Capítulo I: El regreso
Donato Alcaraz, un hombre brutal y arrogante, con un increíble ego y una descomunal seguridad en sí mismo, sarcástico y dotado de un sentido del humor n***o y pesado, era cruel y detestable. Hablaba por experiencia, Helena sintió el látigo de su crueldad en carne propia, destrozó su vida, asesinando a sus padres y cortando de tajo sus ilusiones, dejándole como único sustento, el odio, el rencor, la amargura y un secreto deseo de venganza, teñida por la sombra de la duda. Es un hombre poderoso y adinerado; sin embargo, el poder no se lo proporciona su vasta fortuna, mejor dicho, infundía temor con su diabólica presencia. Por su porte altivo y elegante nadie adivinaría que es un campesino venido a más, un peón cualquiera, que gracias a la sangre noble que corre por sus venas, pudo colocarse en la cima de su mundo privado, el Pueblo y su cacique particular.
Si por decisión propia hubiese sido, jamás habría regresado al pueblo, del cual salió huyendo hacía cerca de seis años, llevando en sus entrañas al hijo ilegítimo de Donato Alcaraz. Pero la tierra, único legado de sus padres y también única posesión y patrimonio de su hijo de cinco años, la obligó a regresar y reencontrarse con los fantasmas de su pasado. El Pueblo había sufrido un cambio drástico y para bien. Se respiraba un ambiente de armonía y progreso, ya no era aquel pueblo miserable, corrupto y rebosante de pobreza que recordará apenas unos minutos antes. Nada más bajar del coche la golpeó una sensación de nostalgia y tristeza, un reproche de olvido, sus padres yacen enterrados en el cementerio local y desde el día que fueron depositados en su última morada, no volvió a ver sus tumbas, cegada por un absurdo resentimiento. Los culpaba porque murieron dejándola abandonada a su suerte. Ahora, convertida en toda una mujer y madre, la corroía la culpa. Ni siquiera había asistido a los compromisos propios del velorio y el funeral, se quedó rezagada a lo lejos, llorando desconsoladamente y solo fue capaz de acercarse cuando el lugar quedó completamente vacío. Primero trato de quitar la tierra que los cubría y sacarlos de ahí, con solo un pensamiento en la cabeza: estaban vivos, ella lo sabía, pero después la verdad le cayó encima como una tromba, implacable golpeo y destrozó con las manos todos los arreglos florales, presa de una esquizofrenia súbita y fugaz. Cayó de rodillas y pasó la noche llorando, abrazada a su tumba.
Estaba aletargada, sumida en sus pensamientos, como en estado de hipnosis, recordando, alucinando, reviviendo la misma escena una y otra vez. De pronto un gritito alegre la arrancó de tajo y volvió al presente. Su hijo acababa de emerger del país de los sueños en el cual se vio sumergido por el lento y arrullador balanceo del coche.
__ ¿Ya llegamos mami? —le preguntó el niño desde el asiento trasero del coche, mientras se tallaba los ojos con sus manitas.
__ Sí cariño, por fin llegamos al lugar donde viví de niña —abrió la puerta trasera y se metió al coche para ayudar al niño con su chaqueta.
__ Yo no creo que sea feo, se ve muy alegre. Tengo hambre, ¿iremos a la casa donde vivías con los abuelos?
__ Esa casa ya no existe, solo la tierra. Pero buscaremos una bonita habitación en el hotel de la plaza.
__ ¿Mami?
__ Hmmm
__ ¿Te gustaría volver a vivir aquí?
__ Te gusta, ¿Verdad?
__ Bueno… si… es que…
__ Puedes decirlo, siempre te he dicho que debes decir lo que piensas y decir la verdad.
__ Bueno, si me gusta y tu dijiste que si hubiera un lugar más grande donde tener una mascota… tal vez me comprarías una, entonces yo pensé que si nos quedamos a vivir aquí, me comprarías un perrito, como los que vimos en el albergue de mascotas.
__ ¡Anda! — lo ayudó a bajar del coche— Vamos a alquilar la habitación, luego bajaremos a comer y a la iglesia. Después con más tiempo hablaremos de la mascota, ¿de acuerdo?
