Una tarde, los cambios corporales en Rithana, que yo sentí al instante, me dijeron que ese bebé estaba a punto de nacer. No podría matarla. Lo sabía. Ese bebé estaba naciendo y ya no quería seguir siendo un asesino. Aunque tampoco podría vivir con la falta de honor que eso me acarrearía. Entonces le pedí que acabara con mi vida, prefería la muerte. Y ella era la única capaz de hacerlo.
―No puedo hacer eso, ¿me vas a dejar sola? ―me interrogó asustada, con un gran dolor en sus entrañas.
―No, mi princesa, no, yo voy a estar contigo, pero cuando esa criatura te mate… Yo no quiero seguir viviendo. Sé que ya no volverás, ¿de qué me vale la vida?
―Pero quedaré sola, no puedes hacerme eso.
―Ya quisiera no tener que pedirte esto, mi princesa, pero sabes que nadie más puede destruirme, solo tú sabes la verdad. A ti cualquiera te puede ayudar. Tu nana podrá ayudarte llegado el momento, yo no le puedo pedir a ella que lo haga, yo quiero morir por tu mano, porque así y solo así, todo esto terminará de una vez.
Mi voz se quebró, a pesar de mis dieciocho siglos de vida, nunca había vivido realmente por seguir tras una venganza que en ese instante me pareció estúpida. Solo me quedaba morir.
―Está bien, pero por favor, no te pongas mal, para mí, en estas condiciones, tampoco es fácil ―me confesó con los ojos aguados.
―Lo siento, princesa mía, lo siento, solo estaba pensando en mí.
Sus latidos me dieron a conocer que el hijo nacería dentro de unas horas, el parto sería rápido, debía ser cesárea, algo que yo no tenía previsto para ella, no tenía quién hiciera una operación de esa naturaleza.
Comenzó el primer dolor, ella no lo distinguió de los demás dolores de todo el embarazo, por lo mismo, esperé un tiempo prudencial. Le serví jugo de naranjas, esperaba que eso calmara sus dolores.
No sabía qué hacer. Envié a uno de mis criados a buscar a mi hermano, una vez muerto, él tendría que hacerse cargo de ella y del niño. Yo ya no estaría para ese entonces.
Poco rato después, le llevé la daga egipcia, la única que podía matarnos. Como bien supuse, ella se negó a tomarla, no quería hacerlo. Sus contracciones empeoraron. No sabía bien cómo sería, nunca había llegado con ella hasta ese punto. No niego que estaba asustado.
Justo en el momento en que llamaron a la puerta, Rithana se dobló con un nuevo dolor, podía ver el bebé por sobre la ropa, era inmenso y según me percaté en ese último dolor, entendí por qué se insistía tanto en que el nacimiento fuera vía cesárea, el niño saldría por el abdomen. No podría nacer por parto natural. Estaba perplejo. Durante ciertos minutos no pude reaccionar frente a lo que estaba viendo y sintiendo. Cuando logré salir de la conmoción, tomé la daga y se la entregué, no podía perder más tiempo. Mi hermano ya había llegado y yo debía estar muerto para cuando él llegara.
Justo en el momento en el que ayudé a Rithana a tomar la daga, un dolor más horrible que los anteriores se instaló en su vientre. La sangre comenzó a correr por su vestido. A decir verdad, fue un espectáculo horrible. Jamás pensé que sería así, de ese modo. ¡Ese niño la estaba destrozando desde dentro para poder salir!
Un mareo se instaló en mí, su sufrimiento era horrible, demasiado, tanto físico como mental. Yo había quedado conmocionado, me imagino cómo debió sentirse ella. Ni siquiera era capaz de pensar.
Un grito que venía hacia mí me sacó de mis pensamientos. Mi hermano estaba llegando, por fin vería a lo que exponía a Rithana en cada una de sus vidas. La pobre se desmayó, no fue capaz de soportarlo.
Pero no era mi hermano el que venía, era Rodhon.
―¿Qué esperas para matarla? ―me increpó mi tutor.
―No puedo ―respondí casi sin voz.
―¡Hazlo!
―Hazlo tú si estás tan interesado ―repliqué horrorizado.
―Dame acá.
