Aquella noche conversamos mucho rato, intentaba tranquilizarla, yo conocía a Máximo desde hacía varios años, era un mujeriego millonario de unos cuarenta y cinco años, después de tres matrimonios fallidos, no buscaba relaciones permanentes. Me extrañaba que él pretendiera “comprar” a Lucía, no porque ella no fuera deseable, muy por el contrario, pero Máximo no era así, no necesitaba una esposa, mucho menos una “comprada” que no le daría lo que él necesitaba como hombre. De hecho, en varias noches de copas, confesaba que prefería mujeres mayores, con experiencia y confianza para disfrutar lo que ambos podían entregarse, no le gustaban las niñas. Y Lucía era una niña.
Más tarde, cuando llegó la hora de dormir, Lucía se puso nerviosa, comprendí que ella pensó que por llevarla a mi casa a dormir, debía acostarse conmigo y, aunque yo lo deseaba con ansias, le daría el tiempo y el espacio que necesitaba, no quería acelerar las cosas, su experiencia con los hombres no había sido de las mejores, empezando por su padre, su novio, yo mismo como posible “comprador” y ahora un nuevo “pretendiente”. Por supuesto que no la apresuraría, iría a su ritmo. Además, así sería mejor, cuando estuviéramos juntos, sería con ella preparada y sería inolvidable, como todo lo que quería hacer con ella.
Le cedí mi cama y yo dormí en la pieza de alojados. Por la mañana, entré al cuarto a verla, dormía plácida, tranquila, aunque tenía el rostro congestionado. Había llorado por la noche, en silencio; no la escuché y me sentí culpable por ello. Quise abrazarla y tomarla en mis brazos, acunarla y asegurarle que todo saldría bien, pero, como seguramente durmió poco y mal, la dejé dormida en mi cama, puse una nota a su lado y salí de allí, rumbo a arreglar las cosas con Máximo Lombardi.
La secretaria de Máximo, una mujer de unos cuarenta años me hizo pasar al poco rato de llegar a su oficina. Hicieron un breve coqueteo mientras yo me sentaba; definitivamente, Máximo no cambiaba.
―Tú dirás ―me dijo de buen humor.
―Vengo a hablar de Gustavo Subercaseaux y de su hija.
El gesto que hizo mi amigo y su sonrisa sarcástica me dijeron que no me había equivocado con respecto a su opinión del matrimonio con Lucía.
―¿Qué pasa con eso? ¿Vienes a insistir que la acepte como parte del trato con Gustavo?
―¿Cómo dices?
―Mira, Francisco, yo te aprecio, tú lo sabes, pero nada de lo que me digas me hará cambiar de opinión. Lucía puede ser muy linda y ser toda una mujer ya… ¡Pero tiene la edad de mi hija, por Dios!
Yo sonreí aliviado, Máximo no estaba en lo absoluto interesado por ella.
―¿Qué te pasa? ¿Qué es tan gracioso? ―me preguntó un tanto desconcertado.
―Ella es mi novia ―respondí sencillamente.
―¿Tu novia? ―Se sorprendió gratamente―. Entonces, ¿qué hace Gustavo ofreciéndomela como si fuera una mercancía disponible?
―A eso venía, Gustavo dijo que tú querías sus empresas y a su hija como tu esposa.
Mi amigo se echó a reír.
―Tú me conoces, Francisco, sabes que no soy un pedófilo, las prefiero más maduras, ¿viste a Helena, mi secretaria? Ella me gusta, hasta estoy pensando en sentar cabeza con ella, aunque estoy dando tiempo al tiempo a ver si no se me pasa el “amor”, ella no merece que la haga sufrir.
―Yo sabía que no podía ser como Gustavo lo dijo. ¿Quieres siempre sus empresas?
―Él no hace nada, tú llevas todo el peso, además me debe 200 millones, creo que lo justo sería quedarme con su parte de la empresa, seríamos socios, por fin.
―Es un trato justo. Sólo que la chica no va incluida.
―No la quiero ni la necesito, además, si es tu novia, para mí está vedada, sabes que soy mujeriego, pero siempre he respetado las mujeres de mis amigos.
―Sólo de tus amigos, porque de los demás… ―comenté socarrón.
