CAPÍTULO I
1833
Minerva llamó a los niños, que se encontraban en el jardín. Podía verlos a través de la ventana.
Los niños parecían remisos a dejar el Castillo de arena que estaban haciendo a un lado del arroyo.
Esperaba Minerva que no se hubieran mojado, porque, en ese caso, tendría que cambiarlos y, ciertamente, tenía otras muchas cosas que hacer.
Por fin les llamó por segunda vez.
David, que era el más obediente de los dos, depositó su pala en el suelo y caminó hacia la casa.
Era un niño muy bien parecido.
Se parecía a su hermano mayor y a su padre, que había sido un hombre extraordinariamente apuesto.
A Minerva le resultaba difícil ver a cualquiera de sus hermanos sin sentir el agudo dolor de aquella pérdida.
Su padre ya no estaba con ellos, había muerto.
Desde entonces, lo que más echaba de menos era no tener a alguien con quien sostener una conversación seria.
No le era posible mantenerla con su hermano mayor, Anthony, a quien siempre habían llamado, cariñosamente, Tony.
Cuando Tony volvía de Londres a casa, toda su obsesión consistía en hablarle de las actividades en las que había tomado parte, y, especialmente, de las carreras de caballos. Si había algo que Sir Anthony Linwood disfrutara más que de cualquier otra cosa en el mundo era el montar a caballo.
Desafortunadamente, sólo podían mantener en casa a dos caballos y un pony.
Se les utilizaba para llevar a Minerva y a los niños de un lugar a otro. Con la pequeña renta de que disponía, Tony Linwood no podía permitirse el lujo de tener caballos en Londres. Sólo podía pagar las pequeñas habitaciones que tenía en Mayfair.
Como Minerva decía riendo: cuando menos, vivía en un barrio elegante. En lo personal, y aun comprendiendo que a Tony le resultara aburrido, ella prefería vivir en la casa solariega que tenían en el campo. Era mucho más fácil que andar siempre luchando por mantener las apariencias con las amistades que eran mucho más ricas que ellos.
Pero comprendía que, y a sus veintidós años, la vida en Londres resultaba fascinante para Tony.
Todo ello significaba, aunque no lo mencionara con frecuencia, que David, Lucy y ella misma tenían que privarse de cualquier tipo de lujo. No había dinero para diversiones.
Ahora, mientras David avanzaba hacia ella, descubrió que los pantalones empezaban a quedarle pequeños al chico y que había un agujero en su camisa.
Lo que le dijo, sin embargo, fue:
—Ve a lavarte las manos y date prisa, o se enfriará el almuerzo.
Entonces miró a Lucy, que estaba arreglando una rueda de margaritas alrededor del Castillo de arena.
—¡Vamos, Lucy!— gritó—, por favor, queridita, David tiene hambre. ¡Y yo también!
Lucy se puso de pie.
Aunque tenía seis años, era muy pequeña para su edad. Sin embargo, nadie la veía sin pensar que parecía un angelito.
Con su cabello muy rubio, sus ojos azules y su piel blanca, que nunca parecía quemarse bajo el sol, era una niña preciosa. Ante ella, todo el mundo tenía la impresión, en el primer momento, de que no podía ser humana, que debía haber caído del cielo.
En cierto modo, no obstante, y al correr a través del prado con los brazos extendidos, podía parecer una réplica de Minerva.
—¡Lo siento, lo siento!— dijo Lucy—, pero quería terminar mi Castillo de las Hadas.
—Puedes terminarlo después de almorzar— sugirió Minerva.
Levantó a Lucy en sus brazos y la llevó al interior de la casa. Una vez allí, la depositó al pie de la vieja escalera de madera.
—Ahora, date prisa en lavarte las manos— dijo—, porque si tardas, David se comerá todo lo que hay en la mesa y no te dejará nada.
Lucy lanzó un grito, que era a medias una risa, al tiempo que una protesta, y subió corriendo la escalera.
Era una escalera impresionante, de madera de roble, que había sido incorporada a la vieja casa mucho tiempo después de que ésta hubiera sido construida. Los postes, con su remate en forma de extrañas figuras barbadas, habían constituido, desde siempre, la alegría de los niños de la casa.
