El sonido de la cafetera se convierte en un zumbido lejano, mientras mi mente sigue atrapada en ese lugar ambiguo que me acompaña desde hace tanto tiempo. La sensación de vacío que me rodea es como un eco, reverberando en cada rincón de esta casa, en cada sorbo de café que tomo. El vapor asciende perezosamente de la taza, como si el tiempo no tuviera apuro en esta mañana. Sin embargo, dentro de mí, todo parece correr, desmoronarse, como si algo estuviera siempre fuera de lugar.
No hay respuestas en la ventana. Sé que no las habrá, pero aun así, mis ojos buscan algún tipo de señal en las calles desiertas, en los árboles que se agitan suavemente con la brisa. La duda, esa vieja compañera, se ha instalado en mí y ya no puedo ignorarla, por más que intente ahogarla entre responsabilidades, deberes o oraciones. Al principio, era solo una sensación leve, como una sombra al borde de mi visión, pero últimamente ha crecido, consumiendo cada pensamiento, cada decisión.
«¿Cuándo fue que este camino dejó de sentirse como el único correcto?»
Me hago la misma pregunta todos los días, pero nunca consigo una respuesta que me satisfaga. Me esfuerzo en recordar el momento en que todo parecía claro, cuando la fe era suficiente, cuando mi vocación me llenaba. Pero esos días se sienten lejanos, difusos. Me he dado cuenta de que la certeza de mi llamado se está erosionando poco a poco, y no sé si soy capaz de detenerlo.
Miro la foto de mi hermano. Está ahí, en su marco gastado, como siempre. Esa sonrisa juvenil y despreocupada me desarma. No puedo evitarlo. Es como si me observara desde un tiempo y lugar al que ya no tengo acceso. Un tiempo en el que yo también sonreía de esa manera. Cierro los ojos un segundo y, al hacerlo, siento que el dolor se profundiza. La foto es lo único que me conecta con él, pero al mismo tiempo, es lo que me recuerda cuán lejos estoy de sentir paz.
Respiro hondo. No hay mucho más que pueda hacer ahora. Termino el café de un trago, el amargor quemándome la garganta, y me pongo de pie. El día está esperando y, con él, los mismos rituales de siempre. Me pongo el abrigo y, con una última mirada a la foto, salgo hacia la iglesia.
***
La iglesia huele a incienso, a cera de vela quemada, a historia. El olor me recibe cada vez que cruzo el umbral, pero hoy se siente más pesado, más opresivo. A veces, esa quietud me reconforta, como si las paredes de este lugar pudieran absorber las preocupaciones del mundo exterior. Hoy, sin embargo, parece que solo amplifican el silencio que llevo dentro. Mi saludo a los feligreses es mecánico, como si fuera parte de una coreografía bien ensayada, pero sin alma.
—Padre Martin —digo cuando lo veo. Él es lo que siempre ha sido: un pilar inquebrantable. Su sonrisa es cálida, familiar, pero detrás de ella percibo el cansancio que dan los años.
—Jensen, ¿cómo te encuentras hoy?
Es una pregunta simple, casi una formalidad, pero me provoca un nudo en el estómago. No le digo la verdad, no podría.
—Bien —miento, porque es más fácil así—. A punto de empezar.
Padre Martin asiente y sigue su camino. Me dirijo al confesionario. Este espacio es familiar, conocido hasta la saciedad, pero en días como hoy me siento como un impostor. Como si cada palabra que digo aquí no fuera mía. Me siento y cierro los ojos por un momento, dejando que el aire denso y cargado del cubículo me envuelva. En minutos, empezará lo mismo de siempre: las mismas personas, los mismos pecados, las mismas absoluciones. Recitaré las mismas palabras, ofreceré el mismo consuelo, y luego todo seguirá igual.
El crujido de la puerta del otro lado me saca de mis pensamientos. Alguien ha entrado. Espero las primeras palabras, ya preparándome mentalmente para lo de siempre. Pero entonces, escucho una voz que no esperaba.
—Bendígame, padre, porque he pecado.
Es ella. La joven del otro día, con esa dulzura frágil que la hacía parecer tan perdida. Por alguna razón, no pensé que volvería. Me sorprendo, pero mantengo el control. Ella no debe notar mi reacción.
—Hija, ¿qué es lo que quieres confesar hoy? —mi voz suena más calma de lo que me siento.
Ella vacila. Puedo escuchar la duda en su respiración, como si luchara con las palabras. Y luego, finalmente, habla.