―Si respetara a los demás, no tendría con quien hacer el amor y las casadas son mucho más… ardientes, la adrenalina de lo prohibido me conviene a mí, tú sabes, pero las de mis amigos, son intocables para mí.
―Me alegro, Lucía estaba muy preocupada…, no quiere ver a su padre en prisión por su culpa.
―La última vez que vi a esa chiquilla tenía 13 años, si yo he sido un desgraciado con mis hijos, no creo que Gustavo lo haga mejor, por un momento pensé en aceptar la idea de traerla conmigo, para liberarla; hablaba de ella como si fuera un bien más de la empresa, como un objeto… me dio lástima ¿sabes? Puedo no haberme ocupado mucho de mis hijos, no les di mi tiempo, mi presencia, pero jamás le haría algo así a mi hija... nunca.
―Yo no soy capaz de decirle a ella la clase de padre que tiene, no puedo.
―Tendrás que hacerlo en algún momento, porque te aseguro que le puede causar mucho daño, él no mide las consecuencias de sus actos y arrastra a su hija a sus propios problemas y cada vez se mide menos.
―Sí, esto se está pasando de la raya.
―¿Sabes qué me dijo? ―Máximo se echó hacia adelante como si fuera a contar un secreto―. Que ella era sólo una mercancía y que sería el fin de sus problemas económicos, que si él no fuera su padre, la tomaría como mujer porque tenía “mucho que entregar”. ¿Cómo puede un padre hablar así de sus hijos? Yo era muy joven cuando tuve mis hijos, la relación con mis esposas no terminaron bien, es cierto que no me ocupé de ellos, y me arrepiento de verdad, no hay vuelta atrás y trato de hacer lo mejor posible hoy, pero aún en mis tiempos de locura juvenil, nunca pensé en utilizar a alguno de mis hijos como un medio para satisfacer mis deseos y mi ambición.
―El juego lo tiene dominado ―atiné a decir.
―¿El juego? Y el alcohol, las drogas y las mujeres. Él sí tiene que pagar para estar con una mujer, porque ni siquiera funciona como hombre. Menos mal que no se le ha ocurrido abusar de su propia hija.
―Sería su fin ―dije asqueado al pensar en una aberración así.
―No la dejes con él ―me advirtió, supuse que él sabía algo que yo no.
―Está conmigo.
―Es lo mejor, Gustavo no es ni la sombra del hombre que conocimos, ha ido en picada rápidamente y temo que en cualquier momento, cometa una estupidez, desde que su esposa murió no es el mismo, ha ido perdiendo la razón.
―¿Qué es lo que tú sabes que yo no?
―Nosotros no somos los únicos a quienes Gustavo “ofreció” su hija, no sé qué pasa por su mente, pero está loco, Héctor Matta estuvo aquí por la misma razón que tú, Gustavo le ofreció a Lucía a cambio de dinero para las apuestas y la mujer con la que sale ahora.
―¿Y él, por qué vino a hablar contigo?
―Porque se enteró que yo también estaba en la lista de espera por esa chica y vino a advertirme que no hiciera tal de hacerlo, que era una cría y que Victoria Castellán, la madre de Lucía, no se merecía que tratáramos a su hija de esa forma.
Yo sonreí a medias.
―Héctor siempre estuvo enamorado de Victoria.
―Hasta ahora. Si por él fuera, tendría con él a Lucía, la cuidaría mucho más de lo que lo hace Gustavo ―me confirmó.
El citófono de Máximo sonó y la secretaria le anunciaba la llegada de Héctor Matta. Máximo le pidió que entrara inmediatamente. El hombre venía totalmente desfigurado, descompuesto.
―¿Qué te pasa?
―Necesito hablar contigo… a solas ―me miró―. Lo siento, Francisco.
―¿Se trata de Lucía? ―preguntó Máximo.
Héctor asintió con la cabeza, mirándome.
―Estábamos hablando de ella, precisamente, puedes hablar con confianza. ¿Qué pasó?
―Desapareció. Gustavo me llamó, anoche no llegó a dormir a su casa, me pidió dinero para iniciar una búsqueda ―explicó el hombre.
―Él sabe perfectamente dónde y con quién está ―intervine con rabia.
