Pues vas a tener que confiar en mí y ya está.
Me reí. Su cabeza miró en mi dirección, con los ojos algo más abiertos de lo
normal.
—¿Que confíe en ti? ¿En un demonio? ¿Tú qué te fumas, tío?
Sus ojos resplandecieron con… ¿qué era? ¿Enfado o diversión?
—Fumar perjudica gravemente la salud.
Apreté los labios con fuerza, deteniendo la sonrisa antes de que se extendiera por
mi cara y le diera una idea equivocada.
—No puedo creer que acabes de decir eso.
Levantó la barbilla.
—Es verdad. Nada de drogas mientras trabajo. Incluso el Infierno tiene sus
normas.
—¿Cuál es tu trabajo exactamente? —pregunté.
—Desflorarte en la parte trasera del coche más caro jamás fabricado.
Traté de apartar la mano, pero él me la sostuvo.
—Suéltame.
—Por los clavos de Cristo. —Soltó una risotada profunda—. Solo estaba de
broma, no seas tan mojigata.
Volví a ruborizarme, porque sí que me sentía como una mojigata; una sensación
lógica teniendo en cuenta que nunca había besado a un tío.
—Suéltame la mano.
Roth soltó un largo suspiro.
—Mira, lo si… lo si… —Tomó aire profundamente y volvió a probar—. Lo
sien…
Giré la cabeza hacia él, esperando.
—¿Cómo? ¿Que lo sientes?
Parecía disgustado y tenía los labios fruncidos.
—Lo… si… en… to.
—Estás de coña. ¿No puedes decir que lo sientes?
—No. —Me miró fijamente, con seriedad—. No está en el vocabulario de los
demonios.
—Qué bonito. —Puse los ojos en blanco—. Pues no te molestes siquiera en tratar
de decirlo si no lo piensas en serio.
Roth pareció considerar esa idea.
—Trato hecho.
Una puerta al otro lado del gimnasio se abrió, y el subdirector Mckarla salió al
—Pues vas a tener que confiar en mí y ya está.
Me reí. Su cabeza miró en mi dirección, con los ojos algo más abiertos de lo
normal.
—¿Que confíe en ti? ¿En un demonio? ¿Tú qué te fumas, tío?
Sus ojos resplandecieron con… ¿qué era? ¿Enfado o diversión?
—Fumar perjudica gravemente la salud.
Apreté los labios con fuerza, deteniendo la sonrisa antes de que se extendiera por
mi cara y le diera una idea equivocada.
—No puedo creer que acabes de decir eso.
Levantó la barbilla.
—Es verdad. Nada de drogas mientras trabajo. Incluso el Infierno tiene sus
normas.
—¿Cuál es tu trabajo exactamente? —pregunté.
—Desflorarte en la parte trasera del coche más caro jamás fabricado.
Traté de apartar la mano, pero él me la sostuvo.
—Suéltame.
—Por los clavos de Cristo. —Soltó una risotada profunda—. Solo estaba de
broma, no seas tan mojigata.
Volví a ruborizarme, porque sí que me sentía como una mojigata; una sensación
lógica teniendo en cuenta que nunca había besado a un tío.
—Suéltame la mano.
Roth soltó un largo suspiro.
—Mira, lo si… lo si… —Tomó aire profundamente y volvió a probar—. Lo
sien…
Giré la cabeza hacia él, esperando.
—¿Cómo? ¿Que lo sientes?
Parecía disgustado y tenía los labios fruncidos.
—Lo… si… en… to.
—Estás de coña. ¿No puedes decir que lo sientes?
—No. —Me miró fijamente, con seriedad—. No está en el vocabulario de los
demonios.
—Qué bonito. —Puse los ojos en blanco—. Pues no te molestes siquiera en tratar
de decirlo si no lo piensas en serio.
Roth pareció considerar esa idea.
—Trato hecho.
Una puerta al otro lado del gimnasio se abrió, y el subdirector McKarla salió al pasillo, con un traje de un apagado color marrón que era al menos dos tallas
demasiado pequeño para su barriga. Frunció el ceño de inmediato y ganó dos
barbillas cuando nos vio.
—¿No se supone que deberías estar en el gimnasio, señorita Shaw, y no en el
pasillo? —preguntó, aflojándose el cinturón—. Puede que estés mezclada con esas
cosas, pero eso no te da privilegios especiales.
