Capítulo I. Cruce de caminos.

1844 Words
Iba a galope tendido, el jinete quería llegar a la hacienda, porque la lluvia amenazaba. Siguió su camino, entonces la vislumbró a lo lejos, era una criatura menuda y débil, pronto alcanzó su paso. Era una jovencita, agachó la mirada, parecía asustada, él bajó el ritmo, lo suficiente para seguirle el paso. —Buenos días, madame, ¿Necesita ayuda? La chica titubeó, parecía preocupada, no alzó la vista, estaba temerosa. Negó con la cabeza. El hombre bajó del caballo, no entendía como una mujercita estaba sola, por esos lugares, sin compañía. Juzgó su vestimenta, era una tela de color azul celeste en forma de un vestido largo a los tobillos, zapatos cafés, miró su rostro que escondía mirando al suelo, no distinguió sus rasgos —Lamento si la incomodo, pero no es usual ver a una dama caminando por este lugar. –Entiendo, caballero, le ruego que no se preocupe por mí, siga su camino, llegaré a mi destino. —En ese caso, le deseo un buen viaje a término —el hombre hizo una reverencia Se alejó, casi subía a su caballo, miró a la joven seguir andando, entonces escuchó el sonido del carruaje tirado por caballos, lo reconoció enseguida, se abstuvo de subir, y vio que la mujer se alejaba de su alcance. Pronto, el estruendo avasallador de un relámpago rompió el silencio, el cielo se había oscurecido. Aunque ese hombre quiso seguir, se negó. No podía dejar a aquella chiquilla ahí, deambulando solitaria. Algo le decía que podía pasarle algo malo, y mañana que lo supiera, su conciencia no iba a darle tregua, sintió una suave gota caer por su frente, caminó hacia la joven, uno de sus empleados bajó para tomar su caballo. —Espere, por favor, la lluvia va a caer, le ruego que me permita llevarla a su destino, no resistiré observar como la lluvia la empapa, y mañana padece un resfrío. La joven se había detenido, cabizbaja, no tenía alternativa, la lluvia caía chispeante, y pronto sería fuerte, asintió, el hombre le indicó el camino.  Llegaron al carruaje, el sirviente la ayudó a subir, se sentó en una banca, el señor se sentó frente a ella. La mujer estaba cohibida. No sabía quién era ese hombre. Él intentaba observarla, parecía esquiva, tímida, sumisa. Eso le agradó, le gustaban las personas dóciles y obedientes, esa mujer aparentaba serlo. Creyó que estaba intimidada por su presencia, quizá la asustaba con su apariencia o con su lujoso carruaje, no lo sabía, pero le gustaba creerlo.   En la mente de la chica no estaba ese hombre, tenía suficientes preocupaciones, por ejemplo, que no le habían dado el trabajo de institutriz en las afueras de Arenville, ahora estaba desesperada. —¿Puede indicarme a donde la llevaré? —alzó la vista recordando que iba en el carruaje de ese hombre —Hilldigans, señor, si no es su destino, le ruego que me deje lo más cerca posible. —Iremos justo ahí —dijo sonriente, sin pretensión, pero la joven no le dignó ni una sonrisa, volvió su vista al suelo. Aquello no le pasó desapercibido, esa mujer tenía un aura mágica, algo que no sabía que era, pero intrigaba. La observó detenido, era muy joven, no creía que siquiera tuviera los diecisiete años, era delgada, demasiado, su piel blanca y su cabello claro, que seguro se parecía al trigo frente al sol, y esos ojos le gustaron de veras, eran como la miel. Disimuló la inspección, para no asustarla. Pero, ella ni siquiera parecía darse cuenta. Deseó adentrarse en sus pensamientos y saber que había en ellos.   Llegaron a Hilldigans, antes de lo que esperó —Gracias, señor —dijo la mujer, él asintió como caballero, la observó marcharse, deseó ir tras sus pasos, suplicarle por un nombre, pero entró al carruaje, la miró caminar hacia el norte. Ella tampoco preguntó su nombre, y eso le dolió, tenía un orgullo grande, no cedía ante nadie, no después de todo lo vivido. Emil desistió la mirada, pidió al cochero seguir su camino a la hacienda Netsfield en Arenville. Recargó su cabeza, cerró los ojos, era Emil Villar, dueño de la hacienda Netsfield y del próspero banco del Villar. Para todos era un nuevo rico, con mala fama, y despreciado. Emil no era querido por la gente, era un hombre poco común, de ideas revolucionarias, carácter obstinado, engreído. Excepto por sus empleados y por su ahijado, el jovencito Malcolm Rickman, quienes le admiraban con profundidad, porque Emil Villar era un hombre extraño, pero tenía la nobleza de un rey, que quizás había nacido en una época equivocada, pudiendo hacerlo bien, ahora debía estar ahí, siendo un malquerido.   Aurora cruzó la puerta de la casa de su tío. Anduvo silenciosa, no quería causar ruido, pero apenas cruzó los ojos con Sally, estaba perdida —¡Norman, ven aquí! —la chica suplicó que se callara, que la ayudara, pero la mujer no obedeció, enseguida apareció Norman —¡¿De dónde vienes, maldita perra?! —exclamó inclemente, la chica tembló, quiso hablar, pero el terror la consumía, pronto sintió que su tío tomaba con fuerza sus cabellos y la arrastraba por el suelo hasta su despacho privado, lloraba, gritaba, la golpeaba con su fusta, ella sollozaba, cuando se cansó por causa del alcohol, el miserable salió de ahí.   