Mientras estudié los últimos cursos del bachillerato elemental todos los días lectivos pasaba por la tarde alrededor de dos horas en el domicilio de Raquel, una profesora cuarentona, culona y “pechugona” de poblado cabello claro que solía llevar recogido en un moño, que me ayudaba con los deberes y con los estudios. Su carácter autoritario y exigente la había obligado a dejar la docencia, a pesar de ser una excelente profesora, tras haberse enfrentado con su alumnado, con los padres y con sus superiores para ponerse a trabajar a media jornada, excepto los sábados que realizaba jornada completa y los lunes que descansaba, como cocinera en un restaurante, lo que la permitía sacar a la luz sus dotes culinarios, labor que compaginaba con la de impartir clases particulares a grupos reducidos de