¿Mezclada con esas cosas? Ellos no eran cosas. Eran Guardianes, y mantenían a
salvo a los imbéciles desagradecidos como McKenzie. Mis dedos apretaron por reflejo
los de Roth mientras la furia y un poco de tristeza me inundaban.
Esa gente no tenía ni idea.
Roth me echó un vistazo, y después al subdirector. Agachó la cabeza y esbozó una
sonrisa tímida. Justo en ese preciso momento, supe que estaba a punto de hacer algo
muy malo.
Malo nivel demoníaco.
Y lo único que podía hacer era prepararme para ello.
—¿Y tú? —continuó el subdirector mientras caminaba hacia nosotros con andares de
pato, mirando a Roth de arriba abajo con desagrado—. Vete a la clase donde quiera
que debas estar. Ahora.
Roth me soltó la mano y cruzó los brazos por delante del pecho. Le devolvió la
mirada, pero sus pupilas irradiaban una luz extraña.
—¿Subdirector McKenzie? ¿También conocido como Willy McKenzie, nacido y
criado en Winchester, en el Estado de Virginia? Graduado en la Universidad de la
Commonwealth de Virginia, y casado con una dulce muchacha del sur.
Era evidente que había pillado al hombre con la guardia baja.
—No sé qué…
—¿El mismo Willy McKenzie que no se ha acostado con esa dulce muchacha
desde la creación del DVD, y que guarda un alijo de porno en el armario de su casa?
Y no cualquier clase de porno. —Roth dio un paso hacia delante y bajó la voz hasta
que no fue más que un susurro—. Ya sabes de qué estoy hablando.
Noté una acidez en el estómago. El subdirector tenía un estatus de alma
cuestionable; no tan evidente como el hombre que había en la calle la noche que
conocí a Roth, pero siempre había tenido algo que me ponía recelosa.
La reacción de McKenzie fue totalmente diferente. Su cara se volvió de un feo
tono de rojo mientras sus carrillos se movían.
—¿C… cómo te atreves? ¿Quién eres? Eres…
Roth levantó un dedo, el dedo corazón, y lo silenció.
—¿Sabes? Podría hacerte ir a tu casa y acabar con tu miserable vida. O, mejor
todavía, caminar hasta la calle y tirarte delante del camión que recoge basura como tú.
Después de todo, el Infierno lleva ya un tiempo echándote el ojo.
En ese momento experimenté un conflicto moral. O bien podía dejar que Roth
manipulara a aquel pedófilo para que se matara, o bien podía detenerlo, porque, fuera
un pervertido o no, Roth estaría quitándole su libre albedrío.
Carajo. Era una decisión difícil.
—No voy a hacer ninguna de esas dos cosas —dijo Roth para mi sorpresa—. Pero
voy a joderte. A lo grande. —Mi alivio no duró demasiado—. Voy a quitarte lo que
más te gusta en este mundo: la comida. —Roth le dirigió una sonrisa bondadosa, y en
ese momento parecía más un ángel que un demonio, con esa belleza abrumadora en la
que no podía confiar—. Cada dónut que veas te parecerá que está espolvoreado con
una buena dosis de gusanos. Cada pizza te recordará a la cara de tu padre muerto.
¿Las hamburguesas? Olvídalas. Te sabrán a carne podrida. ¿Y los batidos? Agrios. Ah.
¿Y esos botes de sirope de chocolate que mantienes ocultos de tu mujer? Estarán
llenos de cucarachas.
Un fino hilo de baba se escapó de la boca abierta de McKenzie, deslizándose por
su barbilla.
—Ahora vete antes de que cambie de idea. —Roth movió la mano para que el
hombre se marchara.
McKenzie se giró rígidamente y volvió a su despacho, con una extraña mancha
húmeda extendiéndose por sus piernas.
—Eh… ¿Va a recordar algo de esto?
Me aparté de Roth, aferrando la mochila contra mi cuerpo. Dios mío, las
habilidades de aquel demonio eran increíbles. No sabía si estaba más asustada o
impresionada.
—Solo que la comida es ahora su peor pesadilla. Creo que le pega, ¿no te parece?
Levanté una ceja.
—¿Cómo sabías todo eso?
Roth se encogió de hombros, y la luz se desvaneció de sus ojos.
—Estamos sintonizados con todas las cosas malvadas.
—Eso no es una gran explicación.
