CAPÍTULO I: 1833-2

2009 Words
Luego fue demolida por un Linwood más ambicioso, en 1720. Y en ocho años se concluyeron las obras de lo que ahora era un magnífico edificio. Se decía que se trataba de uno de los mejores ejemplos de la arquitectura inglesa de la época. Sir Héctor Linwood estaba decidido a poseer lo más grandioso. Empleó a los más afamados constructores y a notables carpinteros, incluyendo a Grinling Gibbons, que era carpintero en jefe de los talleres del Rey. Para cuando la obra fue terminada, la gente acudía a contemplarla desde muchas millas de distancia. De hecho, desde todos los rincones del país. Pero, por desgracia, su dueño se había arruinado económicamente con su construcción. Con el viejo Castillo en un extremo y las grandes alas extendida a los lados de un edificio central, se trataba de una construcción muy hermosa, pero semejante a un gran elefante blanco, sin duda alguna. Los Linwood lucharon por sobrevivir muchos años en la opulencia, hasta que el abuelo de Minerva consideró que ya era imposible resistir más tiempo. —Tal vez vivamos en la grandeza— dijo—, pero, si morimos de hambre, la magnificencia de nuestra tumba no nos consolará. Por lo tanto, poco antes de morir, vendió el Castillo, los jardines y otros terrenos de la finca a un noble rico que nunca los disfrutó. La casa y su mobiliario quedaron como simple monumento a la extravagancia de su constructor. Sir John, con su esposa, se había mudado a la llamada Casa de las Viudas. Era una vieja construcción también ubicada dentro de la propiedad. Resultaba mucho más fácil de administrar, y mucho más económica que el Castillo. El extravagante Sir Héctor la había hecho renovar y la había convertido en una mansión muy cómoda, al objeto de que la habitara su madre cuando ésta enviudó. Disponía de una hermosa escalera, varios techos pintados en forma exquisita en los dormitorios y algunas chimeneas muy bellas, aunque, tal vez demasiado pequeñas para tantas magnificencias. Al mismo tiempo, después de la muerte de Sir John, Minerva descubrió que aún una casa pequeña resultaba difícil de mantener en buenas condiciones si no se invertía dinero en ella. Con frecuencia pensaba que, a menos que Tony se casara con una mujer rica, tendrían que irse a vivir, irremediablemente, a una de las casitas del pueblo. No había tenido noticias de su hermano en varias semanas. Pero, de pronto, recibió una carta suya que fue como una bomba. Escribió: No vas a creerlo, pero, cuando estuve ayer en el Club me presentaron a el Conde de Gorleston. Yo no lo conocía, porque, aparentemente, se ha pasado varios años en el extranjero. Vara mi gran asombro, me informó que es el nuevo dueño del Castillo. El propietario anterior, a quien nunca conocimos, murió hace poco y lo heredó el Conde, que era pariente suyo. Dice que esta encantado con todo lo que ha oído sobre el Castillo. Intenta llevar a un grupo de amigos a alojarse en él y divertirse a lo grande dentro de seis semanas. Cuando leyó esta parte de la carta, Minerva lanzó una exclamación ahogada de asombro. Continuó leyendo como si casi no pudiera dar crédito a sus ojos. Tony había continuado escribiendo: El Conde es enormemente rico y ha enviado un verdadero ejército de empleados al Castillo a fin de ponerlo en orden. Me ha pedido que sea yo uno de sus invitados, para que le explique todo lo que desea saber sobre su nueva propiedad. Como podrás imaginarte, he aceptado con gran entusiasmo. Te contaré el resto de la noticia cuando nos veamos. Minerva leyó la carta dos o tres veces al objeto de asegurarse de que no estaba soñando. ¿Cómo hubiera podido haberse imaginado nunca que iba a suceder algo así, cuando el Castillo había estado vacío, con las ventanas sin abrir durante tantos años? Las puertas habían permanecido cerradas con llave desde que ella podía recordarlo. Y, ahora, todo el pueblo se hallaba sacudido por una gran excitación. Tony no se había equivocado al decir que iba a llegar un verdadero ejército. Minerva no hubiera pensado que era necesario tanto personal