El murmullo lejano de la sala de la iglesia parecía desvanecerse mientras estaba en mi oficina, sentado frente a Mary. Ella estaba allí, a solo unos metros de mí, hablando de manera casual, pero mi mente estaba en otro lugar. No podía dejar de observarla. Su blusa parecía ajustarse perfectamente a las curvas de su cuerpo, y aunque trataba de apartar esos pensamientos, había algo en ella que me provocaba de una manera que jamás debería haber permitido.
Mary se inclinó hacia adelante, como si lo hiciera sin darse cuenta, pero lo vi todo en cámara lenta. Su mano se deslizó suavemente sobre mi escritorio, rozando la mía con una intención sutil, casi inocente, pero en ese momento me di cuenta de que no era inocente en absoluto. La mirada en sus ojos, la manera en que sus labios se entreabrían mientras hablaba... me estaba provocando. Y lo sabía.
—Padre, siempre tan serio... —dijo en un tono juguetón, su voz como un susurro que me envolvía.
Mi corazón latía con fuerza, el espacio entre nosotros se había vuelto insignificante. Podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo, y el deseo comenzó a consumir cada fibra de mi ser. Sabía que estaba cayendo en algo de lo que no habría vuelta atrás.
Ella se levantó de su silla lentamente, acercándose hasta mí, su perfume llenando el aire entre nosotros. Se detuvo frente a mí, tan cerca que podía ver cada detalle de su rostro, la forma en que sus pestañas se curvaban, el leve temblor de sus labios.
—¿Qué harías si no fuera tu deber...? —murmuró, inclinándose más cerca, sus palabras envolviéndome como una trampa.
Sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies. No había deber en ese momento, solo el deseo primitivo que me impulsaba a romper cada voto que había tomado. Levanté la mano, rozando su mejilla suavemente. Ella cerró los ojos ante mi toque, su respiración entrecortada.
Nuestras caras estaban tan cerca que podía sentir el calor de su aliento. Incliné mi cabeza, acercándome a sus labios, sabiendo que no podía, pero queriendo hacerlo más que nada en el mundo. Mi boca estaba a milímetros de la suya, tan cerca que solo una brisa podía separarnos.
Y justo cuando estaba a punto de besarla, la realidad se quebró como un vidrio. Abrí los ojos de golpe, y me encontré solo en la oscuridad de mi habitación.
Estaba sudando, el corazón acelerado. No era real. Mary no estaba allí. Era solo un maldito sueño.
Me incorporé, la respiración agitada, y pasé una mano por mi rostro, tratando de disipar las imágenes que aún se aferraban a mi mente. Las ganas de tocarla, de besarla, de perderme en ella... no desaparecían, ni siquiera ahora que había despertado.
El deseo estaba ahí, enterrado bajo la superficie. Pero ahora lo sabía: no era algo que solo podía ignorar. Era algo que, en cualquier momento, podía hacerme caer.
(...)
Me preparé para el evento caritativo con el mismo ritual de siempre: la sotana bien planchada, los papeles en orden, y una oración silenciosa antes de salir. Sin embargo, algo en el aire se sentía diferente, una especie de nerviosismo que me costaba ignorar. Desde hacía tres días, después de haber invitado a Mary a este evento, mi mente no dejaba de divagar sobre ella.
La había contratado, al menos formalmente. Me aseguré de que recibiera un p**o por su ayuda, pero Mary, fiel a su espíritu desinteresado, se negó al principio. Insistió en que lo haría sin recibir nada a cambio, solo por la ayuda que yo le estaba brindando. "No me debes nada", le dije en más de una ocasión, pero Mary era testaruda. Aun así, quería agradecerle de alguna manera, y había preparado un pequeño presente para ella. Algo simbólico, pero que representara mi aprecio.
Además de eso, también había planeado una pequeña sorpresa. Al evento iría Eric Sandoval, uno de los feligreses más cercanos que tenía. Eric acababa de abrir su propia empresa, y con los conocimientos en administración que Mary tenía, pensé que sería una buena idea presentarlos. Quizás Eric pudiera ofrecerle algo más estable, algo que le diera la oportunidad de crecer y dejar atrás ese trabajo miserable en la cafetería.