Minerva bajó a toda prisa varios escalones del vestíbulo y corrió por un angosto pasillo hacia el comedor.
Se trataba éste de una pequeña habitación, que tenía ventanas salientes con cristales en forma de diamante y con vistas al jardín.
Con su techo de pesadas vigas y sus muros recubiertos con paneles de roble, recordaba mucho otros tiempos pasados. Olía a historia. Pero no sólo a la historia de la familia Linwood, que ahora vivía en aquella casa, sino a la de los monjes que la habían construido originalmente formando parte de su priorato.
Mientras Minerva llevaba el estofado hacia la mesa donde David esperaba ansioso, no pensaba, precisamente, en la historia que les rodeaba, sino en su hermano Tony.
Consideraba que, a aquellas alturas del día, ya debería haber llegado a la casa procedente del Castillo.
Sin embargo, Minerva sospechaba que Tony estaba disfrutando tanto de la reunión, que debía considerarse afortunada si iba a verla tan sólo por un momento.
Se dijo a sí misma que lo más probable era que Tony estuviese montando los magníficos caballos del Conde.
Y, sin duda alguna, debía estar coqueteando con las hermosas damas que le había dicho que iban a estar presentes en la reunión.
En realidad, esa idea no se le había ocurrido antes.
Estaba acostumbrada a vivir tranquila y aislada en su hogar.
Desde que sus padres murieron, había cuidado de sus hermanos menores. Ni siquiera en sus sueños más atrevidos se imaginaba el regreso a Londres.
Ni el ser presentado al Rey Guillermo y a la Reina Adelaida, tal y como su madre había planeado para ella. Aquello sucedió hacía mucho tiempo, cuando disfrutaban de mejores condiciones económicas que en la actualidad.
Sólo el Castillo seguía allí, de pie, para recordarles que los Linwood habían sido una vez familia de gran importancia.
—¿Me puedes servir más, por favor?— estaba preguntando David, con el plato extendido.
Quedaba muy poco estofado en la gran fuente de porcelana que tenía grabado el escudo de armas de los Linwood.
Minerva rebañó hasta la última cucharada y añadió una patata que había sido traída aquella mañana de la huerta.
Comprobó que los guisantes se habían terminado.
—Yo no tengo hambre— anunció Lucy.
—Por favor, come un poco más, queridita— suplicó Minerva—, de otro modo, vas a estar demasiado debilucha para jugar con David cuando vuelva de sus lecciones.
—¡Hace un día demasiado bueno como para ponerse a estudiar!
—exclamó David—, y, además, anoche no terminé mis deberes.
—Oh, David— dijo Minerva en tono de reproche—. ¿Es que no sabes lo que le va a disgustar eso al vicario!
—Estaba cansado— contestó David—, me quedé dormido cuando había hecho sólo dos páginas.
Minerva suspiró.
El vicario se había hecho cargo de la educación de David, porque era muy importante que estuviera bien preparado antes de que fuera enviado a una escuela privada. Pero con frecuencia Minerva pensaba que el vicario esperaba demasiado del niño.
En realidad, constituía una gran suerte para ellos el hecho de que hubiese un vicario en un pueblo tan pequeño.
Se trataba de un hombre muy erudito, que se había graduado en Oxford con las mejores calificaciones y sólo porque le había tenido un gran cariño a su padre, aceptó el enseñar a David las materias más complicadas, que se encontraban más allá de la capacidad educativa de la institutriz retirada con la que el chico tomaba el resto de sus lecciones.
Sin embargo, y por otra parte, Minerva se preguntaba cómo podrían pagar la colegiatura cuando David tuviera que asistir a la escuela. Cuando vivía su padre ganaba éste cada año una considerable suma de dinero con los libros que escribía.
La mayor parte de los libros escritos por los historiadores tenían una venta muy limitada.
Eran demasiado pesados para ser considerados como lectura entretenida. Por lo tanto, sólo los eruditos los compraban y los leían.
Sir John, no obstante, se las había ingeniado para escribir la historia con un gran sentido del humor. Hacía que las épocas sobre las que escribía, y las gentes que vi- vieron en ellas, resultaran no sólo interesantes, sino humanas. Había comenzado escribiendo un libro sobre Grecia cuando era sólo un jovencito.