―¿Tú sabes dónde está?
―Cálmate, Héctor, todo está bien ―lo tranquilizó mi amigo―, siéntate.
El aludido se sentó, nervioso.
―¿Quieres algo? No te ves nada bien ―ofreció Máximo.
―Un café, por favor ―rogó éste con ojos tristes.
Máximo le pidió a su secretaria tres cafés.
―Francisco es el novio de Lucía, está con él ―explicó Máximo―. Ella está bien, lejos y a salvo de su padre.
―¡Gracias a Dio! ―exclamó.
―¿Le diste dinero? ―le pregunté un poco incómodo.
―No, por supuesto que no, a él no le doy un peso más, si lo hacía era por Lucía, ella se merece… todo.
Yo lo miré, conocía a Héctor muy poco, sabía que estuvo muy enamorado de Victoria, que nunca se casó, las malas lenguas decían que había sido por ella que nunca formó una familia.
La secretaria llegó con los cafés, Héctor bebió un poco con manos temblorosas.
―¿Qué te dijo Gustavo que estás así? ―pregunté.
―Dijo que… temía que ella quisiera acabar con su vida, que su novio la había dejado y…―hizo una pausa cerrando los ojos, ninguno lo interrumpió―. Yo fui a ver a Cristian, me confirmó que había terminado con ella por su capricho, que ya no la soportaba… Juro que estoy al borde del colapso, si algo le pasa…
―Ella está bien, ya te lo dijimos ―lo tranquilicé―. Y no fue él quien terminó con ella, fue al revés, ella lo hizo. Él quiso abusar de ella. ―Bajé la cara al decir aquello.
―¡¿Qué dices?! ―Se levantó de su silla molesto, enfurecido, en realidad.
―Cálmate, no logró su propósito. ―Me levanté también y le puse la mano en el hombro―. Ella está bien, está conmigo y espero casarme muy pronto con ella.
―No puedo con esto…―lloró el hombre, al parecer no creía en lo que le habíamos dicho.
―¿Quieres verla? Está en mi departamento ―ofrecí.
Él asintió con la cabeza.
―Héctor, ¿por qué te pones así? ―intervino Máximo.
―Ella…ella es…―Lloraba como un niño―. Mi hija y si algo le pasa no me lo perdonaré jamás.
Máximo y yo nos miramos consternados. Era cierto que Héctor estuvo muy enamorado de Victoria y que entre ambos había “algo”, pero de ahí a que Lucía fuera su hija… Realmente eso nos pillaba de sorpresa.
Héctor se dejó caer en uno de los sofás. Parecía que se había sacado un gran peso de encima, a la vez que no lograba calmarse respecto a la tranquilidad de Lucía.
―¿Cómo es eso que es tu hija? Tú llegaste al país hace cuánto… ¿diez años? ―Máximo fue el primero en reaccionar.
―Así es, pero antes de eso… Victoria y yo éramos novios.
―¿Y la dejaste estando embarazada? ―interrogué.
―Yo no lo sabía. ―Me miró con una tristeza profunda en sus ojos, eran los mismos ojos de su hija―. Me fui del país, Gustavo la quería como su esposa y su padre accedió, en ese tiempo la familia de él tenía mucho más dinero que la mía, nosotros éramos gente normal, mi padre trabajaba en una fundición minera, no era empresario ni nada por el estilo, en cambio, Gustavo y su familia tenían empresas, casas, autos y mucho dinero. Yo quise llevarme a Victoria conmigo, pero no se lo permitieron, era menor de edad y no contaba con el consentimiento de sus padres y, con el dinero que tenían, me pudrirían en la cárcel. Yo sé que ella nunca dejó de amarme, cuando volví a verla… supe lo infeliz que era en su matrimonio y que Lucía…
Dejó la oración inconclusa. Nadie habló.
―¿Gustavo lo sabe? ―preguntó Máximo al rato.
―Siempre lo supo. Amenazó a Victoria para que no dijera nada. Luego lo hizo conmigo, si yo hablaba, Lucía pagaría las consecuencias.
Ese hombre no tenía límites. Instintivamente llamé al departamento para saber cómo estaba Lucía.
―¿Aló? ―contestó Lucía adormilada.