__ Siempre dices lo mismo y nunca lo hacemos.
__ Ok. Esta vez te prometo que lo haremos seriamente.
Mientras cruzaba la plaza hasta el Hotel, sintió un repentino estremecimiento y una mirada pesada recorriendo centímetro a centímetro su cuerpo. Quiso volverse y encarar a cualquiera, pero un miedo aterrador la paralizó en el centro mismo de la plaza, sus piernas no respondían y por unos segundos no pudo moverse un ápice. Solo la voz sorprendida de su hijo al preguntarle qué sucedía la hizo reaccionar, negó con la cabeza, pues las palabras estaban atoradas en su garganta. Un nudo inesperado de lágrimas le cortaban el paso del aire, parpadeo un par de veces para alejarlas y se puso en movimiento apretando el paso y la mano de su pequeño al mismo tiempo. Con desesperación y casi corriendo ya, entró a la recepción del hotel, con el niño apretado contra el pecho, como si se lo fueran a arrebatar de los brazos. Era un mal presentimiento.
No supo que lo hizo voltear hacia el centro de la plaza, pero la vio a toda ella, pensó en una posible alucinación y la recorrió centímetro a centímetro, inmovilizándola, tratando de ver algo que no encaja, algo que le revelara la verdad y que una vez más, como tantas otras, creía ver en cada hembra de cabello oscuro a la mujer que perdió años atrás. Pero ese demonio de cabellera exuberante, tenía el mismo andar, el mismo tono aceitunado de la piel. Juraría que era ella, si no fuera por el chiquillo que llevaba aferrado al pecho, como si quisiera fundirlo con su cuerpo, el cuerpo de una mujer y no el de la chiquilla de diez y nueve años que le robó el alma y la paz para siempre. En cuanto ella entró como una exhalación al hotel, volvió a la realidad y se despidió apresuradamente, ante la mirada atónita y perpleja del círculo de amigos con los que se encontraba conversando.
Ya no le sorprendía ver esa expresión en sus rostros, estaba acostumbrado, todos lo miraban con recelo, temerosos, pendientes del menor movimiento, tratando de adivinar sus acciones. Todos estaban de acuerdo siempre con sus opiniones, si diferían de ellas, jamás lo expresaban abiertamente y siempre había un vecino dispuesto a codear en las costillas al otro para que encausara sus opiniones al bando correcto. Para su buena suerte o mas bien, gracias a su inteligencia, siempre tomaba las decisiones correctas y eso había repercutido en el crecimiento y el progreso del pueblo y de la gente. Era respetado, pero también temido, no era que le molestara o más bien no le importaba, si eso servía a sus propósitos. En el rancho lo respetaban y cumplían al pie de la letra sus órdenes, no tenía ningún inconveniente. En cierto momento creyó tener que luchar por hacerse respetar, después de ser un peón como cualquiera de los del rancho, pero el poder y el respeto le llegó natural, como si hubiera nacido irremediablemente para ser el amo y señor de “Los Cascabeles”.
Subió al jeep y rodeó la plaza, se estaciono frente a las puertas del hotel, bajó del auto y entró tranquilamente. Camino sosegadamente hasta la recepcionista y la interrogó como si no lo hiciera. Salió más perturbado que cuando entró, la sangre le hervía en las venas y se veía pálido como fantasma. Esta vez no era una alucinación, el demonio se hizo realidad, amenazando con robarle ahora la cordura; el momento más esperado, pero el más temido también, la confrontación más dura de su vida. Después de que estuvieron juntos, ella lo miró con tanto odio, con asco, con dolor. Él no lo supo hasta que Helena desapareció, lo culpaba por la muerte de sus padres y lo único que podía pensar era que el dolor de la pérdida la había vuelto loca, no existía otro motivo por el cual lo culpara de semejante absurdo. Tal vez no encontraba salida a su inmenso dolor y su única válvula de escape era culpar al hombre que amaba porque jamás dudo de que ella lo amara.