CAPÍTULO DOS
Sofía nunca había tenido tanto tiempo, pero a la vez, nunca se había sentido tan viva, o tan libre. Mientras corría por la ciudad con su hermana, escuchó que Catalina gritaba de alegría por la emoción y esto la aliviaba igual que la aterrorizaba. Esto lo hacía demasiado real. Su vida nunca volvería a ser la misma.
—Silencio —insistió Sofía—. Los atraerás hacia nosotras.
—Van a venir de todas formas —respondió su hermana—. También podríamos divertirnos.
Como para dejarlo más claro, esquivó un caballo, cogió una manzana de una carreta y y corrió por los adoquines de Ashton.
La ciudad estaba animada con el mercado que venía cada Sexto Día y Sofía miró a su alrededor, sobresaltada por todo lo que veía, oía y olía. De no ser por el mercado, no tendría ni idea de qué día era. En la casa de los Abandonados, estas cosas no importaban, solo los interminables ciclos de oración y trabajo, castigo y aprendizaje por repetición.
«Corre más deprisa» —le envió su hermana.
El ruido de silbidos y gritos de algún lugar por allá atrás la incitó a coger más velocidad. Sofía siguió por un callejón y después siguió con dificultad a Catalina mientras esta subía por un muro. Su hermana, a pesar de su impetuosidad, era demasiado rápida, como un músculo fuerte y sólido esperando a saltar.
Sofía apenas conseguía trepar mientras se oían más silbidos y, cuando ya estaba casi arriba del todo, la fuerte mano de Catalina la estaba esperando, como siempre. Se dio cuenta de que, incluso en esto, eran muy diferentes: la mano de Catalina era áspera, dura y musculosa, mientras que los dedos de Sofía eran largos, finos y delicados.
«Dos lados de la misma moneda», solía decir su madre.
—Han reunido a los vigilantes —exclamó Catalina incrédula, como si de algún modo eso no fuera jugar limpio.
—¿Qué esperabas? —respondió Sofía—. Estamos escapando antes de que puedan vendernos.
Catalina siguió por unos escalones estrechos de adoquines y, a continuación, hacia un espacio abierto donde se agolpaba la gente. Sofía se obligó a ir más despacio mientras se acercaban al mercado de la ciudad, sujetando a Catalina por el antebrazo para que no corriera.
«Nos camuflaremos más si no corremos» —envió Sofía, sin el suficiente aliento para respirar.
Catalina no parecía convencida, pero aún así fue al ritmo de Sofía.
Caminaban lentamente, rozando al pasar a la gente que se apartaba, reticentes evidentemente a arriesgarse a tener contacto con cualquiera que fuera de tan baja cuna como ellas. Tal vez pensaban que las habían mandado a las dos a algún recado.
Sofía se esforzaba por dar la impresión de que estaba simplemente dando un vistazo mientras utilizaban a la multitud como camuflaje. Miraba alrededor, hacia la torre del reloj que había encima del templo de la Diosa Enmascarada, a los diferentes puestos, a las tiendas con fachada de cristal que había detrás de ellos. En una esquina de la plaza había un grupo de actores, que representaban uno de los cuentos tradicionales vestidos con un elaborado vestuario mientras uno de los censores observaba desde el borde de la multitud que los rodeaba. Había un reclutador del ejército de pie sobre una caja, intentando alistar tropas para la nueva guerra que iba a adueñarse de esta ciudad, una batalla inminente al otro lado del Canal Puñal-Agua.
Sofía vio que su hermana observaba al reclutador y tiró de ella.
«No» —envió Sofía—. «Eso no es para ti».
Catalina estaba a punto de responder cuando, de repente, empezaron de nuevo los gritos detrás de ellas.
Las dos salieron disparadas.
Sofía sabía que ahora nadie las ayudaría. Esto era Ashton, lo que significaba que ella y Catalina eran las que estaban donde no tocaba. Nadie intentaría ayudar a dos fugitivas.
De hecho, cuando alzó la vista, Sofía vio que alguien se dirigía hacia ellas, para cerrarles el paso. Nadie permitiría que dos huérfanas escaparan de lo que debían, de lo que eran.
Unas manos las agarraron y ahora tenían que pelear por escapar. Sofía dio una bofetada a una mano que tenía sobre el hombro, mientras Catalina golpeaba agresivamente con su atizador robado.
Se abrió un agujero delante de ellas y Sofía vio que su hermana corría hacia una serie de andamios de madera abandonados que había al lado de un muro de piedra, donde los albañiles debían haber estado intentando enderezar una fachada.
«¿Otra vez a escalar?» —envió Sofía.
«No nos seguirán» —replicó su hermana.
Lo que probablemente era cierto, aunque solo fuera porque el hatajo de gente común que las perseguía no arriesgaría de ese modo sus vidas. Sin embargo, a Sofía le daba temor. Pero ahora mismo, no se le ocurrían ideas mejores.
Sus manos temblorosas se agarraron a los listones de madera del andamio y empezó a subir.
En cuestión de segundos, le empezaron a doler los brazos, pero para entonces o continuaba o caía e, incluso de no haber habido adoquines allá abajo, Sofía no quería caer con casi una multitud persiguiéndola.
Catalina ya estaba esperando arriba del todo, todavía sonriendo como si todo eso fuera un juego. Allí estaba su mano de nuevo y tiró de Sofía para que subiera; y de nuevo empezaron a correr –esta vez sobre los tejados.
Catalina siguió por un agujero que llevaba a otro tejado, saltando sobre el techo de paja como si no le preocupara el peligro de atravesarlo. Sofía la siguió, reprimiendo la necesidad de chillar cuando casi resbaló y brincando después con su hermana hacia una sección baja, donde una docena de chimeneas escupían humo de un horno que había debajo.
Catalina intentó correr de nuevo pero Sofía, al darse cuenta de la oportunidad, la agarró y tiró de ella hasta el tejado de paja, escondiéndose entre los montones.
«Espera» —envió.
Ante su asombro, Catalina no protestó. Miró alrededor mientras estaban agachadas en la parte plana del tejado, sin hacer caso del calor que subía de los fuegos de abajo y vio lo escondidas que estaban. El humo nublaba casi todo lo que estaba a su alrededor, metiéndolas dentro de una niebla que las escondía. Allá arriba parecía una segunda ciudad, con cuerdas para la ropa, banderas y banderines que las cubrían todo lo que podían desear. Si se quedaban quietas, era imposible que alguien las pudiera localizar aquí. Nadie sería tan estúpido tampoco como para arriesgarse a pisar la paja.
Sofía miró alrededor. A su manera, había paz allá arriba. Había lugares en los que las casas estaban tan cerca que los vecinos se tocaban si alargaban los brazos y, más lejos, Sofía vio que vaciaban un orinal en la calle. Nunca había tenido la ocasión de ver la ciudad desde este ángulo, las torres del clero y los fabricantes de licores, los guardianes del reloj y los hombres sabios que sobresalían del resto, el palacio situado dentro de su propio anillo de muros como si fuera un carbúnculo brillante sobre la piel de todo lo demás.
Se encorvó allí con su hermana, rodeando a Catalina con los brazos y esperaron a que los ruidos de la persecución pasaran de largo allá abajo.
Quizás, solo quizás, encontrarían una salida.