Sofía no soportó la humillación. Se levantó y esta vez no se volvió. En unos segundos se había perdido a la carrera dejando la pizza sin tocar sobre la bandeja.
«Es una pena dejarla así», pensó Violeta apartando su plato casi vacío. Y, tirando del plato de Sofía, comenzó a engullir la pizza intocada de su cuñada.
Mientras la masticaba sin prisa, reflexionaba sobre lo ocurrido últimamente en la familia con la que iba a emparentarse en los próximos meses. ¿Valdría la pena vivir como una ricachona entre aquella pandilla de pirados a los que no había por dónde coger? ¿O era mejor salir huyendo ahora que podía?
Ufff, se dijo, mejor no tomar decisiones precipitadas. Lo dejaría correr y esperaría a nuevas noticias. Aún habría novedades en aquel teatrillo, estaba segura. Allí había trama de sobra para una novela que quizá algún día se decidiera a escribir.
* * *
Joaquin y Violeta tenían previsto tomarse el mes de agosto de vacaciones. Los primeros diez días viajarían a algún destino que Joaquin estaba planificando por su cuenta —aunque aún no lo tenía decidido— y el resto del mes lo pasarían en la ciudad, con esporádicas visitas a la casona de tío Ramón, cerca del mar.
Pero antes había algo que celebrar. La última semana de julio se cerraba el año fiscal de la empresa. Un año más, el ejercicio había sido exitoso y Andrés, como director general, invitaría a los componentes del comité de dirección a una cena para proclamar el final del ciclo.
Era la primera cena de directivos para Violeta, que estaba invitada como pareja de Joaquin. La joven se mostró nerviosa durante la semana anterior. Por más vueltas que le daba, no encontraba en su armario nada que ponerse y que fuera adecuado para tan magna celebración.
Después de pensarlo hasta el agobio, incluidas peticiones de opinión a sus inseparables Natalia y Lines, decidió que debía comprarse un vestido ad hoc. Con todos sus complementos, por supuesto: zapatos, bolso, joyas, etcétera. Y ni que decir que tenía que estrenar ropa interior. A solas en casa tras la cena, Joaquin la reclamaría sin duda alguna, y no quería vestir en la cama ningún conjunto que su novio ya tuviera visto.
Rebuscó en su cuenta corriente y se la encontró repleta de telarañas. Le quedaban un puñado de euros suficiente como para coger un par de taxis y comer un menú diario durante la semana anterior a que le ingresaran la nómina. Y nada más. Se tiró de los pelos desesperada, le daba muchísimo corte tener que pedirle dinero a Joaquin. De todas formas, no faltaba mucho para la boda y debía irse acostumbrando a hacerlo. Quizá le pidiera disponer de una tarjeta de crédito propia con cargo a las cuentas de él. Tras la unión no quería volver a sentirse como una pobretona nunca más.
Reunió la fortaleza que necesitaba y al final le solicitó el dinero, encontrándose con una sorprendente evasiva por su parte.
—¿Te importa esperar a mañana o pasado? —le respondió esquivo—. Ando flojo de efectivo. Pero este mes cobraremos antes y ya te lo podré prestar.
«¿Flojo de efectivo?». Violeta se quedó muda al oír tal expresión por boca de su futuro esposo. ¿No pertenecía a una familia de alcurnia e iba a heredar una fortuna?
—Pero, cielito, si la celebración es este mismo sábado, necesito comprar la ropa cuanto antes —le hizo unos pucheros—. ¿No querrás que te acompañe con cuatro trapos viejos a una cena donde todas irán vestidas como marquesas?
—Espera, ya sé… —replicó Joaquin—. Pídele a mi hermana que te dé el nombre de la boutique donde ella se viste. Allí tenemos crédito. Así podrás comprar lo que quieras y luego me enviarán la factura a casa.
Violeta sintió que se le helaba la sangre en las venas. ¿Su hermana? ¿Hablaba en serio?
—Esto… —murmuró haciéndose la remilgada—. ¿Te importaría pedirle tú a Sofía el nombre de la boutique? Ya sabes que ella y yo… no congeniamos del todo…
—Vaya, mis dos chicas preferidas no se llevan bien, qué fastidio. Vale, no te preocupes, ya le pregunto yo lo antes posible y te lo comento.
El plan de Joaquin funcionó y Violeta se compró un bonito vestido de noche con falda ajustada por encima de las rodillas y un escote en V más que sugerente y perfecto para lucir sin sostén. El resto de complementos los eligió acorde al vestido. Sus amigas la aplaudieron cuando les enseñó las fotos que se había tomado en el espejo de su cuarto. Joaquin no la vería con él puesto hasta diez minutos antes de salir hacia el restaurante.
*
La primera impresión al llegar al lugar del evento fue la de lujo a raudales. El restaurante era de una exclusividad increíble, y Violeta se sintió maravillosamente bien al saberse ciudadana de un nuevo mundo de riqueza y despilfarro.
