CAPÍTULO I: 1802-2

2000 Words
—¿Tú crees eso de verdad… que una mujer podría hacerme eso a mí?— preguntó él torciendo un poco los labios. —Las mujeres siempre encuentran la manera de meter a un hombre en cintura, de un modo o otro— había contestado su amigo. —Entonces yo seré la excepción— señaló el Marqués—. Te aseguro que escogeré a mi esposa con el mismo cuidado con que escojo a mis caballos. —Conociendo la suerte endemoniada que tienes, sin duda será una mujer comparable a un caballo que gana la Copa de Oro en su primera carrera en Ascot, y se lleva el Derby el mismo año. El Marqués se había echado a reír. —Me estás poniendo una meta tan alta que, si soy un poco inteligente, permaneceré toda la vida como estoy ahora… ¡soltero! —Pero, necesitarás un hijo que herede tu inmensa fortuna. —Ya habrá tiempo para eso— contestó el Marqués. La verdad era que estaba evitando el matrimonio porque había visto, en el caso de muchos de sus amigos, que no era un estado envidiable. Por fortuna, había heredado el título antes de cumplir veinte años, lo que significó librarse de lo que su padre lo presionara a realizar un matrimonio arreglado, cosa casi inevitable para los hombres jóvenes de su posición. Había visto demasiados casos en que los hombres eran moralmente destruidos por un matrimonio desdichado. Aunque se decía a sí mismo que esas cosas jamás le sucederían a él, se daba cuenta de la forma tan rápida en que una mujer lo aburría. Y si eso era inevitable con sus amantes, no lo sería menos con una esposa. Por lo tanto, disfrutaba de su soltería y jamás concedía al matrimonio el menor pensamiento, excepto cuando algún entremetido le recordaba que un día necesitaría un heredero. Reconocía que era cierto, pero como todavía tenía menos de veintinueve años, no había ninguna urgencia al respecto. Mientras saboreaba su copa de champaña, de excelente calidad, la doncella empezó a traer varios platillos que fueron colocados en una mesita lateral. El Marqués, un gran amante de la buena mesa, que tenía empleado al mejor chef de Londres, cruzó la habitación para inspeccionarlos. Los platillos se veían muy apetitosos, por lo que pensó, satisfecho, que no habría necesidad de recurrir al paté que había mandado traer. Se sentó a la pequeña mesa con Nicole frente a él y, mientras disfrutaba de una excelente comida, servida con discreción y eficiencia por la doncella, que era también francesa, había empezado a pensar que, una vez más, su suerte excepcional le había hecho encontrar a Nicole. Ella se veía preciosa a la luz de las velas y a él le encantaban sus ojos oscuros, de forma un poco oblicua, que le conferían una exótica belleza. Su rostro, aunque debía gran parte de su atractivo al artificio, era delicado, de piel inmaculada. Hablaron de teatro y ella lo había hecho reír comentado los arrebatos temperamentales de las primeras damas y las excentricidades de los administradores. —¿Tienes mucho tiempo en el teatro?— preguntó él. —Unos tres años, milord. —Entonces, ¿por qué no te había visto antes? —Es mi primera temporada en Covent Garden. El Marqués se daba perfecta cuenta de que el sueldo de ella no podía permitirle vivir con el lujo y las comodidades que la rodeaban. Se preguntó si debía interrogarla acerca de quién había sido su protector que, tal vez, estaba pagando por la excelente cena de que disfrutaban. Mientras bebían el clarete, que era tan bueno que el Marqués había enviado una caja en una ocasión al Príncipe de Gales, no le sorprendió oír decir a Nicole: —El vino es delicioso, milord. —Me alegra que lo aprecies. Sí, es un vino excepcional. Me lo enviaron de Francia hace apenas dos meses. Vio que ella lo escuchaba interesada y agregó: —Es poco frecuente encontrar a una mujer que entienda de vinos. Debe ser tu sangre francesa, ¿o te enseñó alguien a apreciarlos? —Mi padre me enseñó todo lo que sé sobre vinos y sobre comida. Es decir, sobre comida francesa. Él considera que eso es parte importante de la educación de