2. Contigo, jamás

2092 Words
Sin soltar su mano me levanté y ella me siguió sin chistar. Una vez fuera, di la indicación que llevaran mi auto a mi casa y me subí al de ella, ante el volante. ―¿Dónde vamos? ¿Por qué conduces tú? ―interrogó casi por compromiso. Yo no contesté, solo le dediqué una alegre sonrisa. Después de dos años de conocerla, primera vez que la sentía tan cerca y no desaprovecharía el momento. Estacioné, minutos más tarde, en su casa. ―¿Por qué me trajiste aquí? ―preguntó ella. ―Para estar tranquilos. ―Bien podríamos haber ido a mi oficina o la tuya, no era necesario esto ―protestó, pero sus protestas, sus interrogatorios, eran como para no perder su imagen de mujer fuerte y fría, no porque realmente lo sintiera. ―Monserrat, son las casi las seis de la tarde y es viernes, ¿por qué íbamos a ir de nuevo a la oficina? Ella hizo un mohín con los labios que a me pareció encantador y mis deseos de besarla fueron casi incontrolables, pero por ella me contendría. ―Es viernes, tomémonos una copa, pidamos algo para cenar y luego... tenemos mucho tiempo para conversar ―dije para convencerla. ―No me voy a acostar contigo... A pesar de lo que te haya dicho mi hermano ―advirtió. ―No lo espero ―aseguré con algo de molestia bajándome del auto, no por lo que me había dicho, más bien por recordar las palabras de Leonardo en contra de su hermana. ―No me voy a acostar contigo ―repitió al llegar a mi lado. ―Sería un idiota peor que tu ex si quisiera acostarme contigo si ni siquiera te he dado un beso. Me gusta ir paso a paso, aunque, lo sabes, ganas no me faltan. ―Mira, si vas a decir que no harás nada que yo no... Puse mi índice en sus labios para callarla. ―No me voy a acostar esta noche contigo aun si tú lo quisieras, no eres un juego para mí, Monserrat, yo no soy tu ex, no soy tu hermano y no soy ninguno de los hombres con los que te has relacionado hasta ahora. Yo quiero más de ti que solo acostarme contigo, así que entremos, cenemos, tomemos un trago, y hablamos de la inmortalidad del cangrejo si quieres. Ella sonrió y sus ojos se aclararon a un amarillo verdoso. Yo también sonreí, la tonalidad en sus pupilas me indicó que se había relajado y estaba feliz, y eso era suficiente para mí. La tomé del codo para hacerla entrar. Debo decir que partimos conversando de la fusión de nuestras empresas, a ella no la convencía del todo y para ser sincero, no entendía por qué había aceptado, si ella sentía que no encajaban nuestros rubros, a mí tampoco, pero era una forma de estar cerca de ella. Sus motivos yo no los sabía y en alguna parte de mi cerebro imaginé que eran los mismos míos, a pesar de que en algún minuto pensé que era más factible que el reclamo que me fue a hacer por la mañana no era más que una excusa para no firmar, ella estaba muy interesada en los detalles y lo que podíamos esperar de esa unión comercial, unión que yo, por supuesto, esperaba fuese más que económica. Me encantó hablar con ella de un modo más relajado, como amigos, más que como socios o dos empresarios. Sus ojos pasaban del verde al amarillo en cosa de segundos, lo cual me desconcertaba y a la vez me fascinaba, no podía apartar mi vista de ella. Esa mujer me encantaba. ―¿Qué quieres comer? ―le pregunté después de poco más de una hora de agradable charla. ―¿Comida árabe? ―respondió ella algo insegura. ―Buena elección ―accedí feliz, también me gustaba esa comida. ―¿Te gusta? ―Monserrat se sorprendió. ―Claro, es una de mis favoritas ―acepté y ella me sonrió con una sonrisa que no había visto en ella antes y me quedé sin habla. ―¿La pides tú o la pido yo? ―me preguntó y me sentí como un idiota, pero un idiota enamorado. ―Yo... Yo llamo ―tartamudeé. ―Sebastián... ―Tranquila, todo está bien. ―No quiero darte falsas esperanzas ni que pienses que esto significa algo. ―No lo pienso ―mentí descaradamente. Ella negó con la cabeza y sus labios se mantuvieron en línea recta, en otro momento yo hubiese pensado que ella estaba enojada, pero no, porque sus ojos seguían tan amarillos como antes.  