23 de noviembre de 2002
Estaba nerviosa.
Annice no le había dicho que Dan era muy apuesto. Puede que su padre fuera peligroso, pero, desde luego, le había dado buenos genes.
Y es el hijo de un Alfa.
La simple idea de saber que era como un combo completo de tres chocolates en un helado solo le hacía imaginar lo afortunada que sería la mujer que lo tuviera como compañero.
Daniel O’Toole. Así se llamaba. Un licántropo en sus veinte, -más cerca de los treinta que de los veinte-, con una frondosa melena negra que le caía sobre los hombros. Sus ojos miel sonreían con picardía y su sonrisa era sexi. Ahora entendía por qué Annice había salido con él.
También era alto y como transformarse le hacía gastar mucha energía, prácticamente era una masa de puro musculo del tamaño de una pared de dos metros. Sí, definitivamente su amiga tenía muy buen ojo para los hombres.
Los tres (Daimon también había ido con ellos) estaban sentados en una mesa de una cafetería que había visitado a menudo con Annice. El olor del café, el té y los dulces era agradable; las vistas eran bonitas y los asientos eran cómodos. Tenía un aire tropical y la compañía era aun mejor. Bueno, si descontaban a Daimon con su cara gruñona. Casi no lo reconocía las últimas semanas, era como si un duende gruñón y malhumorado hubiera suplantado a su hermano de la noche a la mañana.
Daniel inclinó la cabeza y le sonrió. A su lado, Daimon soltó un bufido, el lobo lo miró con curiosidad.
—¿Ocurre algo?
Daimon estrechó los ojos.
—¿Tengo cara de que pasa algo?
Belinda se abstuvo de responder. En realidad, se veía como alguien que tenía un problema con el mundo. Daniel arqueó una ceja.
—La tienes —respondió inclinando nuevamente la cabeza y estrechando los ojos—. Me suena mucho tu cara —de repente, sonrió como si la inspiración hubiera llegado a él—. ¡Eres el tipo que estuvo en casa de Ann aquella noche! No sé cómo no he reconocido tu olor —se encogió de hombros—. Supongo que es porque estás en el lado opuesto del viento.
—Estamos en una habitación cerrada —espetó—. Aquí no hay viento.
Daniel hizo un gesto despreocupado.
—Igualmente hay muchos olores mezclados —respondió y frunció la nariz—. No sé cómo los humanos no se marean.
Porque nosotros no tenemos un olfato hipersensible.
Belinda miró a su hermano con curiosidad. Luego, volvió a mirar al lobo que sonreía. Se veía divertido por la situación. Demasiado, pensó. Sus ojos brillaban y lo miraban con la cara de un niño que sabía algo que el otro no.
Eso levantó sospechas en ella. ¿Él también sabía de los sentimientos de Annice hacia su hermano?
Daimon gruñó y se removió en el asiento.
—¿Puedes dejar de mirarme? —preguntó con fastidio—. Solo he venido a hablar porque parece que todo el mundo piensa que tenemos que hacerlo. Cuanto antes terminemos con esto, antes podré irme a preparar el local.
Eso llamó la atención del lobo.
—¿Es cierto que vas a abrir un bar? —sonrió—. Lo había escuchado de Ann. ¡Si es así, cuenta conmigo para visitarlo!
Daimon bufó y enarcó una ceja.
—¿De dónde ha escuchado ella eso? —preguntó y miró a Belinda de reojo. Ella se encogió de hombros. Sabía que no le había contado nada a Annice así que no sabía cómo se había enterado. Recordó a Evans. Puede que hubiera sido él o algo de sus otros hermanos.
Daimon también pareció pensarlo porque regresó la mirada a Daniel y se ajustó en el asiento.
—Mira, en este momento me trae sin cuidado como te has enterado o qué es lo que sabes de mí —señaló—. Ahora mismo tenemos un tema mucho más importante a tratar, así que no tenemos tiempo para bromas.
Daniel asintió, su cara más seria. Comprendía bien lo que Daimon quería decir. Su padre era un tema serio. Había estado atacando a gente sin tapujos e incluso había arriesgado a la Manada y Manadas colindantes a su conocimiento ante el público mundano. Sin embargo, eso no era todo. Muy a su pesar, se le consideraba cómplice en el asesinato de Kayla Black y, para más ímpetu, había ordenado a sus ejecutores que atacaran a cualquiera que intentara llegar a él.
Estaba actuando como un asesino, un capo de la mafia, un loco sin escrúpulos; y eso no estaba bien. No era correcto y alteraba la paz que había permanecido en Londres durante los años en los que los humanos no participaron en guerras.
Daniel tenía sus dudas sobre lo que había estado trabajando su padre en secreto. Tenía una leve sospecha de que había algo más, algo secreto y misterioso que le estaba ocultando a todos.
Cogió una bocanada de aire. El olor de los cafés, las tostadas, los dulces, los perfumes… Todos aquellos olores mezclados le causaban fatiga cuando se encontraban demasiado tiempo en un mismo lugar, pero podía soportarlo. Miró a los hermanos Black.