Me arrebató la daga y la degolló, tomó a Verónica y puso la daga en su mano, ella, sin tiempo ni espacio a reaccionar –estaba tan conmocionada como yo– no opuso resistencia, lo que hizo Rodhon fue de una crueldad total: tomó su mano e hizo que degollara al niño que tenía parte de su cabeza fuera del vientre femenino. Fue una escena espantosa. No podía creer que hubiese sido capaz de hacerlo. Sí, era cierto que yo maté a Rithana muchas veces, instigado por Rodhon, ella sufría y matarla, en cierto modo, era lo único que podría sacarla de ese dolor. Pero en ese momento estaba dando a luz, su bebé estaba naciendo, era de mi hermano.
Rithana ya no tenía aliento de vida. Me agaché a su lado y cerré sus aterrorizados ojos. Una lágrima cayó por mi mejilla. Ella no volvería a la vida. Yo ya la había hechizado para no volver. Ese sería el peor castigo para mi hermano. Y para mí. La quería, sí, como hermana, como amiga, aquel tiempo juntos había sido muy diferente a todos los anteriores, nos habíamos complementado, comprendido, apoyado, sin mis intervenciones de poder. Todo se había dado naturalmente, ella seguía enamorada de mi hermano, me lo había confesado, pero “sabía” que él solo quería hacerle daño, lastimarla.
Rodhon dejó caer la daga en el regazo de la mujer de mi hermano y, cuando este apareció, creyó que había sido yo el que la había asesinado. De nada valdría sacarlo de su error ni darle explicaciones.
Después de ver el inerte cuerpo de su mujer, a su hijo, a medio nacer, muerto, se volvió en contra de nosotros. Rodhon intentó proteger a Khala, mas no lo consiguió, la mató una vez más, porque una vez más, gracias a mí, lo había traicionado. Rodhon se enojó con mi querido hermanito por aquella acción tan desalmada y quiso acabar con él, pero no, Ptolomeo no tenía ganas de morir todavía. Cuando Ptolomeo tomó a Rithana en sus brazos para darle la sepultura que se “merecía”, me sentí podrido, mi hermano la amaba de verdad, solo que no sabía cómo amar, se había equivocado tantas veces. Y no había marcha atrás.
―Debiste dejarme hacerla inmortal. ¿Hasta cuándo impedirás que sea inmortal como nosotros? ―le reprochó Rodhon a mi hermano, con Khala en sus brazos.
―Rithana ha tenido que morir las mismas veces, su vida ha sido sufrimiento, todo para nada. ¿Y te preocupas por Khala?
―Khala es mi esposa. Debe ser mi esposa.
―¡Y Rithana mi esposa y la madre de mi hijo!
―Sabes que no podía vivir.
―Ahora, después de todos estos siglos me lo dijiste, Rodhon, ¿por qué esperaste tantas vidas? ¿Por qué no me lo dijiste en Egipto? No, no me culpes a mí… De haber sabido que realmente mi hijo no podría vivir, no hubiese arriesgado jamás a Rithana. Ahora tendré que esperar a su nueva vida para hacerla inmortal…
Miré a Rodhon, ¿acaso no le había dicho que Rithana no volvería a la vida? No, a juzgar por su expresión, no se lo había dicho. Y Ptolomeo no lo podía creer. Todo su mundo se derrumbó.
Sí, no niego que ver a mi hermano llorar no fue un espectáculo agradable ni digno de un “futuro faraón”. Pero ya que más daba. No sería ni faraón, ni padre, ni siquiera esposo. Aunque no era eso lo que tenía planeado, mi hermano estaba condenado a vivir el resto de su vida solo, nadando en sus millones, que nada harían por compensar las noches de desvelo con la imagen de Rithana en su cabeza.
Yo tampoco podría borrarla tan fácilmente de mi mente. Verlo con ella me descompuso y recordé todas las viejas rencillas que tenía en su contra.
Lo vi subir a su carruaje con Rithana en sus brazos. Hubiera sido una imagen desoladora… si no se hubiera tratado de esos dos traidores.
Miré a Rodhon, él tenía a Khala en sus brazos, pude percibir su odio, no solo hacia mi hermano, también a mí. Por un breve segundo pensé que él nos podría estar traicionando al jugar a dos bandas, sin embargo, esos pensamientos se esfumaron y dejaron en mí solo el sentimiento de rabia por Ptolomeo y Rithana que me habían traicionado.