Prologo
Esta es la primera parte de la historia de Nathan y sus peculiares ocurrencias, es un chico que cursa su Noveno año en la escuela católica divino niño y qué ansía disfrutar a su modo, los últimos años que le quedan en esta. Es una obra divertida, juvenil y romántica que hace énfasis en las vivencias de los adolescentes en un ámbito tan importante como es la escuela. Nathan es un chico promedio con una grandísima autoestima, logra convertirse en alguien conocido por todos, pero no por algo sano sino algo que saca de quicio a cualquiera y con este logro consigue uno que lo atormenta y que nunca logra sacárselo de la cabeza, este tiene nombre y apellido propio
Bienvenidos a Nathan, el acechador.
1.
Bienvenidos a mi mundo.
Me siento aburrido, ya no encuentro algo que hacer que logre entretenerme. Me tocará… no sé, lanzarme en bungee o prostituirme para ver si de esa manera consigo más emoción, aunque a estas alturas de mi vida, no sé si halle algo que logre despertarme un poco de emoción.
Hasta ese momento, creía haberlo vivido todo. Creía que ya había tenido todas las experiencias posibles y me jactaba de ello, pero mi realidad estaba muy lejos de ello. No podía todo lo que iba a ocurrir en mi último año.
Mi escuela era como las demás, aunque las demás no tienen a un personaje perfecto y digno de admiración como yo, es que, si todos fuesen como yo, la vida sería tan diferente… En fin, me presento. Me llamo Nathaniel o Nathan como me conocen en mi familia y en la escuela, tengo dieciséis años recién cumplidos y de esta manera, logré convertirme en el acosador más buscado en las redes de la escuela.
Ese fue un logro del que me jacté mi vida entera y aunque sí, básicamente es una porquería jactarse de algo tan horrible como eso, pero fue una época muy divertida, al menos para mí y lógicamente no para las personas que llegué a molestar.
Un día como cualquier otro me levanté, pero vi algo diferente. Papá me había comprado un poster espantoso de Sleeping with sirens por mi cumpleaños, creyendo que me gustaba esa “b***a”. Le agradezco el hecho al viejo, sé que lo hizo con muy buenas intenciones, pero que me regalen un poster de ese grupo es lo más ofensivo que me habían hecho, fue casi como un intento de asesinato, terrible. Por poco pierdo mis bellos ojos.
De buena manera le dije que lo devolviera o mejor aún, que lo quemara, pero se lo tomó mal y me dijo que me iba a circuncidar si seguía protestando todos los días por estupideces.
El año pasado, mientras cursaba mi noveno año, hubo una redada en la escuela y Andrés, mi amigo, cayó preso por ser uno de los delincuentes más buscados de la ciudad. Pensé que saldría a las pocas horas, como siempre sucedía, pero esta vez no fue así. Aún está a la espera de juicio.
Lo peor es que con esa redada, mi otro amigo, José Daniel, también fue arrestado, pero él provenía de una familia similar a la mía, es decir, sin tantos problemas intrafamiliares o socioeconómicos como los que tenían la mayoría de este lugar. Él salió libre a las pocas horas, pero como era de esperarse, sus padres al enterarse del historial de su hijo (él no había ido a la cárcel antes), decidieron sacarlo de escuela y muchas cosas cambiaron desde ese momento.
Me sentía solo y la escuela duró vigilada por la policía varios meses, obligaron a que hubiese orden en muchos aspectos y me vi f*****o a mantener un bajo perfil en lo que terminó el año. Estaba solo, por completo, mis mejores amigos se habían ido y un nuevo año estaba por empezar, pero no tenía d***o alguno de entrar a la escuela. Nada sería igual, ya no intimidaba como antes y, de hecho, creo que ya había perdido el respeto de todos.
No tenía d***o alguno de ingresar, me imaginaba lo peor y solo planeaba pasar desapercibido hasta que terminara onceavo y me graduara.
Eso pensaba hasta ese momento, porque aún no había fraguado mi malévolo plan.
En casa todo era bastante normal hasta ese momento. Vivía con papá y con mi hermana mayor, Lucía y como sucede en muchos casos en que los hermanos de diferentes sexos se llevan pésimo por naturaleza, en nuestro caso era igual, pero por distintas razones. Gran parte de mi vida la dediqué al arte de hacer explotar a Lucía, quién cuando no soportaba más y estallaba, me golpeaba, pero era tan satisfactorio de ver, que no podía dejar de hacerlo y lo hacía una y otra vez sin parar.