Estaba decidido a ayudarlos. A exponerse ante la manada y a detener a su padre. Tenía unos cuántos compañeros que estaban de su parte, amigos que estaban dispuestos a ser sus ejecutores y ayudarle a detener lo que estaban haciendo.
Sonrió ligeramente. Le gustaba la idea de entrar en acción y detener el peligro, aunque le doliera en el corazón luchar contra su padre. Nunca se lo perdonaría y sería un peso que siempre llevaría sobre los hombros, pero todo era por un fin mayor. Para salvar a los inocentes que estaban muriendo bajo sus ojos.
—Yo os ayudaré con todo lo relacionado con mi padre —dijo, lamió sus labios—. Esto eso es lo que haremos: la única forma de detenerlo es que alguien le rete por el liderazgo, alguien dispuesto a ser el Alfa.
Daimon inclinó la cabeza con curiosidad.
—¿Y tú estás dispuesto a serlo?
Asintió, muy a su pesar. En realidad, él nunca quiso serlo, pero solo tenía hermanas menores que él. Hermanas que jamás podrían retarlo por el cargo y a las que adoraba con locura.
—Es la única forma —reiteró—. Nadie en mi manada se atreve a retar al Alfa y solo yo puedo detenerle.
Daimon asintió.
—¿Qué es lo que necesitas? —preguntó—. Ya no puedo hablar por el Ministerio, pero ayudaremos en todo lo que esté en nuestra mano.
—No te preocupes por eso —dijo. Era sincero—. Tengo algunos compañeros dispuestos a ser mis ejecutores y hablaré con los líderes de las otras manadas para que me den su apoyo contra mi padre —suspiró—. Una lucha a muerte es lo que necesito para detenerle.
Belinda cogió aire. Un escalofrío recorrió su espalda.
—¿Lucha a muerte?
Daniel asintió con un rostro ceniciento y se encogió de hombros.
—Es la ley de las Manadas. Para poder ser Alfa solo hay tres opciones: que el Alfa esté en un estado que le impida ejercer durante un tiempo; que abdique en su sucesor (cosa que me temo que no va a hacer); o que le reten a una lucha a muerte por el puesto —se relamió los labios—. Supongo que la última opción es con la que nos quedamos.
El pecho de Belinda se encogió dolorosamente por un segundo. Ella jamás podría imaginar lo que sería tener que matar a su padre. Ni lo que debía sentir Daniel ante la idea. Puede que su padre no fuera el mejor del mundo, pero, a fin de cuentas, era su sangre y su familia.
Los hombros de Daniel cayeron.
—Lo que más me preocupa en este momento es mi madre. Son compañeros —sus ojos se cristalizaron—. Los licántropos no somos como los humanos, brujos o cualquier otra criatura. Nuestros compañeros son para toda la vida, son nuestro corazón y, sin nuestro corazón, solo caemos en desgracia. No sé cómo reaccionará ella.
Eso le dolió.
El hombre que tenía frente a ella sufría al pensar que, para salvar a muchos, tendría que romper su familia. De golpe, sintió mucha empatía por él.
El cuerpo de su hermano se relajó a su lado y ella aprovechó para mirarlo ligeramente. Al igual que ella, Daimon debía de sentir lastima por el lobo. El hombre tenía que sacrificar a su familia y, posiblemente, separar parte de su manada para evitar que toda esta situación acabara en desgracia.
Lo vieron apoyarse en el respaldo del asiento. Sus ojos se cerraron ligeramente antes de volver a abrirse. Eran una bonita sombra color miel que ahora mostraba tristeza.
—Hay algo que no os he contado —echó un vistazo a su alrededor antes de detenerse a mirarlos—. Es sobre los lobos que han enloquecido.
Eso llamó su atención.
—¿Sabes algo de eso?
Daniel asintió.
—Es por un suero en sangre que mi padre les está inyectando —sus labios se apretaron, sus ojos reflejaban desagrado—. No sé de dónde lo ha sacado, pero es evidente que es consciente de lo que les está haciendo a nuestros lobos. Ya han sido varios que han enloquecido lo suficiente como para matar a sus familias, atacan a plena luz del día y me temo que esto se está extendiendo a las hadas.
>>No sé de dónde demonios lo ha sacado, ni quien más lo tiene. He estado hablando con Miller, ya sabéis que él es el nuevo Maestro del nido de Londres, y me contó que su antiguo Maestro se relacionaba con alguien que le suministraba el suero que enloquecía a sus vampiros. Él está investigando sobre eso por su parte y yo pienso hacer lo mismo por el mío.
Ambos asintieron.
—Me parece bien —dijo Daimon.
El lobo lo miró.
—Eso no es todo —prosiguió. Volvió a coger aire, parecía preocupado por su reacción—. Soy plenamente consciente de lo que le pasó a vuestra madre. No os estoy pidiendo que reabráis viejas heridas, pero si ella murió por acercarse demasiado, es muy posible que tenga notas o algo que le hiciera saber quién era el culpable.
