Capítulo 3

1369 Words
Nate Era surrealista la imagen que se presentaba frente a mí, una maldita pesadilla, teniendo en cuenta lo vacío que estaba por dentro. La casa estaba tranquila, pero la cocina estaba llena de charlas amenas, sonrisas y sonidos de cubiertos chocando entre sí. ¿Cómo podían estar tan tranquilos? La madre de Lena y la profesora Cresswell estaban cocinando, mientras que el padre de Lena, el rector Valthor, y los otros profesores charlaban como si nada. Nosotros los mirábamos desde la sala, como si no fuéramos parte de la misma escena, como si estuviéramos atrapados en una dimensión diferente, alejados de su paz y normalidad. —Tenemos que volver —declaró Marco a mi lado, poniéndose de pie con determinación en su voz. —No sabemos qué pasó con los demás, tenemos que... —No vamos a hacer tal cosa... —gruñó la profesora Moon, interrumpiendo sus palabras. —Todos están muertos ya, o lo estarán pronto. La incredulidad se reflejó en los ojos de Julián mientras se levantaba para unirse a Marco. —¿Y no le importa? —preguntó, incapaz de comprender su indiferencia. La profesora Moon se encogió de hombros con desdén. —Pues no... Prefiero mantenerme con vida...—el desprecio en su tono encendió una chispa de furia en Seraphina. —Eres una maldita cobarde, —murmuró entre dientes. La profesora Moon se giró hacia ella, sus ojos fríos y sin emoción. —No, chiquilla, soy realista. He pasado los últimos veinte años encerrada por esos demonios y no pienso gastar un segundo más en esa vida de mierda. La tensión en la sala podía cortarse con un cuchillo, el aire cargado de emociones encontradas. La ira de Marco y Julián, la desesperación de Seraphina, y mi propia sensación de vacío se entrelazaban en una maraña de sentimientos que parecía sofocarnos. —¿Y qué hay de los que dejamos atrás? —insistió Marco, su voz quebrada por la frustración y la impotencia. —¿Qué hay de los que aún podrían estar vivos, luchando? —No podemos salvar a todos, señor Ventura —respondió la profesora Moon con una frialdad que me heló la sangre. —A veces, salvarse a uno mismo es lo único que se puede hacer. Las palabras de la profesora Moon se clavaron en mi corazón como puñales, su crudeza solo aumentaba mi desesperación. Recordé el Arcano que estaba vinculada, La Estrella, y no pude evitar pensar en qué habría estado pensando el Arcano al vincularse con ella, o cómo se sentiría ahora. Sentí cómo la desesperanza se apoderaba de mí, una ola de tristeza que me dejaba sin aliento después de sus palabras. Ella estaba destrozada por sus circunstancias y totalmente en contra con lo que su Arcano representaba, no había esperanza o fé en la profesora Moon. —En algo tiene razón —dije finalmente, mi voz apenas un susurro. —No podemos volver... No ahora. No estamos en condiciones de luchar. La aceptación en mis palabras me hizo sentir como si me hubieran arrancado el alma, mis amigos me miraron con desconfianza por un segundo, tal vez pensando que los estaba traicionando. Pero ese no era el caso y no podía dejarlo así. No podía permitir que la muerte de Lena fuera en vano. La furia y el dolor se mezclaron dentro de mí, transformándose en una determinación ardiente. —Pero... —dije, mi voz más firme ahora. —No podemos simplemente quedarnos aquí y aceptar esto. Lena... Lena murió por esto. No puedo dejar que su sacrificio sea en vano. Marco me miró, sus ojos llenos de una mezcla de sorpresa y comprensión. —Nate tiene razón —dijo, su voz temblando ligeramente. —No podemos rendirnos. No podemos dejarlos ganar. Seraphina y Julián asintieron, la resolución en sus rostros reflejando la mía. La profesora Moon nos miró con incredulidad. —¿Realmente creen que pueden hacer algo? ¿Después de todo lo que ha pasado? —Sí —respondí, sintiendo una fuerza renovada dentro de mí. —Porque si no luchamos, entonces todo esto habrá sido en vano. No puedo vivir con eso. La profesora Moon soltó un bufido despectivo y se giró con un movimiento brusco de su silla, retomando