CAPÍTULO VII Montada sobre uno de los soberbios caballos del Conde, Minerva no tuvo más remedio que admitir que nunca había sido tan feliz. En los últimos tres días había cabalgado todas las mañanas. David lo hacía en un caballo, que manejaba con tanta habilidad como lo habría hecho su hermano mayor. Para deleite de Lucy, el palafrenero en jefe del Conde le consiguió, de forma casi mágica, un pony. Era un poco viejo y no muy brioso, pero como la niña lo montaba, guiada por la rienda por un palafrenero, Minerva no se preocupaba por ella. Siempre que veía al Conde, corría a echarle los brazos al cuello. Si estaba sentado, se encaramaba en sus rodillas para decirle lo bueno que era. Minerva, de hecho, estaba asombrada como consecuencia de tanta amabilidad. Era algo que jamás hubiera