—No pretendía que lo fuera. —Volvió a tomarme la mano—. Ahora vamos a
trabajar. Tenemos un zombi que encontrar.
Me mordí el labio, sopesando mis opciones. Ya era demasiado tarde para unirme a
la clase, y había un zombi en el instituto, que debía encontrar por el bien de Abbot.
Pero Roth era un demonio; un demonio que me había seguido hasta allí.
Suspiró junto a mí.
—Mira. Sabes que realmente no puedo obligarte a hacer nada que no quieras
hacer, ¿verdad?
Le eché un vistazo.
—¿Qué quieres decir?
Su mirada se volvió incrédula.
—¿Es que no sabes nada de lo que eres? —Examinó mi rostro y obtuvo la
respuesta a su pregunta—. No eres susceptible a la persuasión demoníaca. Al igual
que no puedo obligar a un demonio o a un Guardián a hacer algo que no quieran.
—Ah. —No tenía ni idea de cómo se suponía que tenía que saber eso. No había
un manual de operaciones demoníacas o algo por el estilo—. En cualquier caso, ¿por
qué quieres que vaya contigo a buscar el zombi? ¿La idea de un zombi causando
estragos en un instituto no debería ser algo bueno para ti?
Se encogió de hombros.
—Estoy aburrido.
Irritada, traté de liberar mi mano.
—¿Alguna vez podrías darme una respuesta directa?
Algo centelleó en sus ojos.
—Está bien. ¿Quieres saber la verdad? Estoy aquí por ti. Sí, lo has escuchado
correctamente. Y no me preguntes por qué, porque ahora mismo no tenemos tiempo,
y de todos modos tampoco me creerías. Eres mitad Guardiana, y si te muerde un
zombi, quedarás infectada. Tal vez no te vuelvas loca del todo como los humanos,
pero sí lo suficiente como para que mi trabajo sea mucho más difícil.
Mi ritmo cardíaco se cuadriplicó.
—¿Por qué…? ¿Por qué estás aquí por mí?
—Por el amor de todo lo que es impío, ¿por qué tienes que ser tan difícil? Ya me
he disculpado por llamarte «mojigata». Incluso me disculparé por lo de ayer. Te
asusté. Tiré tu móvil al retrete. Mira, me criaron en el Infierno, así que podría decirse
que soy un poco torpe relacionándome con la gente.
«Torpe» no era una de las palabras que aparecían en mi mente para describirlo.
Tenía esa clase de gracia fluida que resultaba sobrenatural y predatoria.
—Esto es extraño, incluso para mí —admití.
—Pero es mejor que la clase de Educación Física, ¿verdad?
La mayoría de las cosas eran mejores que la clase de Educación Física.
—Quiero saber por qué el hecho de que estés aquí tiene algo que ver conmigo.
—Como te he dicho, no me creerías. —Al ver que me mantenía firme, dijo algo
demasiado bajo y deprisa como para que lo entendiera. Ni siquiera estaba segura de
que fuera mi idioma, pero sonaba como una maldición—. No estoy aquí para hacerte
daño, ¿vale? Es lo último de lo que deberías preocuparte.
Sorprendida, tan solo pude mirarlo fijamente mientras me daba cuenta de repente
como si me hubieran golpeado la cabeza: por alguna razón, aunque no sabía por qué,
le… le creía. A lo mejor se debía a que si Roth hubiera querido hacerme daño ya lo habría hecho, o a lo mejor se trataba tan solo de que era increíblemente estúpida y
tenía ganas de morir. Y la verdad es que la idea de ir a clase de Educación Física era
un asco.
Suspiré.
—Vale, pero cuando acabemos me dirás por qué estás aquí. —Roth asintió con la
cabeza. Mi mirada cayó hasta nuestras manos unidas. Una calidez había subido por mi
brazo, y la verdad es que no confiaba en esa sensación—. Y no hace falta que me
tomes de la mano.
—¿Y si me entra miedo?
—¿En serio?
Pasaron unos cuantos segundos, y entonces me soltó la mano. Se rascó la barbilla
y se encogió de hombros.
—Vale. Trato hecho, pero si después quieres tomármela tú, no tendrás suerte.
—No creo que eso vaya a ser un problema.
Roth se guardó las manos en los bolsillos de los vaqueros negros mientras se
balanceaba sobre sus talones.
—¿Estás contenta ya? ¿Podemos ir?
—Está bien —dije—. Vale.