No podía negar que había un trasfondo más egoísta en mis intenciones. Verla crecer, verla liberarse de ese ambiente que tanto la ahogaba, era parte de lo que yo mismo necesitaba para sentir que la estaba ayudando realmente. Pero también, y esto me carcomía por dentro, la idea de verla sonreír de esa manera me alimentaba algo que no debería sentir. Algo que, en los últimos días, había sido difícil de controlar.
Terminé de ajustar la sotana y me miré en el espejo. Parecía tranquilo por fuera, pero sabía que algo estaba agitado por dentro. Estaba a punto de entrar en una tormenta que yo mismo había desatado.
Con todo listo, salí de la sacristía hacia el salón de eventos. La tarde comenzaba a caer, y en breve los primeros invitados empezarían a llegar. En algún lugar entre las caras que ya conocía, estaría ella, y aunque no lo dijera en voz alta, la emoción de verla era lo único que me mantenía en pie.
Y mientras caminaba hacia el salón, solo podía pensar en cómo controlaría lo que sentía una vez que la viera.
Mary llegó puntual, como siempre. No le gustaba dar la impresión de que llegaba tarde o que no le importaba, aunque esa no fuera su vida, ni su mundo. Apenas entró al salón, me saludó con una sonrisa juguetona y, casi sin dudarlo, fue directo a ayudar a los mozos con las bandejas. Se veía cómoda, más de lo que esperaba, haciendo bromas mientras caminaba entre los invitados, coqueteando sutilmente con los chicos que trabajaban allí. Era un alivio verla tan suelta, tan relajada.
Yo, sin embargo, no podía apartar la vista de ella.
El vestido n***o que llevaba era sencillo, pero le quedaba tan bien que llamaba la atención sin proponérselo. Parecía aligerar su forma de caminar, dándole un aire de ligereza que me hizo tragar saliva. Se veía diferente, como si algo en ella hubiera cambiado desde la última vez que nos vimos, y no podía evitar preguntarme qué estaba pensando.
En un momento, mientras yo me ajustaba la túnica y observaba cómo interactuaba con los demás, se acercó y, con una sonrisa coqueta, hizo un gesto suave con el vestido, balanceándolo ligeramente hacia un lado.
—¿Te gusta? —me preguntó, moviéndose con una seguridad que no le había visto antes—. Nunca me arreglo tanto, pero hoy pensé que... bueno, que el evento lo ameritaba.
Me quedé sin palabras por un segundo, luchando contra la forma en que mi mente analizaba cada detalle de su aspecto. Sabía que no debería mirarla de esa manera, que no era correcto, pero no podía evitarlo.
—Te ves... —mi voz sonó más ronca de lo que esperaba—. Eres la joven más hermosa de la sala, Mary.
Ella soltó una risa suave, encantadora, mientras sus mejillas se ruborizaban ligeramente. No dijo nada, pero pude ver que mis palabras la habían afectado de alguna manera. Intenté no profundizar en eso. No podía permitirme ir por ese camino.
—Mantente cerca, ¿sí? —le dije, cambiando el tema lo más rápido que pude—. Quiero presentarte a alguien. Un amigo mío, Eric Sandoval. Es dueño de una pequeña empresa, y creo que podría tener algo interesante para ti. Un trabajo.
Sus ojos brillaron por un momento, claramente sorprendida por la idea. Ella asintió, pero no sin antes lanzar una última mirada juguetona.
—¿Sabes, Jensen? —dijo con un tono travieso—. Creo que me gusta esto de que me cuiden tanto.
Sus palabras quedaron en el aire, y yo me obligué a mantener la compostura mientras ella volvía a su tarea, ayudando a los mozos. Sabía que esa noche sería difícil, pero no tenía idea de cuánto lo sería realmente.
El evento era un éxito. Todo el mundo reía, bebía, sonreía, y la noche se desarrollaba exactamente como debía. Incluso yo, bajo mi fachada de serenidad sacerdotal, estaba bastante satisfecho con el resultado. Eric y yo charlábamos sobre su nuevo proyecto, algo relacionado con finanzas, o tecnología, o quién sabe qué. Francamente, había dejado de escuchar cuando vi a Mary.