una. —¿Tu padre vive todavía? —Sí, milord. ---¿Y dónde está? —Vive en Little Hamble. Me imagino que nunca habrá oído hablar del lugar. Es un pueblo pequeñito, en Northumberland. Nicole dijo aquello como si no tuviera deseos de continuar ese tema de conversación. La libró de hacerlo la presencia de la doncella, quien se estaba llevando los últimos platos sucios y que, un momento después, puso junto a ella una bandeja de plata con una cafetera llena del aromático líquido. La doncella llenó la copa del clarete del Marqués y, después de abrir otra botella, puso una licorera con coñac frente a él. Todo esto, como había comprendido bien el Marqués, significaba que la mujer se disponía a marcharse y a dejarlos solos y él pensó que la comida, que había sido deliciosa y servida a la perfección, era el preludio adecuado a lo que le esperaba. Tomó su copa y la levantó. —Brindo por una anfitriona admirable— dijo—, ¡y por una cena que será la primera de una larga serie! —¿Está seguro de eso, milord? —Muy seguro. Si tienes alguna duda, estoy dispuesto a convencerte de que ésta es una noche muy especial para ambos. Él había hablado con aquella voz profunda que emocionaba tanto a las mujeres y cuando los ojos de Nicole se encontraron con los suyos a través de la mesa iluminada por las velas, pensó que hacía mucho tiempo que no encontraba a una mujer tan deseable como ella. Le agradaba que no hubiera coqueteado con él durante la cena ni demostrado que deseaba atraerlo. Hablaba en la misma forma en que lo habría hecho una dama de la nobleza y comía con una elegancia que habría resultado perfecta aun para la propia Casa Carlton, del Príncipe de Gales. «Es evidente que existe algún secreto con respecto a sus padres», pensó, «… y, aunque me haya estado diciendo mentiras, lo ha hecho con tanta habilidad y en forma tan encantadora, que me siento, más que escéptico, desconcertado». Decidió que esta nueva relación que había iniciado resultaba muy satisfactoria, desde todos los puntos de vista. Retiró un poco la silla de la mesa y cruzó las piernas con expresión de contento. No eran sólo sus riquezas lo que hacía que las mujeres lo persiguieran incansables. Era también su apostura física y, tal vez, la expresión de bucanero que había en sus ojos y que revelaba que era el tipo de hombre que tomaba todo aquello que deseaba. Uno de los ancestros del Marqués había sido pirata y él era muy joven todavía cuando supo que un pirata tomaba por la fuerza aquello que no podía obtener por medios legales. Con frecuencia se preguntaba si, de no encontrarse en la afortunada posición de poder pagar por cualquier cosa que deseaba, él también habría recurrido a la fuerza para satisfacer sus deseos. Y ya que no podía demostrarlo en otra forma, lo hacía apoderándose de todas las mujeres que le gustaban, lo mismo si tenían esposos celosos, que si estaban bajo la protección de un hombre que no podía ser con ellas tan generoso como él. No tenía escrúpulos de ninguna especie en ese sentido y aunque muchos hombres hubieran querido retarlo y pelear con él para defender sus derechos, no había un solo espadachín ni tirador de pistolas que se hubiera atrevido a hacerlo, ya que todos sabían muy bien que él era superior a cualquiera, con ambas armas. —Cuéntame sobre ti— había dicho el Marqués—, no soy tan ingenuo para creer que no has tenido muchos ardientes admiradores en tu vida, antes que yo. Nicole sonrió con aire misterioso. —No creo que a Su Señoría le gustara que lo aburriera con la historia de mi vida. —Por el contrario, me interesaría mucho conocerla— insistió el Marqués—, cuando hayas terminado el clarete, quiero que pruebes mi coñac, que es excelente. Después, creo que sería conveniente que nos sentáramos más cerca uno del otro. Levantó su nueva copa de clarete, que no había tocado todavía. —Me desconciertas y me excitas— dijo—, ahora, cuéntame todo sobre ti. Al decir eso, bebió casi la mitad del clarete que había en su copa. Cuando lo sintió pasar por su garganta, le pareció advertir algo extraño en él. Y, al llevarse la copa medio vacía a la nariz para oler su contenido, se dio cuenta de que algo extraordinario estaba sucediendo a todo su cuerpo y que resultaba difícil moverse… pensar… Estaba luchando contra una extraña oscuridad y una parálisis que se apoderaban de él. Entonces no recordó nada más… su memoria evocó todo aquello y, con un esfuerzo casi sobrehumano, mientras la cabeza le daba vueltas… El Marqués se obligó a sí mismo a incorporarse en la cama. —¡Maldita sea, me drogaron!