Me lanzó una amplia sonrisa, mostrando dos hoyuelos perfectamente situados que
no había visto antes. Casi parecía normal cuando sonreía de ese modo, pero la
perfección de su rostro seguía resultando irreal.
Aparté la mirada de él y caminé hacia delante.
—¿Dónde habías dicho que estaba?
—En los cuartos de las calderas, en el sótano. Y probablemente va a oler peor ahí
abajo.
De algún modo, me había olvidado del olor.
—Entonces, ¿vosotros hacéis un seguimiento de otros demonios y esas cosas?
Roth asintió con la cabeza mientras abría las puertas dobles con el hombro.
—Sí.
Atrapé la puerta antes de que se cerrara de golpe, y la cerré con cuidado.
—¿Y dejáis que infecten a los humanos, aunque vaya contra las reglas?
Él comenzó a bajar la escalera y echó un vistazo hacia atrás. Estaba tarareando
algo entre dientes, una canción que me resultaba ligeramente familiar.
—Sí.
Lo seguí, aferrándome al pasamanos con dedos húmedos. Tenía la sensación de que algo había anidado en mi estómago.
—Los Alfas prohíben esa clase de cosas. Tan solo podéis…
—Lo sé. Tan solo podemos alentar a los humanos a que hagan cosas, pero jamás
manipularlos directamente, infectarlos o matarlos, y bla, bla, bla. El libre albedrío es
una mierda. —Se rio y saltó del escalón, aterrizando ágilmente sobre el cemento—.
Somos demonios. Podría decirse que las reglas solo se nos aplican cuando nosotros
queremos.
—El libre albedrío no es una mierda, Roth.
Se detuvo de repente delante de mí y clavó los ojos en los míos.
—Dilo otra vez.
Fruncí el ceño.
—¿Que diga qué?
—Mi nombre.
—¿Roth…?
Los hoyuelos volvieron a aparecer.
—¿Sabes que es la primera vez que pronuncias mi nombre? He decidido que me
gusta mucho. Pero, volviendo a lo que decía, el libre albedrío sí que es una mierda.
Nadie tiene libre albedrío realmente.
No podía apartar la mirada.
—Eso no es verdad. Todos lo tenemos.
Roth subió un escalón, alzándose como una torre por delante de mí. Quería
retroceder, pero me obligué a permanecer inmóvil.
—No tienes ni idea —dijo, y sus ojos relucieron como fragmentos de alguna joya
color ámbar—. Ninguno de nosotros lo tiene, especialmente los Guardianes o los
demonios. Todos tenemos órdenes, órdenes que debemos obedecer, y al final siempre
acabamos haciendo lo que nos dicen. La idea del libre albedrío es un chiste.
Sentía lástima por él si realmente creía eso.
—Yo tomo decisiones cada día; mis decisiones. Si no tienes libre albedrío,
¿entonces qué clase de propósito puedes tener en la vida?
—¿Qué clase de propósito tiene un demonio? ¿Eh? —Se dio unos golpecitos en la
barbilla con la punta del dedo—. ¿Debería coaccionar a un político para que se vuelva
corrupto o debería salvar a un gatito de un árbol? Espera. Soy un demonio. Voy a…
—No tienes que ser sarcástico.
—No lo soy. Tan solo te estoy poniendo un ejemplo de cómo somos lo que
somos, nacemos para hacer eso. Nuestros caminos están claramente dispuestos por
delante de nosotros, y no hay forma de cambiarlo. No hay libre albedrío.
—Esa es tu opinión.
Sostuvo mi mirada durante unos cuantos segundos más, y después sonrió.
—Vamos.
Se giró y se apresuró a bajar otro tramo de escalera. Tardé unos cuantos segundos
en conseguir que mis piernas funcionaran.
—Yo no me parezco en nada a ti.
Roth volvió a reírse de esa forma áspera y profunda. Una breve y satisfactoria
imagen de mí tirándolo por la escalera de una patada volvió a aparecer en mi mente.
Estaba tarareando otra vez, y yo estaba demasiado enfadada con él como para
preguntarle de qué canción se trataba.
El instituto era viejo y tenía varias plantas, pero lo habían remodelado hacía pocos
años. La escalera era una señal de su verdadera edad. Las viejas paredes de ladrillo
soltaban un polvo rojo y blanco que cubría los peldaños.
