Gabriel pasa la noche entera pensando en la llamada con su madre ¿Qué pasa si realmente Lían está grave? ¿Y si no hay solución posible más que el trasplante, así como les dijo el doctor cuando su cáncer fue diagnosticado? ¿Qué pasará si no consiguen un donante para él?
Miles de dudas rondan su mente y siente que su cabeza va a estallar de tanta presión. Su madre nunca soportará eso y él tampoco. Aunque esa traición los separó por todos estos años, Gabriel ama a su hermano más que a nada en este mundo.
Por más de que haya optado por alejarse en vez de arreglar las cosas, ellos no son tan diferentes. Lían es uno de los seres más nobles del mundo y eso no le cabe la menor duda.
Después de caminar por su habitación más de cien veces y antes de que amanezca por completo sale a correr.
El sendero que une su departamento con la universidad es la catarsis ideal para aclarar su mente y liberar tensiones innecesarias de su espalda.
La brisa fresca de la madrugada da de lleno en la cara del profesor, lo que lo obliga a ponerse alerta y sobre todo pensar. Sabe que no tiene más opciones. Llegó la hora de volver a casa y retomar una conversación pendiente de cinco años atrás.
—¡Buenos días, profesor! —se oyen voces por todos lados cuando entra al salón en la hora exacta. Hoy es día de examen y la tensión se siente en el aire.
—¡Hola, chicos! ¿Cómo amanecieron? —responde Gabriel sacando la carpeta con las hojas de su enorme maletín.
La mayoría de ellos resopla al ver la cantidad de papeles que va dejando en el pupitre de cada uno.
—Tenemos exactamente dos horas para dejar este examen en el pasado. No quiero que pierdan tiempo en nada. Los quiero concentrados y echando todas las ganas posibles. ¿Entendido?
—¡Entendido! —contestan a coro.
—Todos los celulares en el cesto, vistas en el examen y la mente en el futuro —los mira con la ceja arqueada mientras los señala con el dedo.
—¡Sí, profesor! —se escuchan más animados. Gabriel sonríe complacido.
Enseñar es sin duda la mejor decisión que Gabriel pudo haber tomado. En el salón de clases es donde se siente realmente realizado y pleno.
Después de todas las obligaciones que le competen en la universidad ya terminada, regresa a su departamento. Preparar su maleta es tarea sencilla. Solo necesita de un par de ropas y sus documentos. Todo fácil y rápido.
El director se ofrece a llevarlo al aeropuerto, ya que su vuelo sale a la mañana siguiente, pero Gabriel opta por tomar un taxi.
La vista del camino, de ida al aeropuerto, le parece surrealista. La naturaleza en este país es muy diferente y más preservada que la de Nueva York, el aire está menos contaminado, hay menos ruido, la vida es más tranquila en todos los aspectos.
Su único deseo es volver pronto.
El vuelo le resulta bastante agotador debido a los cambios climáticos repentinos y a las muchas turbulencias.
Hasta ahora puede dimensionar qué tan lejos estaba de su familia. Más de trece horas en avión y media hora de carretera definitivamente lo confirman.
Llega a su casa totalmente exhausto, pero asombrado con la belleza que se proyecta ante sus ojos, apenas el taxi se adentra en la pasarela que conduce a la gran mansión Norton.
Aun con la oscuridad de la noche, la majestuosidad y los miles de recuerdos inundan su mente al ver la fachada del lugar donde nació, creció y pasó los mejores momentos de su vida.
Decide bajar para llegar caminando y recorrer a pie la escalinata de piedra que serpentea por los jardines hasta su final en la entrada principal.
Las plantas con flores que cubren la mayor parte del inmenso jardín le confirma que su madre aún los cultiva y los cuida como si en cada una de ellas pusiera una chispa de su propia vida.
Llega hasta la entrada principal y don Facundo, que es el vigilante de la casa hace más de dos décadas, se levanta sorprendido de ver a Gabriel llegar a estas horas.
—¡Joven Gabriel! —lo saluda emocionado, caminando hacia él con su característico cojeo producto de un accidente de coche —¿Qué hace llegando a esta hora de la noche? ¿Por qué no me avisó que venía para ir a recogerlo del aeropuerto?
—¡Don Facundo, mi viejo amigo!—Gabriel lo abraza con ganas. —No te preocupes por eso. Ya estoy aquí. Quise que mi llegada sea sorpresa ¿Cómo estás?
—Ahora que estás aquí, estoy mucho mejor, muchacho —Contesta el anciano sonriendo, pero algo desganado. —Las cosas no están muy bien por aquí.
—Lo sé. Esperemos que todo se resuelva.
—¿Quiere que avise a su madre que está aquí? —Pregunta ahora más animado.
—Prefiero que se lleve una sorpresa. Solo dime si las llaves que abren la puerta del hall siguen estando en el mismo lugar y yo me encargo de todo.
Don Facundo sonríe mientras busca algo en su bolsillo, para finalmente pasarle un manojo de llaves.
—No, su madre hizo unos cambios en la mansión, pero puede usar estas mientras se queda. Yo me encargaré de conseguir otras para mí.
Gabriel toma el manojo de sus manos y se encamina hacia el patio trasero que conduce a un hall que los sirvientes utilizan para sus ratos libres.
Con sigilo desbloquea la puerta para después entrar al sitio totalmente a oscuras a esta hora, pero todavía es de su total dominio, ya que no ha cambiado nada en todos estos años.
Vuelve a cerrar la puerta despacio y con mucho cuidado para no hacer ruido, pero un suave sollozo que llega hasta sus oídos lo detiene, luego un fuerte golpe en la espalda que lo deja atontado.
