A la mañana siguiente. El teléfono de Emiliano resonaba con fuerza, el abrió los ojos, miró el móvil, respondió, era su padre. —Hola. —¡Maldición, Emiliano! ¿Acaso no sabes lo que está pasando? Llevó un buen rato llamándote. —¿Qué te pasa? No me grites, menos a esta hora de la mañana, claro que voy despertando. —¡Todo esto es culpa de la mujerzuela de tu esposa! —exclamó Santiago. —¡Mejor cierra la maldita boca! Antes de que vaya y te la cierre yo con mis propias manos —dijo Emiliano con rabia. —Ah, ¿sí? Revisa en las maldita r************* , Emiliano, te advierto que, si esto daña mi carrera política, tu querida esposita me lo pagará muy caro. Santiago colgó la llamada, estaba furioso, miró a Lenin. —Quiero que te lleves a Perla al rancho de Las minas, y la dejes encerrada, hast