—La última vez que hablamos... —empieza, su voz un poco más firme, pero aún vulnerable—. Me ayudó mucho. No he dejado de pensar en lo que me dijo.
Me quedo en silencio. Siento que debería decir algo, pero estoy demasiado atento a cada inflexión de su voz.
—¿Sobre qué? —pregunto, y noto que mi tono es más suave, más curioso.
—Sobre lo perdida que me siento —responde, con una sinceridad desarmante—. Y sobre cómo, por primera vez, sentí que alguien de verdad me escuchaba.
Me golpea en un lugar inesperado. No es raro que alguien me diga eso, pero hay algo en ella, en la manera en que lo dice, que me afecta de una manera diferente. Quizás sea porque también sé lo que es sentirse perdido, no solo espiritualmente, sino en lo más profundo de mi ser.
—A veces, la simple escucha es más poderosa de lo que imaginamos —respondo, intentando mantener la compostura—. Saber que alguien escucha puede ser el primer paso para encontrar el camino.
Ella guarda silencio por un momento, y luego, su voz vuelve, más tenue.
—¿Y usted? —pregunta de repente, tomando un rumbo inesperado—. ¿Siempre supo cuál era su camino?
La pregunta me toma por sorpresa. Es la primera vez que alguien en el confesionario me pregunta algo sobre mí.
Su pregunta se queda suspendida en el aire, como una hoja que cae lentamente, flotando en mi mente antes de aterrizar. No es la clase de interrogante que suelo recibir en este lugar. Aquí, soy quien escucha, quien guía. Nunca soy el interrogado. Pero ahora, su voz suave y curiosa ha roto esa barrera invisible, y por un instante, me siento vulnerable, expuesto.
—No... —mi respuesta sale antes de que pueda detenerme. No es una mentira, pero tampoco es lo que esperaba decir. Me aclaro la garganta, tratando de retomar el control—. No siempre fue tan claro. A veces el camino se siente borroso, incluso para aquellos que deberían tenerlo claro.
Hay un silencio prolongado del otro lado, pero no es incómodo. Puedo imaginarla pensando, procesando mis palabras de una manera que me sorprende. Esta conversación se siente diferente a cualquier otra que he tenido en este cubículo. Ella no solo está buscando absolución; está buscando respuestas, pero no solo sobre ella misma. Está buscando entenderme a mí también, aunque tal vez ni siquiera sea consciente de eso.
—Debe ser difícil —dice finalmente—. Ser usted quien tiene que guiar a otros cuando... cuando a veces no sabe exactamente qué camino tomar.
Me sorprendo de lo mucho que me afecta su comentario. ¿Cómo es que alguien que apenas me conoce, que ni siquiera me ve, puede entender tanto con tan pocas palabras? Mi mente empieza a divagar, pero me obligo a mantenerme presente. Soy el padre aquí, el consejero. Tengo que ser la roca, no la corriente.
—Es parte del peso que conlleva esta vocación —respondo, tratando de sonar firme, pero siento que mis palabras no tienen el mismo peso que antes. Hay algo en ella que me ha hecho bajar la guardia, aunque no sé exactamente qué es.
—No sé si podría con eso —admite ella—. Con la responsabilidad de tener que ser el pilar para los demás. De no poder flaquear nunca.
Sus palabras resuenan dentro de mí. No sé si ella es consciente de lo que acaba de decir, pero ha dado en el centro de mi dilema. Es exactamente eso lo que me ha estado pesando últimamente: la incapacidad de ser imperfecto, de dudar, de flaquear. Siempre se espera que tenga todas las respuestas, pero la verdad es que... no las tengo.
—Nadie puede ser fuerte todo el tiempo —digo, sintiéndome más honesto de lo que suelo ser en este lugar—. Todos somos humanos. Incluso quienes, como yo, tenemos una responsabilidad hacia los demás.
Siento que ella está a punto de decir algo más, pero se detiene. Su respiración se vuelve más suave, más contenida. Y luego, con un tono casi tímido, como si no quisiera perturbar la calma que hemos creado, añade:
—Nunca le dije mi nombre.
Es un cambio sutil en la dinámica, como si hubiera estado ocultándose detrás de esa barrera de anonimato y ahora quisiera traspasarla. Me preparo para escuchar lo que dirá, sintiendo que este momento es importante, aunque no estoy seguro de por qué.
—Me llamo Mary —dice al fin.