Su obra sólo fue superada unos años más tarde por los escritos que Lord Byron redactó a propósito de ese fascinante país.
Cuando Sir John sentó cabeza, porque se había enamorado, encontró mucho sobre lo que escribir a cuenta de la región donde vivía.
Para quienes compraban y leían sus libros, Norfolk cobraba auténtica vida a través de su hábil pluma.
Fue Sir John quien reveló a los habitantes de Norfolk sus antecedentes y quien también describió en forma apasionante a los daneses que fueron sus verdaderos antepasados.
Los daneses habían invadido durante muchos años la región conocida entonces como Anglia Oriental.
Minerva adoraba los libros de su padre.
Leía y releía las aventuras de Lodbrog, el jefe danés.
Se suponía que había sido éste el primero de los invasores.
Lodbrog era tan real para ella como el Rey Jorge IV, el Monarca que gobernaba Inglaterra cuando ella era niña y de quien se contaban muchas historias.
Fue Lodbrog quien, al ser desviados sus barcos por una tormenta a través del mar del Norte entró en el estuario del Yare, buscando refugio, y fue recibido en Reedham, cerca de Yarmouth, por Edmundo, Rey de Anglia Oriental.
Minerva contaba con frecuencia a los niños cómo el jefe danés se había divertido muchísimo, cazando con el Rey y sus cortesanos.
Era muy hábil como cazador.
Hizo que Bern, el maestro de los cazadores del Rey, se sintiera celoso de sus artes.
Y Bern, en consecuencia, asesinó al danés en un bosque. Pero su crimen fue descubierto por el perro de Lodbrog, que, al encontrar muerto a su amo, atacó a Bern, denunciando así su crimen.
El cazador fue castigado, abandonándosele en el mar en una lancha.
El Rey Edmundo y sus súbditos pensaron que no volverían a verle.
Sin embargo, después de varios días de flotar a la deriva, la lancha fue arrojada a las playas de Dinamarca, con Bern exhausto y medio muerto de hambre y de sed.
No se le ocurrió mejor explicación a Bern que acusar al Rey
Edmundo de haber asesinado a Lodbrog, el jefe danés.
Los daneses montaron en cólera y dos de sus principales dirigentes reunieron un gran ejército.
Conducidos por el verdadero asesino, se cruzó el mar del Norte y se desembarcó en el estuario.
Invadieron y devastaron Anglia a todo su ancho y a todo su largo. Después de años de lucha, hicieron prisionero al Rey Edmundo, y le ataron a un árbol y le mataron a flechazos.
A partir de entonces se establecieron como soberanos en la parte oriental de Inglaterra.
Su padre le había contado a Minerva esta leyenda cuando ella era muy pequeña.
Pero fue después, al leer su libro, cuando Minerva comprendió la emocionante historia en que su padre había convertido todo lo sucedido allí siglos antes.
Muerto su padre, Minerva se la contó a los niños. Tanto David como Lucy la escuchaban con los ojos muy abierto, sobre todo, cuando Minerva procedía a explicarles por qué el Castillo había sido tan importante.
Después de muchos años, los daneses fueron vencidos y obliga-dos a volver a su lejano país.
Los ingleses ya habían comprendido para entonces la necesidad que existía de defender las costas de otras posibles invasiones futuras.
—Fue entonces— les dijo Minerva a los niños— cuando nuestros antepasados construyeron el Castillo. Había vigías día y noche en la torre, atentos siempre al mar, por si se acercaban los barcos daneses.
—¡Debió ser muy emocionante!— exclamó David.
—Tan pronto como veían aparecer las velas— les explicó
Minerva—, encendían fogatas que iban siendo imitadas, con el encendido de otras, a todo lo largo de la costa. Cuando los daneses llegaban, los arqueros ingleses les estaban ya esperando, listos para arrojarlos de nuevo al mar a flechazos.
El Castillo de Linwood, sin embargo, había sufrido muchas alteraciones desde que fuera construido originalmente.
A la torre del vigía, que permanecía todavía allí, se le había añadido una caseta más cómoda en tiempos de la Reina Isabel.