―Lo siento, te desperté, preciosa.
―No, menos mal que lo hiciste, tenía una pesadilla.
―¿Estás bien?
―Sí…, espérame están tocando el timbre.
―¡No! ―grité y luego bajé la voz―. No le abras a nadie, preciosa, yo me voy ahora a la casa, por favor, no abras.
―¿Pasa algo? ―preguntó, no contesté, no iba a decirle todo por teléfono―. ¡Es mi papá! ―Casi gritó alarmada.
―Llama al conserje por el citófono y di que estoy en camino, que lo saquen de ahí.
Colgué preocupado. Miré a los dos hombres, especialmente a Héctor.
―Su padre está en el departamento ―anuncié nervioso.
Héctor se levantó como un resorte.
―Vamos, ya no la lastimará más ―contestó con decisión.
Salimos raudos hacia el estacionamiento, cada uno en su auto salimos rumbo al Edificio Vernales, donde se encontraba mi departamento.
Al llegar, el conserje nos dijo que había sacado al hombre, pero que amenazó con volver.
―Dijo que usted tenía a su hija secuestrada ―me explicó con temor el conserje.
―¿Tú crees que yo sería capaz de algo así, Miguel? Además, quien te llamó fue ella, lo que pasa es que el padre es…
―Venía borracho, incluso me atrevería a decir que estaba drogado. No sé cómo entró, lo siento.
―Él tiene sus medios, pero no lo volverá a hacer ―afirmé.
Subimos y al llegar vi a Lucía sentada, hecha un ovillo en el sofá.
―¡Lucía! ―Se veía tan desprotegida, tan sola y vacía que se me encogió el corazón.
Me miró como si no me conociera, pero inmediatamente reaccionó y se lanzó a mis brazos pronunciando mi nombre varias veces seguidas.
―Venía borracho ―lloró en mi pecho―, me gritó cosas horribles. Tenía tanto miedo… Y venía con Cristian.
―¿¡Qué?! ―Ese hombre definitivamente no tenía límites.
―Maldito desgraciado ―murmuró Héctor, Lucía se apartó de mí y lo miró, respiró agitadamente y de pronto se soltó de mí y se lanzó a sus brazos.
―¡Tío! ―Lloró con más fuerza todavía.
Héctor cerró los ojos sintiendo el abrazo de su hija, yo entendía muy poco, sabía que él la amaba, pero ¿ella? ¿Acaso también sabía? No. No, porque lo llamó “tío”.
―Desde que murió mamá nunca volvió a visitarme ―le reclamó ella con un puchero minutos después, cuando soltó su abrazo.
―Lo siento tanto, mi niña ―le tomó la cara con sus manos y le secaba las lágrimas―, lo siento tanto. Yo…
―Está bien, no tenía ninguna obligación ―recapacitó ella bajando la cara, pero él se la sostuvo para mirarla a los ojos.
―No, sí la tenía, no debí dejarte sola, mi amor, pero no podía volver, Gustavo…
―A él no le gustaba que nos fuera a ver, no podíamos decirle nada y cuando murió mi mamá…
―Lo sé, no quería causarte problemas ―lo dijo así, cuando en realidad, ella estaba amenazada por Gustavo.
―No sabe la falta que me hizo, usted en los cinco años que estuvo con nosotras, fue más mi padre que…
Héctor cerró los ojos, yo estaba seguro que quería gritarle a Lucía que ella era su hija, pero una noticia así no se da sin pensarlo, menos en un momento como este, en el que ella estaba vulnerable y frágil.
―Lucía, preciosa ―me acerqué y la tomé de los hombros―, ¿tomaste desayuno?
Ella me miró y negó con la cabeza, esperaba mi reprimenda porque no acostumbraba a comer nada hasta la hora del almuerzo y yo la obligaba a comer, no podía dejar de hacerlo o enfermaría.
―Ven, vamos a la cocina, te prepararé algo, ¿sí? ―le hablé suave, no estaba bien, su ánimo decaía por momentos.
Le hice un té con unas tostadas y se las puse enfrente de ella.
―¿Cómo es que ustedes venían juntos? ―nos preguntó después de beber un sorbo de su té.