Estaba moviéndose entre los invitados, llevando una bandeja de copas y sonriendo con esa mezcla de nerviosismo y encanto que tenía el poder de hacerme olvidar que, técnicamente, yo debía estar concentrado en la conversación. No en ella. Pero ahí estaba, sacándome de mis pensamientos, como siempre.
—¿Sabes qué? —interrumpí a Eric sin ceremonias, lo que pareció sorprenderle—. Quiero presentarte a alguien.
Mary se acercó con esa naturalidad que la hacía destacar entre los demás, como si estuviera en su propio mundo y todos fuéramos simples extras. Yo sabía mejor. Ella movía la sala, la energía cambiaba cuando entraba, y aunque no se diera cuenta, tenía una forma de eclipsar a todo el mundo.
—Eric, te presento a Mary. Es... brillante. Ha estado buscando una oportunidad, y creo que podrías ayudarla —mi voz sonó más apremiante de lo que hubiera querido, pero ¿qué podía hacer? La sola idea de que alguien más la viera de la manera en que yo lo hacía me ponía los nervios a flor de piel.
Eric no tardó ni un segundo en enfocar su atención en ella. Y entonces lo vi. Ese cambio en sus ojos. Esa maldita chispa de interés. Como si de repente hubiera dejado de hablar conmigo y hubiera encontrado algo mucho más... interesante.
—Encantado de conocerte, Mary. Jensen me ha hablado muy bien de ti.
Por supuesto que lo hice. Aunque tal vez, si pudiera volver el tiempo atrás, no lo habría hecho. Mary sonrió, pero había algo en su gesto que me dejó claro que estaba incómoda. Y yo... yo no hice nada. Me quedé allí, observando, como un espectador en mi propia vida.
—Voy a dejarlos para que hablen —solté, fingiendo una despreocupación que, honestamente, no sentía en absoluto—. Seguro que tienen mucho de qué hablar.
Me alejé de ellos, pero mis ojos se mantuvieron fijos. El resto del evento fue un borrón de caras y charlas que no me interesaban. Todo lo que podía ver era a Eric y a Mary. Y cada vez que los veía, estaban más cerca. ¿Era mi imaginación o Eric la tocaba más de lo necesario? Ese sutil roce en el hombro, inclinarse para susurrarle algo al oído... Mi mandíbula estaba tan tensa que dolía.
Eric tenía 38 años. Sí, un poco mayor que Mary. Claro, yo también era mayor. Pero al menos, no hacía... eso. No me inclinaba tan cerca. No le susurraba al oído. Dios, ¿en qué estaba pensando? Ella no era mía. No podía serlo. Pero ahí estaba, sonriendo, riendo con Eric como si fuera el hombre más interesante de la sala.
Y la rabia me consumía.
Cada vez que ella reía o le respondía, sentía cómo la sangre me hervía. Este no era el maldito plan. Eric debía darle una oportunidad de trabajo, no... esto. No esa familiaridad, esa cercanía. Y lo peor es que Mary no se apartaba, no hacía nada para ponerle freno. ¿Le gustaba? ¿Le gustaba la atención de Eric? ¿Era eso? ¿Qué demonios me pasaba? Yo, que supuestamente debía mantener la calma, el control.
Pero no podía. No con ella. No cuando la veía allí, tan cerca de otro hombre. Y no cualquier hombre, sino alguien que estaba libre de todas las cadenas que yo tenía atadas al cuello.
El salón ya estaba vacío. Las luces tenues que quedaban apenas iluminaban las mesas ahora desordenadas. Mary seguía hablando de Eric, pero su voz sonaba como un eco lejano en mi mente. No podía concentrarme en nada de lo que decía, porque cada fibra de mi ser estaba centrada en lo que no debía sentir. Los celos habían encendido una llama dentro de mí que luchaba por contener, una llama que sabía que podía destruirlo todo.
—Mary, antes de que te vayas —mi voz salió más grave de lo que esperaba, como si los sentimientos que reprimía hubieran teñido mis palabras—. Quiero darte algo.
Ella dejó de hablar de inmediato, curiosa. Me acerqué a mi chaqueta, que había colgado en una de las sillas, y saqué el rosario. Era uno que había guardado por mucho tiempo, un regalo que nunca me atreví a darle a nadie. Algo en mi interior me decía que debía dárselo a ella, aunque no entendiera por qué. Quizás era una excusa para acercarme, para sentir su piel bajo mis dedos de una manera que no fuera condenada por lo que soy.