Nos detuvimos frente a una puerta gris oxidada en la que ponía «Solo para
empleados». El olor era lo suficientemente intenso como para acabar con mi apetito
durante el resto del día. Roth me echó un vistazo, al parecer inmutable ante el hedor.
—Así que… ¿realmente sabes si alguien va a ir al Infierno? —pregunté,
deteniéndome. Tal vez vomitara si él abría la puerta.
—Básicamente —respondió—. Por lo general viene de familia. La manzana no
suele caer lejos del árbol.
—Pues vaya tópico.
El olor aumentaba cuanto más nos acercábamos, y arrugué la nariz.
—La mayoría de los tópicos son ciertos. —Trató de abrir el picaporte—. Está
cerrada.
—Ah. Qué pena. —Me tiré de la cadena y jugueteé con el anillo—. Supongo
que… —Oí un ruido de engranajes chirriando y metal cediendo. Eché un vistazo a la
mano de Roth mientras abría la puerta.
—Vaya.
—Te dije que tenía muchos talentos —me recordó, echando un vistazo al anillo—.
Qué joya tan interesante esa que tienes.
Volví a dejarla por debajo de la rebeca, y me alisé los vaqueros con las manos.
—Sí, supongo.
Se volvió hacia la puerta y la empujó con lentitud.
—Oh. Vaya. Desde luego, está aquí abajo.
Unas luces parpadeantes y el peor olor del Infierno nos dieron la bienvenida. Me
puse una mano sobre la nariz y la boca, y la mezcla de descomposición y sulfuro me
produjo arcadas. Preferiría ducharme en los vestuarios mohosos del instituto que
entrar ahí.
Roth entró primero, y sostuvo la puerta abierta con la bota.
—No seas debilucha.
Esa vez dejé que la puerta se cerrara de golpe, porque la idea de tocar algo ahí
abajo me parecía asquerosa.
—¿Cómo crees que habrá entrado?
—No lo sé.
—¿Por qué crees que estará aquí?
—No lo sé.
—Pues vaya ayuda —murmuré.
Unos alargados armarios de metal llenos de Dios sabía qué llenaban el pasillo por
el que íbamos, y el calor me humedeció la frente con una fina capa de sudor. La
lámpara que había sobre nosotros se balanceaba en la habitación sin corrientes de aire,
proyectando sombras sobre los bancos de trabajo vacíos y las herramientas
desperdigadas por el suelo. Pasamos junto a una pila de pizarras viejas, más blancas
que verdes.
—Creo que esto es una mala idea —susurré, luchando contra la necesidad de
aferrarme a la parte trasera de la camiseta de Roth.
—¿Y qué quieres decir con eso?
Roth abrió otra puerta que daba a una habitación oscura llena de maquinaria
pesada que zumbaba. La puerta chocó contra un montón de cajas de cartón.
En la oscuridad, un esqueleto cayó por el hueco de la puerta, con los brazos y las
piernas agitándose en el aire húmedo y mohoso. Las cuencas de los ojos estaban
vacías, y la mandíbula se abría en un grito silencioso. Solté un chillido ronco y di un
salto hacia atrás.
—No es de verdad. —Roth recogió el esqueleto y lo examinó—. Es lo que utilizan
en las clases de Biología. Mira. —Movió un brazo huesudo y blanquecino hacia mí—.
Totalmente falso.
Mi corazón no estaba de acuerdo con él, pero podía ver los tornillos de metal que
mantenían juntos los huesos del brazo.
—Por todos los santos…
Con una sonrisa, Roth tiró el esqueleto a un lado. Hice una mueca mientras
rebotaba, y los huesos repiquetearon cuando golpearon aquello sobre lo que Roth lo
había lanzado.
Y entonces algo gruñó.
Me quedé paralizada.
Roth encendió la luz del techo.
—Ups —murmuró.
La criatura se encontraba enfrente de la caldera, con un brazo de huesos falsos en
su mano ennegrecida y el resto del esqueleto tirado a sus pies. Unas delgadas volutas
de aire salían de su piel irregular como gusanos marrones. A algunas zonas de su cara
les faltaba carne. Una tira en su mejilla golpeaba los labios morados, y la piel que le
quedaba le colgaba de los huesos, muy arrugada y con un aspecto semejante a la
cecina. Llevaba un traje que sin duda había visto días mejores; días en los que no
había habido fluidos corporales de por medio.