— murmuró. Era casi increíble que una cosa así le hubiera sucedido a él. Que lo hubieran tratado como a un provinciano que llegaba por primera vez a Londres y que era robado por la primera prostituta que encontrara en la calle… Pero ahora él, el Marqués de Sarne, el hombre que se jactaba de que nadie podía jugarle una mala pasada, porque sabía de memoria todos los trucos del bajo mundo, ¡había sido drogado con su propio clarete por una bailarina de ballet de Covent Garden! . ¿Cómo era posible? ¿Y por qué lo había hecho? ¿No se daba cuenta Nicole de las repercusiones que tendría para ella su conducta? Él podía hacer que la despidieran del teatro con sólo hablar con el gerente. El Marqués se sentó y, con un esfuerzo más grande aún, bajo las piernas de la cama y se puso de pie. Se llevó la mano a la frente, como si temiera que la cabeza se le fuera a partir en dos o a separar del cuello. «¡Sólo Dios sabe qué me dieron!», pensó. «¡Pero debe haber sido pólvora, por el efecto que tuvo sobre mí!». Después de unos segundos, abrió los ojos y vio en el suelo, a sus pies, el papel que había estado en su pecho y que debió caerse con sus movimientos. Eran en realidad dos papeles. Los miró un momento. Uno de ellos era una nota manuscrita y el otro una forma impresa. Por algunos instantes, no le interesaron. Se concentró en su terrible dolor de cabeza. «Debo salir de aquí», se dijo. El sol estaba entrando a raudales por la ventana sin cortinas y supuso que había pasado ahí toda la noche. Por fin, sujetándose aún la frente con una mano, se inclinó y levantó con la otra los dos pedazos de papel, para ponerlos frente a sus ojos. El primero de ellos, escrito con letra masculina, tosca y grande, decía: “Mi primer propósito, después de haberlo drogado, fue arrojarlo al río. Pero entonces pensé que morir ahogado era demasiado bueno para usted y, por tanto, ¡he hecho que el castigo sea digno del crimen cometido! ¡Y creo que lo logré!” Kirkhampton”. El Marqués miró la nota y volvió a leerla. Así que era Kirkhampton quien había puesto droga en su clarete. Kirkhampton, que lo detestaba, y a quien él detestaba a su vez. Jamás le habría atribuido la inteligencia suficiente para hacer algo que lo humillara en forma tan efectiva. —¡Maldito sea!— exclamó el Marqués en voz alta—. ¡Lo retaré a duelo aunque sea lo último que haga en mi vida! Entonces, al mirar el otro papel que había levantado del piso, se quedó petrificado. Por un momento, pensó que sus ojos debían estarlo engañando, y miró de nuevo. ¡Era un Certificado de Matrimonio con su nombre! Decía, con toda claridad, aunque él no podía dar crédito a lo que estaba leyendo, que se había celebrado un matrimonio el quince de junio, que era la fecha del día anterior, entre “El nobilísimo Vallient Alexander, Marqués de Sarne, soltero; y Romana Wardell, soltera, habiendo oficiado en la ceremonia el Reverendo Adolphus Fletcher, Capellán de Su Majestad en la prisión de Fleet”. —¡No puede ser cierto!— exclamó el Marqués. Pero el certificado parecía estar en orden y sabía, cosa que recordó con un sentimiento de horror, que los capellanes que pululaban por la prisión de Fleet, eran capaces de celebrar cualquier ceremonia, a cambio de dinero. Ahora estaba seguro de que, si un capellán de la prisión de Fleet, reconocido por la iglesia, había celebrado un matrimonio, la unión era válida. El Marqués se puso de pie.
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