Por otro lado, papá era una persona bastante calmada y ninguno de los dos, jamás tenía problema alguno con él, aunque bueno, creo que influía que lo veíamos muy poco. Papá trabajaba todo el día, era ingeniero civil y trabajaba en obras del norte. Era reconocido en el medio y no, no era necesario que trabajase tantas horas, papá tenía un sueldo que era tres veces más que el promedio, pero lo hacía para no estar en casa, quería mantenerse ocupado y no pensar. Ese es un tema del que no me gusta hablar, Lucía tampoco lo menciona, pero ambos sabemos, sin decirlo, que el viejo aún tiene una horrible depresión desde la partida de mamá y prefiere ocuparse unas doce horas diarias para no estar en casa, en la que compartió gran parte de su vida con ella, quién ya no estaba. Mamá murió hace un par de años de cáncer de mama, mi abuela también murió de esto. Fue algo muy duro para todos y no quiero imaginar si a Lucía y a mí nos dolió demasiado, ¿cómo le habrá dolido al viejo? Ellos no eran de ese tipo de padres, que como llevan tantos años juntos, cada quién convive por su lado o que ya no se demuestran mucho cariño. Ellos sí eran cariñosos, sí se querían y todos podíamos notarlo.
Lo peor de todo, es que cuando mamá enfermó, fue algo que duró mucho tiempo y creo que en parte eso fue peor, porque sufrió demasiado, bajó de peso hasta llegar a un punto en que estaba irreconocible, no había ni sombra de la mujer que alguna vez había sido. Su cabello castaño (el poco que le quedaba por las quimioterapias), había perdido brillo, así como su piel, se veía pálida y seca. Sonará muy feo lo que diré, pero era mejor que su enfermedad no se hubiese extendido por más de dos años. Habría sido mejor que hubiera muerto antes, porque sufrió cosas horribles, no había día en que no sintiera dolor y no creo que nadie merezca pasar por eso, es horrible de solo recordarlo.
Así, cuando ella partió, papá dejó de ser el hombre alegre y bromista que siempre fue. No volvió a ser el mismo. Ahora siempre mantenía un semblante frío y sin expresión alguna. Sólo salía para trabajar y cuando regresaba, se encerraba en su habitación y la única vez que algo variaba, era los fines de semana en que bebía. Consumía grandes cantidades de alcohol hasta quedar casi inconsciente, era una pésima rutina. Empezaba a beber a eso de las dos de la tarde mientras veía alguna de sus clásicas películas de terror. Al menos ese gusto no lo había perdido, pero las veía mientras bebía y lo hacía hasta casi medianoche y Lucía y yo debíamos levantarlo, llevarlo hasta la cama y al día siguiente amanecía con un poco de resaca. Comía alguna cosa nada nutritiva y continuaba su rutina de películas de terror y el alcohol hasta quedar inconsciente.
En ese aspecto, no sé qué hacer. Es muy difícil tratar con alguien con depresión, pero más adelante ampliaré un poco más sobre el tema.
Por mi lado, mi vida era muy tranquila hasta ese momento. Me disponía a cursar décimo año, en una escuela católica de la ciudad. Antes, en primaria, solía estar en una escuela más…¿decente? Digo, era privada, pero tampoco era la más costosa de la ciudad. Estaba lejos de serlo, pero al menos, tenía buena reputación y si en ese momento, hubiera decidido ser mejor estudiante, tener mejores notas y dejar de ser el pécora de la clase, tal vez así mamá no me habría sacado de la escuela y como castigo, haberme ubicado en una escuela cercana a casa. Esto habría parecido un premio, no tener que transportarme una hora diaria para llegar hasta allí, pero no. Mamá me trasladó a esta (con obvias influencias que tenía como docente nombrada del ministerio), porque era una escuela terrible y en que sólo gente espantosa se presentaba allí. ¿Quieren acaso ver un lugar en que se reúnan todos los vagos, inservibles, gente sin talento o aspiraciones, o simplemente rateros? Sí, a este lugar me metió mamá como castigo y aunque cuando entré, a sexto de bachillerato, pensé que eso era lo peor que podría ocurrirme y sólo por si acaso, entré con una navaja que le había robado al tío Roberto, pero no, no fue lo peor. Encontré buenos amigos, mis mejores amigos de ese momento, eran dos rateros de baja calaña del sur de la ciudad, pero a pesar del historial delictivo y de que el papá del Andrés fuera “alias el pelele”, eran chicos geniales y me divertía mucho con ellos.
No los acompañaba a los atracos, por supuesto, pero juntos, sembramos el terror en la escuela por mucho tiempo. Nos dedicábamos a intimidar, robábamos respuestas de los exámenes o de tareas, a veces simplemente las exigíamos y nos las daban. También creamos un sistema, una especie de filtro, de quiénes podían sentarse a nuestro alrededor y básicamente, nadie podía hacerlo y por varios años, todos se sentaban lo más lejos posible de nosotros en clases. Podíamos estar sentados cómodamente porque toda la plebe se arrinconaba a un costado del salón.
Vivía como rey, solo faltaba quién me echara aire con palmas y una mujer que me diera uvas en la boca, como un buen faraón, pero vaya que mi reinado de terror, luego de un largo tiempo y como sucede con todos los malvados de las películas, iba a terminar y de una manera muy mala.
Mamá con el tiempo, ya se había rendido conmigo. No sabía con exactitud todas las cosas malas que yo hacía, sólo se enteró del tema de las extorsiones, pero como no perdía ningún año (evidentemente porque copiaba las respuestas y cada tarea), dejó de importarle. Entonces creí, que podía ser pedante y que jamás recibiría mi merecido, pero no fue así.