Llamé por teléfono para pedir el menú y nos dirigimos a la cocina para preparar los cubiertos. ―¿Comemos aquí o en el comedor? ―le consulté. ―Aquí es más cómodo, solo somos los dos. ―De acuerdo. Comenzamos a sacar unos platos y servicios. ―Dime algo, Monserrat, ¿tú cocinas? ―Sí, pero la verdad no me gusta, ¿por qué? ¿Te gustan las mujeres "dueñas de casa"? ―preguntó con sarcasmo. ―No, para nada, es que yo sí cocino y me gustaría algún día hacerlo para ti. ―¿Ya? ―replicó incrédula. ―Sí, ¿no te gustaría? ―La verdad es que nunca nadie ha cocinado para mí. Sonreí abiertamente, ese era un punto a mi favor. ―Yo sería el primero ―comenté feliz. ―Lástima que no me gustan las cenas románticas ―respondió a la defensiva. ―Nadie dijo que lo sería ―afirmé sin perder mi buen humor. ―A ver, Sebastián, desde el día uno que me conoces me dijiste que yo te gusto, estos dos años has luchado por conquistarme... ―Enamorarte, Monserrat, no eres un país para conquistarte ―corregí con dulzura. ―Enamorarme ―accedió ella―, pero ¿sabes qué? Yo no quiero ser enamorada, ni conquistada, ni nada que se le parezca. ―¿Por el imbécil de tu ex? ―Porque los hombres son todos iguales. ―¿Estás segura? ―Dime algo, Sebastián, si yo fuera gorda, ¿te hubieras fijado en mí? ¿Y si fuera fea? No tengo un cuerpo de modelo, pero me veo relativamente bien, si no fuera así, ¿te habría gustado de todas formas? ¿Te habrías dignado siquiera a dirigirme la palabra o te hubiera avergonzado tener de socia a una mujer fea? La contemplé durante varios segundos y llevé mi mirada de su cabeza hasta los pies y de vuelta a su rostro. Los ojos de Monserrat eran hermosos, extraños, diferentes, sus cambios de color, de tonalidades... Eran especiales. Su sonrisa. Su sonrisa no era la de una mujer fea. Además, para mí, no existían las mujeres feas, solo que algunas no eran del gusto general, o del mío, pero no por ello eran feas. Mucho menos Monserrat, no sabía quién la había hecho creer eso ni por qué, pero ella, aunque fuera gorda, no sería fea. Yo podía dar fe de eso. ―Será mejor que te vayas ―dijo ella con un suspiro. ―No ha llegado la cena ―respondí como un ruego. ―No tengo apetito. Buenas noches. Deja cerrado, por favor. Se dio la vuelta, la seguí y ella subió el primer escalón de la escalera al segundo piso. ―¡No te vayas! ―supliqué cogiéndola de la cintura y apretándola contra mí. ―¡Déjame! Escúchame, Sebastián, si continuas con esto no me quedará más opción que terminar con nuestro contrato y alejarme de ti para siempre. ―Ya te dije que no intentaré nada, solo quiero que no te vayas. ―No te das por vencido, ¿verdad? ―¿Contigo? Jamás ―respondí con firmeza, apretando un poco mis dedos en la cintura femenina. Quería besarla y demostrarle que yo no era como su ex ni como nadie. El timbre sonó, la cena había llegado. Salvada por la campana. O el salvado era yo, pues ella ya no podría retirarse. Salí a recibir el pedido y al volver, Monserrat estaba más calmada. ―Ven, cenemos antes que se enfríe ―la invité yendo con las bolsas hacia la cocina. ―Deberías irte, Sebastián ―indicó apoyada en la entrada de la habitación. ―No