Soy Hilda y ésta es mi vida.
Vine a este mundo de una forma no muy convencional, mi madre Auristela con tan solo 14 años me sacó de sus entrañas un sábado 18 de diciembre de 1920 en la ciudad de Valparaíso. Chile.
Fue un día de arduo trabajo en casa para mi madre; todos andaban ajetreados organizando los preparativos para recibir las fiestas de fin de año. Y ella era la que más se esforzaba por que todo saliese bien.
Según me contó mi abuela Ana, ese día reinaba el sol de verano, tanto que no había un rincón donde se pudiera escapar del calor. El aire estaba caliente y ninguna brisa logro gestarse.
Mi madre no tenía claridad de cuando nacería, pero si intuía que sería pronto. Sólo rogaba que no fuera en medio de la cena de navidad o durante las celebraciones de fin de año, lamentaría toda su vida perderse la diversión (ingenuamente pensaba). Auristela aún era una niña; a sus tiernos 14 años tendría que hacerse cargo de otra muñeca, pero esta vez seria de carne y hueso. No tenía idea en lo que se convertiría su vida de ahora en adelante.
Así, sin más se desencadenó el parto dejando caer un río de agua entre sus pequeñas piernas; cercano al atardecer mi madre dio su primer pujo aferrada a la higuera del patio de su casa.
Respiro hondo y pujó, pujó lo que más dieron sus entrañas, le dolía tanto, pero ella con toda su fuerza seguía sacándome. Su pequeña envergadura temblaba, se estremecía y se abría. Rasgando cada uno de sus músculos y carnes para dar paso a mi vida.
Estaba sola, nadie la escuchó, nadie la auxilio. Volvió a sus orígenes y solo actuó por instinto, ese instinto animal que solo florece en situaciones límites. Y aferrada al gran árbol, reunió sus últimas fuerzas, antes de desmoronarse y pujo por última vez.
Fuera de todo pronóstico lo logró, logró expulsarme fuera de su cuerpo y así en el patio de la casona, y con una higuera de testigo nacía yo. Hilda.
Al cabo de unos minutos, mi abuela encontró a su hija tirada a los pies del imponente árbol con su nieta en los brazos. Auristela estaba exhausta y no era menor debido al tremendo esfuerzo que acababa de hacer su diminuto cuerpo.
Mis cabellos rubios hacían juego con los rayos del sol al atardecer, así como también lo hacían mis particulares ojos color verde esmeralda, que tanto odiaba mi madre.
La abuela llamó a su esposo; y él cargo a Auristela y su hija dentro de la casa. Las recostó en su cama de madera y las arropó. Mientras la abuela hervía agua a toda prisa y reunía sábanas y toallas blancas para limpiarme.
Mi madre no me quiso ver, ni tocar más. Mi abuela preocupada obligó a su hija a darme pecho; ella lloraba del dolor, mientras yo succionaba fuertemente su líquido.
Así eran nuestros encuentros, sólo para alimentarme. No me miraba, no me cargaba; era mi abuela la que me sostenía mientras yo colgaba del pecho de Auristela.
A penas yo terminaba de comer, ella me apartaba, se vestía y se iba lejos.
A medida que crecí esos encuentros se hicieron cada vez menos frecuentes. Yo comencé a alimentarme con sólidos y ya no necesité de mi madre para vivir.
Pareciera que ese fue el día más feliz de Auristela.
Yo, Hilda era la primogénita de Doña Auristela, de la seca y fría Doña Auristela. Yo tendría una madre que no me quería.
La abuela Ana y el abuelo Manuel eran unas buenas personas, siempre dedicados a su familia y muy cristianos.
Criaron a sus 5 hijos lo mejor que pudieron, traspasándoles valores y enseñanzas dignas de la época.
El abuelo trabajaba de carpintero en su propia casa. Y la abuela se dedicada a los quehaceres del hogar, pero además de eso lavaba ropa de personas más acomodadas.
En casa vivían mis abuelos maternos, mi mamá y yo. Todos mis tíos ya se habían ido y formaron su propia familia. Mi madre era la menor de 5 hermanos.
La educación no era obligación, mis abuelos y mi madre no asistieron a la escuela. Los niños se educaban en casa con los pocos conocimientos que se podían entregar. La mayoría de las veces los padres enseñaban sus oficios a los hijos. Yo tenía 2 tíos carpinteros.
Si bien Valparaíso era el puerto principal del país; no todo lo que llegaba o se desembarcaba les llegaba a los ciudadanos. Los más desfavorecidos, o sea nosotros contábamos con casi ningún privilegio. Pero no nos importaba estábamos acostumbrados a vivir así. Éramos felices.
Todas las familias del cerro tenían sus propias huertas y animales, forma muy común de alimentar a las personas de inicios del siglo XX. Cada uno tenía que trabajar arduamente para producir el alimento de cada día. El lechero pasaba a diario y mi madre corría todas las mañanas con 4 jarrones de vidrio para recibir el preciado líquido blanco.
Solo el sector acaudalado tenía derecho a mejores insumos como carbón, harina o telas.
Mi primera infancia transcurrió entre gallinas y verduras; jugando con tierra, trepando árboles y molestando al perro de la casa.
Mis abuelos me consentían en todo lo que podían. Sin embargo, mi madre era fría, le molestaba que anduviera cerca de ella, que le hiciera preguntas o que la abrazara. Ella sentía un total rechazo hacia mí.
Notaba que ella no era feliz, y muchas veces me sentí culpable por llegar a su vida.
Mi abuela se daba cuenta, y cuando mi mamá me apartaba ella me cobijaba bajo sus dos grandes brazos.
Siempre olía a comida y a detergente, era una mezcla extraña, pero me agradaba.
Me sentía protegida, aunque mi madre fuese así.
Dentro de todo era una niña feliz, me encantaba rondar la cocina, el lavadero y el gran patio.
Me hubiese gustado que al menos mi vida continuase así.