Detrás de la caldera, la única ventana de la habitación estaba rota. Eso explicaba
cómo había conseguido entrar en el instituto, pero no nos daba ninguna pista sobre
por qué se encontraba allí.
Roth soltó un silbido bajo.
Los ojos del zombi fueron hasta él, y después siguieron moviéndose. Al menos,
uno de ellos lo hizo. Se le salió directamente de la cuenca, voló por los aires y cayó al
suelo cubierto de porquería.
—¡Ah! Ah, no. No. ¡Yo no he firmado para esto! —Me puse la mano sobre la
boca y sentí arcadas—. No voy a acercarme a esa cosa.
Roth dio un paso hacia delante y miró el desastre en el suelo como si se sintiera
fascinado.
—Eso ha sido muy asqueroso.
Me sentía expuesta estando en el umbral de la puerta yo sola. Me acerqué
lentamente a Roth, manteniendo la mirada en el zombi. Nunca había visto uno en tan
mal estado. Tenía pinta de haber mordido a muchísima gente, pero los Guardianes
deberían haber recibido alguna notificación a través de sus contactos.
Mis movimientos atrajeron la atención del ojo bueno del zombi.
—Tú —gorgoteó.
Me detuve. ¿Podían hablar? Supongo que George Romero se había equivocado
con eso.
—¿Yo?
—Eh. No la mires. Mírame a mí —ordenó Roth, con la voz llena de autoridad.
La criatura se esforzó por mover la boca.
—Tú… tienes…
—Eh… ¿por qué me está mirando?
Me aferré a la correa de la mochila hasta que me dolieron los nudillos.
—A lo mejor piensa que eres guapa —bromeó Roth, y dio un paso hacia atrás mientras una rata salía corriendo delante de él.
Le lancé una mirada llena de odio.
El zombi se tambaleó, y su pie izquierdo se deslizó hacia delante. Retrocedí un
paso y choqué contra más cajas.
—¿Roth…?
Con movimientos lentos, pero decididos, el zombi lanzó el brazo del esqueleto a la
cabeza de Roth. Los huesos de la criatura se quebraron y astillaron, y de los
desgarrones de su chaqueta salió pus.
Roth atrapó el brazo en el aire, con el rostro lleno de incredulidad.
—¿Acabas de tirarme esto a la cabeza? ¿A mi cabeza? ¿Te has vuelto loco?
La criatura se tambaleó hacia mí, gruñendo palabras incoherentes.
—¡Roth! —chillé, esquivando el brazo apestoso—. ¡Esto ha sido una idea terrible!
—¿Tienes que restregármelo?
Tanteé detrás de mí y agarré una caja. Se la lancé al zombi y lo golpeé en un lateral
de la cara. Se le cayó una oreja, que aterrizó sobre su hombro.
—¡Sí! ¡Haz algo!
Roth se acercó a nosotros, blandiendo el brazo esquelético como si fuera un bate
de béisbol.
—Eso intento.
—¿Qué estás haciendo? —Me aparté a un lado mientras el zombi trataba de
alcanzarme—. ¿No tienes poderes malvados de la oscuridad o algo parecido?
—¿Poderes malvados de la oscuridad? Ninguno que pueda utilizar aquí sin
derribar el instituto entero sobre nosotros.
Aquello era ridículo.
—¿No puedes pensar en un plan mejor?
Roth resopló.
—¿Como qué?
—No lo sé. ¡Dárselo a Bambi para que se lo coma o algo así!
—¿Qué? —Roth bajó el brazo, con expresión aturdida—. Le daría una indigestión
por comerse algo tan podrido.
—¡Roth! Te juro por Dios que… —Mi deportiva resbaló en la porquería, y mi
pierna la siguió por debajo de mí. Golpeé el cemento sucio y húmedo con un fuerte
«¡uf!». Despatarrada en el suelo, levanté las manos pringosas—. Voy a vomitar. En
serio.
—¡Apártate de mi camino! —gritó Roth.
Levanté la cabeza mientras él hacía girar su arma improvisada. Retrocedí a gatas, y tropecé con la mochila. El brazo del esqueleto golpeó la cabeza del zombi, y después
la atravesó. Unos salpicones de sangre y carne volaron por los aires y cayeron con un
desagradable sonido al suelo… y también sobre mis vaqueros.