para trabajar en una casa. Con frecuencia había visitado el Castillo con los niños. De hecho, en el invierno habían jugado allí, porque había mucho más espacio que en la Casa de las Viudas. Debido a que su bisabuelo no había reparado en gastos, le encantaba la grandeza del enorme edificio. Admiraba el gran vestíbulo de piedra, con un balcón que rodeaba todo el esquinazo, así como la entrada. La gran escalera era de caoba, una madera que acababa de ser introducida en Inglaterra. Le encantaban las estatuas romanas situadas de pie a cada lado de la chimenea de mármol. En apariencia, no las alteraba para nada el paso de los años. También suponía un deleite el contemplar los cuadros del gran salón. Contenía éste una chimenea hermosamente tallada, mesas doradas y muebles de madera policromada tapizados con telas francesas. La madre de Minerva, antes de que el Castillo fuera vendido, se había llevado a la Casa de las Viudas muchas de las cosas que más le gustaban. Era imposible, sin embargo, mover los grandes cuadros, los enormes espejos de marcos tallados, los gobelinos y los murales. Todo ello permaneció tal y como fue instalado cuando la casa fue construida originalmente. Aunque todas estas piezas estaban cubiertas de polvo, éste no las había dañado en forma alguna. Ahora Minerva pensó que las podría contemplar en todo su esplendor. Pero no, por supuesto, hasta que el Conde y su grupo se hubieran ido. Existía siempre, en todo caso, la posibilidad de que su hermano consiguiera que la invitaran al Castillo. Aunque así fuera, sin embargo, Minerva se vería obligada a rechazar la invitación. No tenía el tipo de vestidos que estaba segura que llevarían las invitadas del Conde. David y Lucy eran mucho más explícitos respecto a lo que deseaban: —Nosotros queremos ir al Castillo, Minerva— le decían, insistentes—, queremos ver qué está haciendo toda esa gente allí. —Tendremos que esperar hasta que nos inviten— dijo Minerva con firmeza. —Pero... ¡Nosotros siempre hemos ido al Castillo! —Lo sé, pero eso se debe a que en un tiempo fuimos sus dueños. Sin embargo, a decir verdad, estábamos invadiendo una propiedad privada, aunque a nadie le importara si lo hacíamos o no. De hecho, los viejos cuidadores del Castillo eran vecinos del pueblo, que habían sido contratadas por el propietario ausente. Siempre recibieron de buena gana a Minerva y los niños. —¡Está esto siempre tan solo, señorita Minerva!— solía comentar la señora Upwood—, y a mí eso me pone nerviosa. ¡Como le digo a mi esposo, lo único que oímos aquí son los ruidos que deben hacer los fantasmas! —Yo no creo que haya ninguno— la tranquilizaba Minerva. Pero algunas veces, cuando caminaba por las magníficas habitaciones y abría las ventanas que no estaban tapiadas para que entrara el sol, ella misma se sentía como un fantasma. En cierta forma, podía comprender lo mucho que su bisabuelo debió disfrutar al terminar de construir un edificio tan perfecto y de llenarlo con los mejores muebles y las más finas pinturas que pudo obtener. Fue una de las primeras personas que trajo muebles adquiridos en Francia durante la Revolución. Como Lord Yarmouth habría de hacerlo años más tarde, fletó un barco para que llevara sus compras hasta Lowestoft, desde donde fueron trasladadas al Castillo. Ahora, en lo que parecía muy poco tiempo, la gran casa estaba lista para su nuevo dueño. Tony había escrito una nota diciendo: El Conde ha decidido que sería más cómodo viajar por mar que por tierra. Por lo tanto, iremos en yate hasta Lowestoft, y de ahí los carruajes nos llevarán al Castillo . Estoy ansioso ya de verte. Tu afectuoso hermano, Tony. Aunque los invitados habían llegado con el anfitrión, Minerva no había visto a Tony. Tenía tanta curiosidad por saber lo que estaba sucediendo, que si Tony no volvía pronto a casa, iría ella misma a espiar el Castillo a través de los arbustos. Estaba segura de que eso era lo que estaban haciendo muchos vecinos del pueblo. —¡Quiero ver los caballos que hay en el Castillo!