Desde la calma de su cómodo apartamento, se hallaba el guapísimo francés Pierre Pinott, tomando con delicadeza una copa de vino, con la amena compañía de Mónica DiNozzo. Se le acerca, acaricia su cuello y musita: —¿En qué piensas querido? —En tantas cosas, que no me caben en la cabeza—la mira con melancólica—¿Mónica cásate conmigo? —le dice sin tapujos. —Sabes que no puede ser, mis hijos no lo aprobarían en especial Erick. —¡Erick! Lo conocí recientemente, es un joven muy arrogante, muy parecido a ti. —¿Me pides matrimonio y luego me ofendes? —señala Mónica, mientras arquea la ceja. —Decir la verdad no es ofender cariño. Sin embargo, con todos tus defectos y prepotencia. Yo todavía te amo, no he podido apartarte de mi mente, ni un solo instante de mi existencia. Eres mi eterna y crue