―Fui a hablar con Máximo Lombardi ―le indiqué― y él llegó mientras conversábamos.
―¿Y cómo te fue? ¿Él…? ―arrugó la frente y se mordió el labio.
―Es como te dije, no está interesado en casarse contigo.
―Menos mal. ―Se seguía mordiendo el labio.
―No hagas eso ―le pedí liberando su labio con mi dedo.
Ella bajó la cara.
―Come, mi niña ―suplicó Héctor al ver que apenas comía.
―Tengo el estómago apretado.
Nos miramos con Héctor. Si Gustavo venía con alcohol en el cuerpo, no debe haber sido fácil para ella esa situación. Ese hombre se ponía realmente odioso borracho. Era de esos tipos que no aceptan un “no“, por respuesta y todo lo que hacen es levantar la voz para hacerse escuchar, sin contar con que se sienten superhéroes por estar con unas copas de más.
Y venía con Cristian, otro igual que Gustavo, sin ningún respeto ni amor por nadie, miré a Lucía, estaba con la vista perdida, recordando, tal vez, la noche que Cristian quiso abusarla y la golpeó. Me acerqué a ella y la abracé.
―Ven ―le dije suavemente llevándola al living parecía que se iba a quebrar en cualquier momento, pero ella no era así, no le gustaba sentirse frágil, siempre quería aparentar estar bien, aunque no lo lograra―. Siéntate ―le rogué.
―¿Por qué mi papá no me quiere? ―me preguntó con profunda tristeza.
―Tu papá te ama, para él eres lo más importante de su vida ―contestó Héctor, sin pensar.
―¿Y por qué me trata así? Esto no es sólo de ahora, es de siempre, toda mi vida, para él siempre he sido un estorbo, una maldición.
El dolor se instaló en la cara de Héctor. Lucía lo miró… y comprendió.
―Él no es mi papá, ¿cierto? ―Nos miró uno y al otro, alternadamente.
Héctor bajó la cabeza, yo sostuve su mirada, pero no estaba seguro de decirle la verdad.
―¿Lo es o no? ―insistió un poco molesta.
―Yo no lo sabía, me acabo de enterar ―contesté encogiéndome de hombros, sintiéndome culpable.
―¿Tío? ―Héctor no fue capaz de mirar a su hija―. ¡¿Es usted?!
―Lo siento tanto, Gustavo no me dejaba acercarme a ti… si lo hacía tú pagarías las consecuencias.
Lucía meditó unos momentos, mirando fijamente a Héctor, que a ratos miraba a su hija con dolor, con tristeza, con miedo y culpa, pero la mayor parte del tiempo, no era capaz de mirarla a los ojos. No sabía qué pasaba por la mente de ella, pero sí necesitaba asimilar aquello. Tal vez recordaba a su mamá y los momentos que pasaron juntos. Sólo esperaba que reaccionara rápido, me desesperaba su silencio.
―Tenemos los mismos ojos ―comentó al fin.
Yo sonreí, era cierto.
―Así es ―contestó Héctor con una sonrisa triste.
―Cuando murió mi mamá, usted no fue.
―Sí, lo hice, pero no podía acercarme, estuve de lejos mirando, queriendo abrazarte, estabas tan sola, solo el pensar en el daño que te podría hacer Gustavo por acercarme a ti, me detuvo, si no, mi amor, te aseguro que no me hubiese apartado de ti.
Lucía sonrió triste. Le estiró una mano, al parecer no era capaz de levantarse. Héctor se acercó, la cogió de la mano y se sentó a su lado cuando me levanté para darles espacio.
―Mi mamá intentó decírmelo… yo nunca entendí ―se disculpó ella.
―No podíamos hablar, Gustavo…
―Es un matón, lo sé, al igual que Cristian. No es novedad para mí.
―Pero ahora estarás lejos de él.
―No, mientras él esté libre no estaré segura. Tiene que ir a la cárcel.
Yo la miré sorprendido, no esperaba algo así de ella, no después de aceptar todo con tal de no verlo en prisión.
―Él me ha hecho mucho daño, a puertas cerradas, donde nadie se enteraba… No lo volverá a hacer.
―¿Qué te hizo? ―pregunté preocupado.
―Intentó abusar de mí… en más de una ocasión.