Lo sostuve frente a ella, el rosario brillando a la luz tenue del salón. Mary lo miró, sorprendida.
—Es hermoso —murmuró, casi como si le faltara el aliento.
—Te lo regalo. Quiero que lo tengas —le dije, dando un paso más cerca de ella. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que ella podría escucharlo. Sentía que estaba cruzando un límite invisible, uno que no debería ni siquiera haber considerado.
—Gracias, Jensen —respondió, su voz suave, con esa ternura que siempre me hacía estremecer.
Ella se quedó inmóvil, esperando. Sabía lo que quería. Sabía lo que debía hacer. Lentamente, levanté el rosario y lo coloqué alrededor de su cuello, cuidando cada movimiento, como si el más mínimo roce pudiera desatar algo que no podría controlar. Cuando el rosario cayó sobre su pecho, mis dedos rozaron su piel por primera vez. Era suave, cálida, demasiado real. Un choque eléctrico recorrió mi cuerpo.
Sentí como ella contenía la respiración. Mi mano, todavía en su cuello, se deslizó ligeramente, como si fuera una casualidad, pero ambos sabíamos que no lo era. La yema de mis dedos tocó la base de su nuca, donde el cabello comenzaba a caer en suaves ondas. Mi otra mano se posó en su cintura, casi por instinto, como si eso fuera lo que debía hacer en ese momento. Como si no hubiera otra opción.
El silencio se hizo denso a nuestro alrededor. No podía verla, estaba detrás de ella, pero podía sentir cómo su cuerpo se tensaba bajo mi toque. Quería retirarme, sabía que debía hacerlo, pero no podía. Mi voluntad, mi razón, todo se estaba desmoronando.
Me incliné, apenas unos milímetros, y el aroma a lluvia y piel húmeda me envolvió. Ella acababa de mencionarme a otro hombre y, sin embargo, aquí estaba, en mis brazos. Era irónico, trágico, y completamente inevitable.
—Mary... —susurré, mi voz casi quebrada, pero ella no dijo nada.
En lugar de eso, ladeó la cabeza hacia un lado, exponiendo más de su cuello. La invitación silenciosa fue como un golpe directo a mi autocontrol. Antes de darme cuenta, mis labios rozaron su piel, apenas un roce, como si temiera que cualquier contacto más firme pudiera desatar el deseo que bullía dentro de mí. Pero ese solo toque fue suficiente para encender algo en ambos.
La escuché suspirar, su cuerpo se movió sutilmente hacia mí, y mi mano en su cintura se deslizó bajo su falda sintiendo la suavidad de su piel desnuda. Mi pulgar trazó un círculo lento, involuntario, y su respiración se entrecortó. No había nada inocente en esto, ni en cómo la sujetaba ni en cómo ella se arqueaba hacia mí.
Quería detenerme. Quería alejarme. Pero no lo hice.
Ella se giró lentamente, mis manos todavía sobre ella, nuestros cuerpos tan cerca que apenas un respiro cabía entre nosotros. Mis ojos bajaron a sus labios, y sentí un impulso casi animal de atraparlos con los míos. Quería más que esto. Quería todo.
Sus manos subieron, tocando mi pecho, sus dedos extendiéndose sobre mi camisa negra. Mis propias manos seguían explorando su cintura, sus costados, hasta que me di cuenta de que estábamos demasiado cerca de cruzar una línea que jamás podríamos deshacer.
—No... —dije, más para mí que para ella, pero mi voz sonaba débil.
Su mirada se alzó, sus ojos estaban llenos de deseo, de algo más profundo de lo que jamás me había permitido imaginar. Y aún así, no me moví. Dejé que ese momento existiera entre nosotros, sabiendo que lo que hacíamos era peligroso, pero sin poder resistirlo.
Nos quedamos así, suspendidos en el borde de algo prohibido, mi mano en su piel, su aliento mezclándose con el mío, hasta que finalmente, con un dolor palpable, me alejé unos milímetros.
—No podemos —dije, pero no sonó convincente ni para mí.
Y, en ese momento, supe que ya estaba perdido.