La segunda fue de malestar. La posición de cada comensal en la mesa había sido identificadas con cartelitos de letras doradas. Y ella había sido situada —por casualidad del destino— justo al lado de Marcos. Blasfemó en todos los idiomas que conocía, aunque no dejó de sonreír ni un solo instante. ¿Quién coños habría elegido las ubicaciones de los comensales? Porque o era un bromista malévolo o un hijo de la gran…
Por su parte, Joaquin quedó sentado a su izquierda, mientras una silla más allá se sentó la mujer de Marcos —Alejandra, según comentó el subdirector general al hacer las presentaciones de rigor—. Era ésta una mujer bella, a pesar de que rondaría la cincuentena, pero algo rellenita y con un aspecto dejado que no consiguió entrarle a Violeta por el ojo bueno por más que lo intentara.
La cena se desarrolló sin grandes contratiempos. Marcos se portó como todo un caballero y en ningún momento intentó violentarla. Violeta se fue relajando poco a poco, en parte ayudada por el vermut del aperitivo, el vino de la comida —blanco para el pescado y tinto para la carne— y el champán para el brindis final.
Lo que sacó de quicio a la joven durante la velada fue la excesiva atención que su prometido le estaba dedicando a Alejandra. O tal vez fuera al revés. El caso es que Joaquin se había vuelto hacia ella al inicio de la cena y, sin hacer mucho caso a su novia, ambos bromeaban todo el tiempo y se contaban secretitos al oído como dos viejos amigos.
«En fin —se dijo Violeta—. Si han coincidido de forma habitual en las anteriores celebraciones de la empresa, es normal que tengan cierta confianza». Aunque eso no terminaba de apaciguar su ánimo.
Se hallaba Violeta más pendiente de su novio que de vigilar las manos de Marcos, cuando a lo lejos descubrió a Natalia. Su amiga le hizo una seña y ella se levantó con urgencia para ir a saludarla. Un traspiés por al alcohol ingerido amenazó con hacerla caer. Había bebido más de lo que creía, se dijo, así que debía tener más cuidado.
Charló con su amiga unos diez minutos. Natalia había acudido al restaurante con su novio y otros amigos para la despedida de solteros de una de las parejas. Menuda casualidad. Ambas conocían los planes de la otra, pero no tenían ni idea de que iban a cenar en el mismo lugar.
Por fin se separaron con sendos besos en las mejillas y Violeta se volvió al rincón donde se ubicaba su mesa. Según se acercaba a ella, observó un hecho que la extrañó sobremanera: Joaquin y Alejandra se habían esfumado.
Un gusanillo le recorrió el estómago. ¿Dónde estaban aquellos dos? No pudo evitar que la imagen de su novio culeando entre las piernas de su prima Laura volviera a su mente. Y un furor interno creció dentro de ella, al tiempo que un mareo la obligaba a agarrarse a una silla de nuevo para no caer.
*
Respiró profundo y decidió ir al baño para darse un respiro y agua en la cara. Además, llevaba varias horas sin orinar y los nervios la estaban pasando factura.
Se aproximaba a los lavabos de señoras cuando a lo lejos creyó ver una imagen conocida. Joder, se dijo, aquel tío se parecía a Adrian, el becario. ¿Sería posible o quizá su imaginación la estaba gastando una broma? Volvió a fijar la vista con la mente obnubilada por el alcohol, pero el imaginado becario había desaparecido. Se convenció de que había sido una alucinación y empujó la puerta de los lavabos.
Quedó impresionada. Allí dentro todo era lujo, el mismo que se prodigaba en el exterior. Las paredes estaban cubiertas de espejos con marcos dorados, incluso las puertas de los cubículos. Eran éstos, además, espacios completamente cerrados y no abiertos por arriba y por abajo como en los bares cutres. Junto a cada uno de los lavabos se ofrecían toallitas húmedas y secas, jabones de distintos aromas y colores, y frasquitos con fragancias diversas. «¡Guau, viva el lujo!», se dijo con euforia.
Por otro lado, el baño se hallaba vacío y en silencio a excepción de los ruidos quedos que se oían en uno de los cubículos. La soledad del lugar también la sorprendió. «¿Es que las ricas no mean?», se preguntó. En un bar normal, a aquellas horas habría cola en la entrada. Quizá era que las ricas llevaban vestidos tan exclusivos que temían mancharlos en el retrete,y se aguantaban las ganas hasta volver a casa.
Se dio unos toques de agua fría sobre la cara con cuidado de no afectar al maquillaje y luego eligió un cubículo al azar. Abrió la puerta y se coló dentro. El lugar era espacioso y cómodo, con un perchero en la pared para dejar bolso y prendas de ropa. Se dio cuenta demasiado tarde de que había elegido el cubículo contiguo a aquel del que salían los ruiditos que había oído al entrar en los lavabos. Y no pudo evitar un escalofrío al comprender que en ese cubículo se estaba manteniendo una sesión de sexo.
A punto estaba de cerrar el pestillo interior de la puerta, cuando una fuerza la empujó haciéndola retroceder. Con un movimiento felino, el dueño de la fuerza se coló tras ella en el espacio privado y le sonrió lobuno. Y el felino no era otro que el cerdo de Marcos.
—¿Qué… qué haces aquí…? —preguntó Violeta más alucinada que asustada.