La piel, el músculo y el hueso se hundieron sobre sí mismos. La criatura hizo algo
parecido a implosionar, y se derrumbó hasta que no quedó nada salvo un charco
fangoso en el suelo y la ropa sucia que había llevado.
Roth tiró el brazo, y la furia tensó su expresión.
—Eso ha sido un tanto irritante. —Se giró para mirarme, y en sus ojos ambarinos
apareció un destello de diversión—. Vaya, estás hecha un asco.
Miré mis pantalones y manos cubiertos de líquido viscoso antes de fulminar a
Roth con la mirada.
—Te odio.
—«Odio» es una palabra muy fuerte. —Fue contoneándose hasta donde me
encontraba y se agachó—. Deja que te ayude.
Lancé una patada y logré darle en la espinilla.
—No me toques.
Él se apartó cojeando y soltó una maldición mientras se sacudía los pantalones.
—Me has llenado de cerebro los vaqueros nuevos. Gracias.
Murmurando, me puse en pie y recogí mi mochila. Por suerte, no había nada
repugnante en ella, pero ¿y yo? No quería mirarme siquiera de lo asquerosa que
estaba.
—Bueno, esto ha sido muy divertido.
—¡Oye! No te enfades. Hemos resuelto el problema con el zombi.
Me señalé con ambas manos. En ese momento, me importaba una mierda saber
por qué me estaba siguiendo.
—Mírame. Tengo vómito de zombi por todas partes, gracias a ti. Y tengo clases
durante el resto del día.
Una sonrisa se extendió lentamente por su cara.
—Puedo llevarte a mi casa si quieres. Tengo una ducha que puedes utilizar, y
después tal vez podríamos ir a tomar algo para enseñarte mi Porsche.
Me picaban las palmas de las ganas que tenía de que conocieran a sus mejillas.
—Eres asqueroso.
Él se rio entre dientes y se giró de nuevo hacia donde estaba el cadáver.
—¿Qué demonios estabas haciendo aquí? —preguntó, principalmente para sí
mismo—. ¿Y qué…? —Miró por encima del hombro, y su mirada recayó en mi
pecho. Entrecerró los ojos—. Oh, genial.
—¡Eh! Dios, ¡eres un cerdo!
Roth arqueó una ceja.
—Me han llamado cosas peores. Ve a limpiarte, yo me ocuparé de esto.
Tomé aire profundamente y me giré. Llegué hasta la puerta antes de que me
detuviera, y lo oí decir algo entre dientes. Negué con la cabeza y lo dejé en el cuarto
de las calderas, oliendo a zombi podrido.
* * *
Me pasé el resto del día con la ropa de gimnasia y el pelo empapado.
Odiaba a Roth.
Morris parecía sorprendido cuando entré por el asiento del copiloto. Normalmente
iba a identificar todos los días después de clase, pero esa vez no me apetecía. A
diferencia del día anterior, el silencio me dio la bienvenida cuando entré en la casa y
solté la mochila junto a la puerta.
Atravesé el vestíbulo y me recogí el pelo húmedo en un moño desordenado. Tenía
que decirle a Abbot lo del zombi en el instituto. Dejando de lado el tema de Roth, el
zombi era un asunto serio. Sin embargo, había muchas posibilidades de que Abbot
siguiera durmiendo.
La última vez que lo había despertado, tenía ocho años y el Señor Mocoso era mi
única compañía. Quería alguien que jugara conmigo, así que llamé al caparazón de
piedra de Abbot mientras dormía.
No había ido bien.
Aquella vez era distinto. Tendría que entenderlo, pero al menos podía tratar de
suavizar su humor con una taza de café. Tardé un par de minutos en encontrar la
maldita cafetera y el filtro, y después otros cinco en tratar de averiguar si debería
seleccionar la opción de café o de capuchino. Hacía falta una carrera de ingeniería
para entender aquella cosa. Tiré de una palanca de acero inoxidable, frunciendo el
ceño. ¿Para qué demonios servía eso?
—En realidad no es tan complicado.
Cada músculo de mi cuerpo se tensó, y aun así me las arreglé para soltar la
cucharita medidora de metal, que repiqueteó en el suelo. Me agaché para recogerla,
tratando de calmar la repentina maraña de nervios de mi estómago. Sentía las piernas
débiles mientras me enderezaba.
Petr se encontraba en el umbral de la puerta, con los gruesos brazos cruzados
Tomé aire bruscamente.
—Soy una Guardiana.