La noche fue larga como la Gran muralla china y el dolor era inmenso como el mismísimo infierno. El destrozado emperador, quien desde ese momento podía considerarse viudo, no tenía fuerzas para nada más que lamentarse por la muerte de An. A pesar de que sus dos hijos estaban en cuidados intensivos, ni siquiera había ido a ver si se encontraban estables. Él no se había querido mover del lado del cuerpo ya sin vida de su esposa. De hecho, fue demasiado difícil llevársela para los correspondientes rituales funerarios. Heng no dejaba que nadie entrara a la habitación, pese a las insistencias de los sirvientes y de sus consejeros; él no deseaba que lo apartaran de ella, aún sabiendo que su alma se había desprendido de su cuerpo hacía varias horas atrás. Mientras tanto, durante todo aquel lío