dejando atrás las risas bulliciosas de Carter.
A pesar de amarlos, había algo que siempre pedía cuando veía a mis hermanos:
¡Paciencia!