Su maleta cae al suelo y Gabriel se tambalea por unos segundos, tratando de agarrarse de lo que sea que hay en frente para no caer.
—¡¿Quién es usted y qué hace aquí?! —grita una mujer a su espalda. —¡Habla de una vez si no quiere que le vuele la cabeza con este bate antes de llamar a la policía!
—¿Podrías dejarme hablar, por favor? Si no me dejas hablar no puedo decirte quien soy.
Una luz que parece ser de una linterna muy potente lo alumbra directamente a la cara, dejándolo sin visión por varios segundos.
—Soy un Norton, soy hijo de la señora Mara, soy Gabriel Norton —explica él tratando de abrir los ojos y utilizando la mano como escudo ante tan molesta luz.
Un silencio se apodera del lugar con la respuesta del profesor y unos segundos después toda la estancia se ilumina.
Una joven de cabello rubio y ojos verdes lo mira fijamente de pies a cabeza, desconfiada con un palo de béisbol en la mano, con el que le pegó anteriormente, y a la defensiva. Gabriel también se pone a la defensiva, levanta ambas manos y niega, se aleja unos pasos hasta que su espalda toca la pared.
Dayana lo mira con las cejas fruncidas, molesta, incrédula y también apenada, por lo que acaba de ocurrir.
—¿No le enseñaron que no debe entrar como si fuera un ladrón a altas horas de la noche en ningún lado? —Pregunta ella entre dientes.
Después de varias aspiraciones y minutos de por medio, Gabriel por fin logra estabilizar su respiración y tranquilizarse, pero el dolor en su espalda y cabeza persiste.
—¿Ahora se volvió mudo? —cuestiona nuevamente Dayana con cara pocos amigos.
—Lo siento —Contesta Gabriel aun con las manos arriba. —Pero creo que es mejor que baje eso, puede ser peligroso.
Señala el bate en manos de Dayana.
—¿Así que eres uno de los dueños? —Pregunta la mujer mirándolo con ojos achinados. —¿Cómo puedo saber si no me está mintiendo solo para que no llame a la policía?
Dayana ya lo reconoció por las fotos suyas que hay en la sala, pero prefiere atormentarlo un poco y no dejarlo ir tan campante luego del susto enorme que le dio.
—Sí. Soy uno de los hijos de tu jefa —Responde el profesor muy seguro de mí mismo mientras la señala con el dedo.
—¿La señora Mara? —Gabriel nota cierto sarcasmo en la voz de la joven.
—Sí, la señora Mara es mi madre —Replica él, encogiéndose de hombros.
—Ok, jefe, esa herida que tienes en la cabeza necesita curación —Menciona Dayana señalando la cabeza de Gabriel. —No creo que sea grave, pero de todos modos necesita desinfectarse.
Gabriel lleva sus manos a la parte posterior de su cabeza y siente un líquido viscoso empapando sus dedos. No se había percatado que el golpe que le dio la mujer al entrar dejó una herida abierta que lo está manchando de sangre.
Dayana se aleja hasta una de las alacenas e intenta alcanzar un paquete de curación haciéndose de puntillas, pero sin mucho éxito, ya que está muy alto para su estatura de un metro cincuenta.
Gabriel la mira estirarse en vano. Luego toma una de las sillas y lo arrima hasta el cajón, pero todavía no consigue bajar el paquete.
El profesor se queda embelesado mirándola por unos segundos. Es pequeña, pero tiene una figura exquisita que se deja ver a pleno con el conjunto de mini pijama que lleva puesto.
«¿Qué estoy haciendo?» piensa sacudiendo un poco la cabeza.
—¿Necesita ayuda? Parece que eso le queda muy alto —le pregunta, pero Dayana se voltea y lo mira con ganas de asesinarlo.
Finalmente, se acerca hasta donde está y baja el paquete para ella. La diferencia de altura entre ambos es muy notorio ahora que se encuentran muy de cerca, y ella lo confirma cuando lo mira desde abajo con la ceja enarcada.
—Son ventajas de tener un metro noventa y ocho —le dice Gabriel encogiéndose de hombros.
Dayana lo empuja en uno de los taburetes y se acerca para examinar la herida.
La cercanía de Dayana hace que su perfume active el sentido del olfato del profesor. Toda ella huele a rosas y lilas.
Ninguna mujer, luego de lo de Sabrina, se había acercado tanto a él en estos años, como para que quede hechizado por su mirada.
—¿Tengo que ir al hospital? —pregunta él, trastornado por el rumbo inadecuado que está tomando sus pensamientos.
—No hace falta. Yo misma te atenderé —dice Dayana abriendo una caja pequeña y sacando algunas gasas e instrumentos.
—¿Estás capacitada para eso? —Pregunta temeroso y señalando los objetos que Dayana está manipulando.
—Estoy totalmente capacitada, señor Norton.
Lo toma suavemente por la cabeza y le inyecta algún tipo de inhibidor de dolor para después con movimientos ligeros proceder a limpiar la herida.
Unos minutos después todo está listo. La mujer coloca una pastilla en manos de Gabriel y le acerca un vaso con agua.
—Es para el dolor de cabeza, puede tomarlo sin temor —le dice, guardando todo lo que había usado en su sitio. —Ya puede ir a descansar. No fue nada grave.
Gabriel toma la pastilla y el agua antes de coger su maleta del suelo y caminar hacia la escalera.
—¿Puedo saber tu nombre al menos? —Pregunta volteando a mirarla de nuevo.
—Dayana —contesta ella en un hilo de voz.
—Gracias por todo, Dayana. —Ella le hace unas señas con la mano en contestación.
El profesor sube suspirando hasta su habitación o al menos la que usaba antes de viajar.