— anunció David cuando se terminó todo lo que había en su plato—. ¿Puedo ir allí cuando salga de la vicaría? —Como te dije ayer —contestó Minerva—, tienes que esperar a que Tony venga a vernos. Entonces le preguntaremos si es posible que veas los caballos. Sería una grosería imponer nuestra presencia sin haber sido invitados. —Pero si nunca nos invitan— intervino Lucy—, no veremos cómo de bonito han dejado el Castillo. Y yo quiero verlo con las velas encendidas. Minerva sabía que la niña se refería a los grandes candelabros que había en el salón. Le hubiera gustado contestar que ella también estaba deseando verlos encendidos. Pero tuvo que decir lo que ya había repetido una docena de veces antes: que los niños tendrían que esperar hasta que su hermano volviera a casa. Después de comer una considerable cantidad de budín, David partió de mala gana hacia la vicaría. Lucy, a quien Minerva tenía que presionar para que comiera cada bocado, volvió al jardín y a su Castillo de arena. —¡Trata de no ensuciarte, queridita!— le dijo Minerva—, te he lavado tu otro vestido y todavía no está seco. —Ven a contarme un cuento sobre mi Castillo — suplicó Lucy. —Lo haré tan pronto haya terminado de lavar los platos del almuerzo. Minerva llevó los platos vacíos a la cocina. Estaba llenando el fregadero con el agua caliente que tenía en la tetera, encima de la estufa, cuando oyó el sonido de ruedas sobre la grava que cubría el sendero de la entrada. Segura de que debía ser Tony, corrió hacia el vestíbulo. Y Tony, en efecto, abrió la puerta del frente en el momento en que ella salía por debajo de la escalera de madera. —¡Tony!— gritó Minerva, y corrió hacia él. Tony se quitó el sombrero de copa y lo puso sobre una silla antes de besarla. —Pensé que te habías olvidado de nosotros— dijo Minerva. —Sabía que era eso lo primero que ibas a decirme— comentó él—, pero no he tenido un minuto desde que llegamos, y ha sido muy difícil conseguirlo, apenas esta tarde cuando le he podido pedir al Conde que me prestara un faetón. Minerva se abstuvo de decir que no resultaba tan difícil recorrer la distancia a pie, ya que la casa no estaba excesivamente lejos del Castillo. Pero fue al observar más detenidamente a su hermano cuando comprendió que vestía de forma demasiado elegante como para ir caminando por los polvorientos senderos. Sus botas altas brillaban como si fueran espejos. Sus pantalones color champaña, bajo su bien cortada chaqueta, eran todavía más elegantes de lo que le parecieron la última vez que le vio. Su corbata estaba anudada en un estilo nuevo y complicado que ella no había visto con anterioridad. Le pareció que las puntas del cuello de su camisa se hallaban más arriba de su barbilla que de costumbre. —¡Qué elegante estás!— exclamó Minerva. —¡Debías ver a Su Señoría y al resto del grupo! —Eso es lo que estoy esperando hacer. Para sorpresa suya, la expresión de su hermano dio un brusco cambio. —¡Eso es imposible! —¿Imposible? Pero, ¿Por qué? Habían entrado, mientras hablaban, en la sala que Minerva usaba cuando estaba sola. Era, en realidad, más cómoda y acogedora que el salón. Tony miró a su alrededor. Luego, con todo cuidado, se dejó caer en un sillón que necesitaba volverse a tapizar. Sin embargo, se trataba del sillón predilecto de su padre. A Minerva le parecía muy correcto que ahora Tony lo considerara como el suyo, puesto que era el cabeza de la familia. —Pensé que considerarías poco amable de mi parte el que tardara tanto en venir a verte —dijo Tony—, pero la verdad es, Minerva, que no quiero que el Conde sepa de tu existencia. Minerva le miró con asombro, el color subió a sus mejillas al preguntar: —¿Quieres decir que... te avergüenzas de nosotros? —¡No, claro que no!— dijo Tony—. ¿Cómo puedes pensar tal cosa? —Entonces... ¿Por qué? No entiendo. —Es muy simple— contestó su hermano—, cuando te dije que me habían invitado a la reunión de Su Señoría , ni siquiera me imaginaba de cómo sería con exactitud. Minerva se sentó en la orilla del sofá, cerca de él.
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