Su cuerpo se tensó. Nunca habían pensado en buscar entre sus cosas. Todas estaban guardas y se sentía como algo indebido, algo que debía permanecer solo en la memoria. Quizá deberían haber empezado a buscar por ahí, pero ninguno tenía el coraje de hacerlo. Era como había dicho Daniel, se sentía como abrir viejas heridas.
—Lo entiendo —nuevamente fue Daimon quien habló—. Nosotros nos encargaremos de investigar sobre el contacto que les expedía el suero. Estaremos en contacto.
****
Cuando Daniel se fue, Belinda no sabía qué decir.
Simplemente se quedó de pie ahí, junto a la puerta de la cafetería, con su hermano en completamente en silencio, observando el camino de asfalto por el que se había marchado Dan.
Aquel hombre le había caído bien. Era agradable y comprendía por qué Annice había salido con él. Tenía un encanto pícaro, atrevido; y una sonrisa de muerte. También entendía por qué su hermano lo odiaba. Era ese tipo de hombre el que había estado con Annice y no él. Eso le hizo gracia. Era consciente de que ambos se atraían como imanes, puede que incluso no fuera la única en verlo, pero parecía que ninguno era capaz de darse cuenta de los sentimientos del otro.
Cuando estaban cerca, había tensión, había ojos enamorados mirando al otro y un brillo que les iluminaba la cara. Eran como dos almas gemelas que se tentaban mutuamente, sin llegar del todo a explotar.
Sería divertido cuando todo explotara.
24 de noviembre de 2002
Evans soltó un estornudo. Con la nariz aun picándole, se pasó el puño para rascarse. Belinda lo compadeció. La habitación estaba llena de polvo y ella también había estornudado un par de veces.
—¿Cómo puede tener una habitación tanto polvo? —preguntó su hermano con desgradado.
—Fácil. No limpies.
Harry rio levemente unos metros más lejos. Al final había terminado enterándose de lo que pasaba cuando los pilló a Evans y a ella hablando entre susurros en la cocina. Al principio, ambos se habían escabullido, pero tras tener a su hermano detrás de ellos durante un día entero, uno terminaba harto y al final, le habían contado todo.
Al principio, jadeó, se sorprendió y los insultó por no haberle dicho nada. Luego, simplemente se unió al grupo. Ahora los tres se encontraban en una vieja habitación en la esquina más alejada de la casa, llena de carpetas, documentos y un montón de cosas que una vez había pertenecido a su madre.
Belinda volvió a estornudar.
—Esto es un asco —se quejó—. No entiendo por qué nunca limpiamos esta habitación. Aquí no se puede ver nada sin que el polvo te llegue a los ojos o te pique la piel.
—Se me ocurren unas cuantas teorías —responde Evans.
Ella se giró hacia él con los ojos aún llorosos por el polvo y los estornudos.
—Ilústrame.
Evans se encogió de hombros y Harry pasó por su lado para acercarse a otra pila de libros.
—Porque eso sería como abrir viejas heridas —echó un vistazo a la pila de cosas que había a su alrededor. Desde cajas hasta libros y carpetas que habían pertenecido a su madre. Todo muy bien guardado y ordenado, pero lleno de polvo—. No soy tonto. He visto como es un tema delicado para Alex y Connor; y ya no te digo Daimon. Aun recuerdo como parecía que iba a llorar cada vez que en el colegio le decían algo como “no tienes madre”.
Belinda también se acordaba de eso. Una vez entró en una pelea porque un chico de la misma edad de Daimon se había metido con él. Lo golpeó, la golpeó de vuelta y ambos se vieron envueltos en una pelea en el suelo mientras Daimon lloraba porque no quería que siguieran peleando.
Sonrió.
—Yo también me acuerdo.
—Creo que machacaste al hijo de los Fletcher, ¿no? —preguntó Harry.
Belinda le dirigió una enorme sonrisa llena de satisfacción.
—Lo hice.
Su hermano se rio y agitó la cabeza, mechones castaño oscuro moviéndose sobre su frente y alrededor de su cara. Empezaba a necesitar un corte de pelo con urgencia.
—¿Habéis encontrado algo? —ese era Evans quejándose bajo una capa de polvo.
—Nop —respondió Harry.
Su hermano suspiró y por un momento se hizo el silencio entre los tres. Silencio y un grito de Evans. Harry y ella saltaron con el grito y giraron la cabeza para mirarlo. Evans se había levantado de un salto del suelo y había empezado a correr en dirección a la puerta.
Belinda intercambió una mirada llena de confusión con Harry antes de volver a mirar por donde había salido corriendo.
—¿Evans? —preguntó.
—¡Araña! —gritó. Breves segundos de silencio antes de que volviera a gritar—. ¡Hay una maldita araña entre los libros! ¡Esto no es una búsqueda, es una tortura!
Harry la miró. Pestañeó.
—Bueno, ¿seguimos buscando?