Lucrecia entró en la habitación, miró con dolor a la jovencita. La mulata la ayudó a levantarse, la llevó consigo a su habitación, limpió sus heridas, la jovencita lloraba. Respiraba con dolor, su cuerpo dolía —¡No lo conseguí! ¡Maldición! —exclamó con tristeza —Tranquila, mi niña, lo conseguirá, implore a Dios, yo también oraré, pronto conseguirá un trabajo, y se marchará de este infierno —Aurora abrazó a la vieja, había sido su nana desde que era una bebé.   Emil llegó a Netsfield, apenas llegó fue mortificado por Nora y Pearl, ambas querían que su amo cenara, el hombre no tenía apetito. Subió a su habitación, se cambió la ropa. Estaba cansado, se recostó y apagó las velas, intentó dormir, la luz de luna se colaba por la ventana, pensó en el día de mañana, tenía que asistir al banco. Odiaba ir ahí, anhelaba solo dedicarse a la hacienda, le gustaba ese trabajo duro, sabía cómo arrear tierras, alimentar ganado, vender la fruta y el algodón, supervisar a los campesinos. Todo eso lo sabía, pero odiaba el banco, no sabía administrar, ni de intereses o ahorros, no era tan difícil, pero no era lo que le gustaba, sin embargo, no lo decía a nadie, se hacia el fuerte y frío para no demostrar su debilidad. De pronto, recordó a esa chiquilla, su rostro vino a su mente, se preguntó sobre su nombre, pensó en algunos que le gustaría que tuviera, después de un rato terminó quedándose dormido.   La mañana parecía fructífera, fría y movilizada. El centro de Hilldigans en Arenville, estaba repleto de gente, algunos iban de compras al mercado, otros vendían, algunos trabajaban. El banco del Villar estaba ahí, justo en el centro, apenas llevaba una década en el mercado, pero seguía considerado como un banco de pueblo. Sin embargo, las ganancias demostraban que no era así, Malcolm Rickman lo administraba bien, aunque su padrino Emil, era el dueño. Emil debía darse cita ahí, por lo menos dos veces por semana, era difícil, porque el banco no le importaba, a pesar de que representaba el cuarenta por ciento de su fortuna y ganancias.   Cuando llegó, hizo lo de siempre, se encerró en una oficina al fondo, lejos de todos. Dentro firmaba papeles, leía periódico, observaba los libros de cuenta, cualquier cosa que le ayudara a que el día se fuera con rapidez. Cuando alzó la vista, encontró a unos de sus empleados tras un escritorio atendiendo a una señorita, regresó su mirada al periódico, pero como un reflejo volvió la vista; ¡Era ella!, frunció el ceño, se puso de pie como autómata, y salió fuera de su cubículo para observar mejor. Sí, era ella, la chica de ayer. No tenía duda, espió su rostro. Ella no parecía darse cuenta, sentada, sujetando con fuerza un pañuelo que envolvía un objeto. Emil sintió una emoción extraña, habló con un asistente en voz baja y volvió a su oficina. Escuchó que el asistente dirigía a su empleado a una nueva actividad y escuchó los pasos de la señorita que iban hacia él, cuando escuchó que tocaron la puerta, acomodó su postura, tragó saliva, nervioso arregló su chaqueta negra y pasó sus dedos por su cabello n***o. —Buen día, señor —dijo el asistente abriendo la puerta, Emil le hizo una señal para que siguiera—. Por favor, madame, entre. La joven obedeció, tomó asiento frente al escritorio de madera y mantuvo la vista baja. —¿Necesita algo más, señor? —No, puede retirarse —dijo Emil, el asistente dio la vuelta, se retiró, cerrando la puerta Emil observó a la joven, la reconocía, estaba extrañado de la coincidencia, escondió una sonrisa en su rostro serio —Buenos días, madame, ¿En qué puedo servirle? Aurora alzó la vista, apenas pudo mirarlo, le pareció familiar, sin embargo, su mente aturdida no pudo deducir el por qué —Quiero empeñar esto… —dijo con voz débil, apagada, acercó el objeto desenvolviéndolo del pañuelo que lo cubría y mostrándolo al hombre. Emil se percató de sus manos temblorosas, sintió una punzada orgullosa en su interior, creía que se trataba de su presencia, que provocaba alguna excitación en la jovencita. En cambio, Aurora sentía vergüenza, aquel objeto era preciado, y le dolía tener que llegar a ese extremo. Emil tomó en sus manos el brazalete, lo observó con detenimiento y tomó su lupa, para verlo más cerca. Pronto cayó en cuenta de que aquel objeto no valía tanto, quizá no valía nada. ¿Quién podría creer que un banco o casa de préstamos podría dar algo por semejante baratija?, el hombre ahogó sus pensamientos, miró a la joven, que al sentir su mirada de inmediato la evadió. «Debe estar necesitada, o debe ser muy tonta, porque este objeto no vale casi nada, solo la desesperación pudo traerla hasta aquí» dedujo Emil, sintió pena por la joven.   Al final, Emil terminó por ofrecerle una cantidad de dinero mayor al valor del objeto, cuando observó en los ojos de la dama que, incluso aquel precio no la satisfacía, se aventuró a ofrecer más dinero por la venta —Está bien, pero, ¿Podrá ser posible que después pueda recuperarlo al comprarlo? —preguntó titubeante. Emil la miró incrédulo, no podía creer que quisiera recuperar ese objeto sin valor, asintió con seguridad —Claro, cuando lo quiera hacer, solo búsqueme y haremos el trato de venta. Aurora agradeció entre dientes, tomó el dinero, firmó el documento de venta, luego, Emil la acompañó a la puerta, la observó irse. Aunque lo intentó, no pudo apartar su vista de la mujer, quien caminaba rápido y con la cabeza baja. Emil sintió su corazón ligero, un calor impregnó en su alma.
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