Era la primera noche que llegaba al Hotel Imperial en el centro de la ciudad, el más exclusivo y donde una noche podría costarme el sueldo de un mes. En la habitación encontré una pared de vidrio que daba la imponente vista de la ciudad y en lo más lejano, el mar. La noche estaba llena de estrellas y la panorámica me informaba que me encontraba en uno de los sitios más prestigiosos de la ciudad. El interior de la habitación también demandaba atención, con luces cálidas, una cama enorme, también había una mediana sala de estar, con una lámpara de araña colgando del techo blanco. Todo estaba meticulosamente organizado y limpio; en el ambiente lograba encontrar un aroma a rosas frescas y noté que sí, había rosas en los jarrones de los rinconeros. Llevaba quince minutos de haber llegado a