Mary. El nombre parece flotar en el aire, y una pequeña sonrisa se forma en mis labios. Hay algo irónico en todo esto, en cómo ella ha estado desatando mis propias dudas, mis propias contradicciones. Mary, como la Virgen, como el símbolo de pureza y devoción, pero también el nombre de alguien que me ha hecho cuestionar todo lo que creía saber sobre mi propia vida.
—Es un nombre hermoso —respondo, mi voz suave, casi íntima.
Mary guarda silencio, y yo también. El eco de su nombre reverbera en mi mente mientras intento entender por qué su simple presencia me afecta tanto. Me recuesto un poco en el asiento del confesionario, cerrando los ojos, permitiendo que el silencio se extienda entre nosotros, un espacio seguro en el que ambos podemos respirar.
—Gracias —dice finalmente, su voz un poco más suave—. Es raro escuchar mi nombre en este lugar. Supongo que nunca pensé que llegaría a decirlo en voz alta aquí.
Me sorprende lo que esa simple declaración hace en mí. He escuchado incontables nombres, he conocido historias más trágicas de las que puedo contar, pero con ella todo se siente distinto. Es como si, en cada confesión, hubiera algo que no me estuviera diciendo, algo más profundo bajo la superficie de sus palabras. Algo que me obliga a prestar atención de una manera que no suelo hacer.
—Parece que te cuesta confiar —digo, sin pensarlo demasiado.
—Sí —admite ella, y puedo imaginarla mirando hacia abajo, su voz vulnerable—. Siempre ha sido así. Pero cuando hablé con usted la otra vez, no lo sé... sentí que por una vez alguien no solo estaba escuchando lo que decía, sino que también entendía lo que no podía decir.
Su honestidad me toma por sorpresa, y por un momento no sé qué responder. Ha sido directa, más de lo que cualquiera suele ser en este lugar. La mayoría de la gente viene a confesar sus pecados, a buscar una redención rápida. Pero ella... ella está buscando algo más, algo más profundo, y yo no sé si puedo dárselo.
—A veces —digo despacio, escogiendo mis palabras con cuidado—, nos encontramos hablando con personas que nos ven de una manera diferente, que nos desafían. Esas personas suelen ser las que nos ayudan a ver algo que ni siquiera sabíamos que necesitábamos ver.
No sé de dónde salió eso, pero sé que es cierto. Ella ha sido esa persona para mí, aunque no debería admitirlo, ni siquiera para mí mismo. Porque admitirlo significa que he dejado que esa barrera de profesionalismo, de distancia, se rompa. Y esa barrera es lo único que me mantiene donde estoy, lo único que me recuerda que soy un hombre de fe, un guía. Pero ahora me siento... diferente. Vulnerable.
—¿Y qué pasa si uno no sabe qué está buscando? —pregunta ella, su voz temblando ligeramente, como si estuviera rozando algo delicado dentro de sí misma—. Si uno siente que ha estado perdido tanto tiempo que ya no sabe qué camino tomar.
Sus palabras se hunden en mí, más profundas de lo que esperaba. Sé lo que se siente estar perdido, lo he sentido por mucho tiempo. Y, sin embargo, aquí estoy, sentado en este cubículo, dando consejos que apenas puedo seguir por mí mismo. La ironía no se me escapa.
—A veces... —respondo lentamente, pensando en mi propia vida, en mis propias dudas—, estar perdido es parte del proceso. No lo entendemos en el momento, pero esos momentos de confusión, de duda... nos llevan a respuestas que no habríamos encontrado de otra manera. Aunque no siempre son las respuestas que esperábamos.
Otro silencio. Siento que estamos llegando a un punto crucial, algo que ninguno de los dos está dispuesto a nombrar todavía, pero que flota en el aire entre nosotros. La atmósfera se ha vuelto pesada, casi cargada de electricidad.
—Gracias, padre —dice ella de repente, su tono más ligero, como si intentara retroceder un paso—. No quería... molestarle con mis preguntas.
—No me molestas —respondo rápidamente, más de lo que debería. Respiro hondo y añado, más calmado—: Si en algo puedo ayudarte, estoy aquí.
—Lo sé —susurra, y luego, casi como un pensamiento al pasar—. Usted me ha ayudado más de lo que cree.
Antes de que pueda decir algo más, escucho cómo se levanta del otro lado del confesionario. Se va sin más, dejando un vacío que no había sentido con ningún otro feligrés. Me quedo ahí, en la penumbra del cubículo, con su nombre —Mary— y sus palabras dando vueltas en mi mente.
Ella me ha dejado con más preguntas que respuestas. Y lo peor es que no sé si tengo la fuerza o la voluntad para ignorarlas.