Mileva calculó, con horror, que habían recorrido apenas una cuarta parte de la distancia total (solo de la ida, luego deberían volver) y ya tenía varios raspones en las piernas y las zapatillas llenas de barro. Si el estanque fuera un reloj, ellos entraron en el seis, lo bordearon en el sentido contrario de las agujas y salieron en el tres; hacia el norte. Los manoseos no tardaron en regresar. Mileva descubrió que ya no le molestaban tanto, aunque estaban lejos de gustarles. Ya los estaba viendo como una forma de pagarle a sus guías por no dejarla abandonada en este sitio que para ella representaba el terror en estado puro. Cada rama que crujía o cada movimiento de las hojas de un árbol la ponía en máxima alerta. Hasta el momento sólo había visto unos patos sobrevolando la zona y un car