su desayuno con un aire de desinterés marcado. Los tenedores y cuchillos chocaban contra los platos con un tintineo metálico, un sonido casi ensordecedor en el tenso silencio que se había apoderado del lugar. Todos los demás quedaron sumidos en sus pensamientos, tal vez evaluando qué camino tomar, sus miradas perdidas en el vacío, o fijas en las vetas de la madera de la mesa. Un golpe súbito en la puerta cortó el aire como una flecha, sacándonos abruptamente de nuestras reflexiones. Todos se tensaron, las cabezas se levantaron y los cuerpos se enderezaron, como si un resorte invisible los hubiera juntado en una alerta colectiva. Marco, con el ceño fruncido por la anticipación, caminó hacia la puerta con pasos cautelosos y la abrió sin titubear. Del otro lado, una estudiante nos miró con la mano aún suspendida en el aire, su palidez contrastando con la oscuridad de la madera de la puerta. Bajó la mano lentamente y aclaró su garganta, adoptando una postura firme y decidida que no lograba ocultar del todo el temblor de su voz. —La rectora desea hablar con los adultos del grupo. Por favor, prepárense para reunirse con ella en su oficina en diez minutos. El anuncio fue recibido con miradas cargadas de desconfianza y un palpable cansancio que se dibujaba en las ojeras profundas y los hombros caídos de algunos. Jack, el rector Valthor y el profesor Merrick asintieron lentamente, asumiendo la responsabilidad de ser ellos quienes representaran al grupo. Sin embargo, entre nosotros, los más jóvenes, se desató un murmullo de descontento que crepitaba como un fuego incipiente. —¿Por qué solo ellos? —inquirió Seraphina a la chica, su voz cargada de frustración y el ceño fruncido en una expresión de desafío. —Todos estamos en esto juntos. —Tienen que dejarnos participar, —insistió Marco, cruzando los brazos sobre su pecho con una determinación férrea, su mandíbula tensa dibujando líneas duras en su rostro, mirando a los profesores. —No es justo. La tensión era tan palpable que casi podía tocarse, vibrando en el aire como una cuerda tensa a punto de romperse. Julián y yo intercambiábamos miradas, nuestros ojos hablando el lenguaje silencioso de quienes saben que un cambio es inevitable. —Quizás deberíamos enviar a uno de nosotros, —sugerí, mi voz intentando infundir un tono conciliador en el ambiente cargado. —Alguien que pueda representar nuestros intereses y traer la información de vuelta. El grupo consideró la idea por un momento, las miradas se tornaron pensativas, evaluando cada posible consecuencia antes de asentir en acuerdo. La decisión entre nosotros cuatro de quién iría se tomó rápidamente; las miradas se volvieron hacia mí con una intensidad que quemaba. —Nate, tú deberías ir, —dijo Julián, su mano cayendo sobre mi hombro con un peso reconfortante. Su rostro estaba marcado por la seriedad, los ojos reflejando una confianza inquebrantable. —Confiamos en ti para que hables por nosotros. Nos preparamos rápidamente para la reunión con la rectora. La chica que nos había avisado nos esperaba en la puerta, lista para llevarnos. Sin decir nada, nos indicó que la siguiéramos, y nos pusimos en marcha. El silencio marcó nuestro camino a través de los pasillos desiertos de la Academia, donde nuestros pasos resonaban con un eco que llenaba el aire. Las luces titilantes a lo largo de las paredes arrojaban sombras que parecían moverse por sí solas. Al entrar en la oficina de la rectora, la encontramos ya esperándonos, sentada detrás de su gran escritorio de madera oscura, rodeada de pilas de papeles y libros antiguos. Su expresión seria nos dijo de inmediato que esta reunión era importante. —Gracias por venir, —empezó con una voz firme y clara, mirándonos uno por uno. Había algo en su forma de mirar que ponía nervioso, como si pudiera ver más allá de lo que mostrábamos, aunque siempre que sus ojos se detenían en Jack su mirada se suavizaba solo un poco.
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