vas a dejar que me vaya con hambre, ¿o sí? ―Sebastián... ―Ven, sé que en realidad no quieres que me vaya, olvida el impasse de recién y volvamos a ser los mismos de siempre. ―Yo no quiero que te hagas ilusiones conmigo. ―Si me las hago, lo hago yo mismo, no te preocupes tú. ―Yo no voy a amar a nadie ―aclaró. ―Lo sé. ―¿Entonces? ―Ven, sentémonos a cenar como socios, como amigos, como dos adultos que no quieren estar solos esta noche. Ella suspiró y se sentó frente a mí en la mesa. ―¿Lo ves? No es tan difícil. ―¿Por qué lo haces? ―¿Qué cosa? ―Esto. Eres amable conmigo, aunque yo te trate mal. ―Todas las mujeres son cíclicas, dímelo a mí que tengo tres hermanas. Mi hermano y yo sufríamos con ellas y "sus días" ―expliqué en tono de broma, no quería que ella se pusiera de mal humor, mucho menos que se entristeciera.  ―Qué machista tu comentario ―dijo con algo de humor. ―Es una broma, así puedo decir muchas cosas de ellas, pero jamás se me ocurriría decírselas en serio. ―No todos los hermanos son iguales ―acotó. ―Ni todos los hombres tampoco ―agregué. Se dibujó una hermosa sonrisa en el semblante de mi acompañante. ―Tú no cedes ―afirmó irónica. ―Ya te dije que contigo, jamás. Asintió con la cabeza y siguió comiendo en silencio, yo apenas apartaba mi mirada de ella, pero ella parecía pensativa, como en otra parte, en otro planeta. No quise interrumpirla, me pareció demasiado concentrada, como si estuviese debatiendo algo en su mente, quizás estaba pensando en si darme o no una oportunidad. Sonreí para mí mismo, cualquier cosa me hacía dar esperanza y ya llevaba dos años así, buscando ilusiones donde no había más que rechazo. ―¿Te gusta bailar? ―preguntó ella de pronto clavando sus bellas pupilas en mí, pillándome de sorpresa. ―A decir verdad, no soy muy buen bailarín ―contesté con algo de vergüenza. ―A mí me encanta y hace mucho que no salgo a bailar. ―¿Quieres ir? ―La esperanza creció en mí. ―A ti no te gusta ―replicó con desdén, tirando la servilleta en la mesa. ―No dije que no me gustara, dije que no era muy bueno ―aclaré con celeridad. ―¿Y dónde iríamos? ―Dime tú, yo no soy el experto en bailelogía ―bromeé feliz de este nuevo paso.  ―¿Baileología? ―Ciencia del baile. Ella rio condescendiente. ―¿A una salsoteca? ―ofreció. Me levanté de la mesa para ordenar todo antes de irnos. ―Si quieres pasar vergüenza conmigo... ―dije juntando los platos. ―No, conozco un muy buen lugar que sé te va a encantar, además, hay profesores si quieres aprender. Dejé los platos en el lavavajillas y ella puso los vasos. ―¿Y no me puedes enseñar tú? ―Me acerqué mucho a ella, casi al punto de rozar sus labios. ―¿Por qué no? ―aceptó coqueta y me pareció ver un tinte rosa en sus mejillas. ¡Por fin! Primera vez en dos años que coqueteaba conmigo y aceptaba una invitación. Mi corazón se aceleró al máximo y sentí que me puse rojo, ella lo notó y se acercó unos milímetros más, sus ojos estaban amarillos y burlones, pero no me amilané ante ella, Monserrat estaba a pocos pasos de ser mía y yo lo único que quería y anhelaba, era estar con ella. ―Si me besas ahora, estarías faltando a tu palabra ―advirtió con voz temblorosa. ―Si te beso ahora, perdería todo lo que he conseguido y yo no quiero solo un beso, quiero más de ti. ―Tenemos que irnos si quieres que te enseñe a bailar. ―Vamos, todo sea por estar contigo ―acepté sonriente y expectante de lo que pudiera pasar cuando ella se diera cuenta que yo de bailarín tenía lo que ella de confiada y que mi único fin era que esa noche no terminara jamás.
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