Capítulo 1
1867HAGAN juego, señores!
Con rápidos movimientos, los jugadores empezaron a colocar en la mesa de la ruleta sus fichas, muchas de las cuales tenían valor hasta de dos mil francos.
Reinó el habitual silencio de ansiedad hasta que la voz del croupier anunció,
–¡Veintinueve, n***o, impar!
Se oyó un gemido, ahogado.
¡El Marqués de Crowle había vuelto a ganar!
La pila de fichas aumentó en el veintinueve. Miradas de envidia y ambición se dirigían a él mientras el croupier se las acercaba. El Marqués, con rostro impávido, recogió sus ganancias y se puso de pie.
–¿Se retira, Señor?– preguntó una guapa francesa que estaba sentada a su lado.
–Jamás abuso de mi suerte– repuso el Marqués con voz de aburrimiento y se alejó de la mesa para cambiar sus ganancias, que eran considerables, por billetes.
Dudaba qué hacer en aquel momento. Hasta entonces había tenido un día de mucha suerte. Su caballo había ganado en las carreras, y no había duda de que lo ganado en la ruleta cubría los gastos de su visita a Baden-Baden.
Había ido siguiendo un impulso.
Después de adquirir dos caballos notables en París y haberse divertido allí con una de las cortesanas mas famosas, Cora Pearl, su intención era regresar a Inglaterra. Pero ella le avisó que iría a Baden-Baden y él pensó que no estaría mal probar sus caballos en el continente antes de agregarlos a su espléndida cuadra en Newmarket.
Cora, por supuesto, creyó que ella era la única razón de que él fuese a Baden-Baden. Cora Pearl, una de las más afamadas y, sin duda, una de las mas exóticas de las grandes cortesanas de París, era en realidad inglesa. Tenía por verdadero nombre Eliza Emma Crouch y era hija de un Maestro de Música de Plymouth.
A los veinte años la había seducido un maduro comerciante de piedras preciosas. Alegre, con una exquisita figura y resplandeciente cabellera pelirroja, fue invitada por el Comerciante a una taberna próxima al Covent Garden.
Ella acudió allí confiada, aceptó la. bebida que él le ofrecía – y cuando recuperó la conciencia se encontró en la cama con él. Esta experiencia había provocado en ella un odio por los hombres que duró toda su vida.
Los fascinaba, se servía de ellos, los hería y siempre los abandonaba. Jamás sintió ternura o amor por ningún hombre. Era esta característica de su personalidad lo que había atraído al Marqués de Crowle, pues él sentía algo muy similar respecto a las mujeres.
Debido a su indiferencia y también a que era sumamente rico, apuesto y triunfador en cuanto emprendía, las mujeres nunca lo dejaban en paz. De hecho, le habría sorprendido conocer a alguna que no intentara conquistarlo.
En los círculos de la Alta Sociedad era un codiciado trofeo. Y lo mismo sucedía en el mundo de las cortesanas, tanto en Inglaterra como en Francia. Pero, por encantadoras que fueran sus conquistas, el Marqués se sentía aburrido siempre al poco tiempo y, a pesar de súplicas y lágrimas, daba la relación por terminada.
La dura actitud de Cora ante la vida lo divertía.
Era tal vez su picardía, su acento inglés al hablar francés, su actitud despiadada y su escandaloso comportamiento lo que le resultaba tan seductor como su figura perfecta.
Cora había iniciado lo que llamaba su «dorada cadena de amantes» con un Duque y un Príncipe. Este era el Príncipe de Orange, heredero del trono de Holanda. Pero el más inteligente, distinguido y dotado de sus amantes, era el Duque de Morny, hermanastro del Emperador de Francia.
El Duque poseía todas las cualidades que Cora Pearl respetaba: rudeza, inteligencia, riqueza, extravagancia y rango. También, en ocasiones, mostraba hacia ella algo que parecía una tierna lealtad. En cierta ocasión, cuando le impidieron la entrada al Casino en Baden-Baden, él le ofreció su brazo; así que Cora entró allí triunfante, escoltada por el hijo de la Reina Hortensia.
Fallecido el Duque, ella inició una aventura amorosa con el Príncipe Napoleón, famoso por sus innumerables romances. Eran, sin duda, tal para cual. Como la propia Cora decía,
El Príncipe es un ángel con quienes lo complacen, pero despiadado, incontrolable, insolente y un demonio con todos los demás.
Dado que mucho de esto podría aplicarse también al Marqués, no era sorprendente que el y Cora tuvieran bastante en común.
Cuando el Marqués conoció a Cora Pearl, ésta se hallaba en el punto más alto de su éxito y era tan rica, que sus joyas se valoraban en un millón de francos. Ofrecía estupendas reuniones, grandiosas cenas, bailes de máscaras…
Durante. las comidas, los melocotones y las uvas no se colocaban, como era la costumbre, rodeados de hojas de parra, sino sobre violetas de Parma que valían más de quinientos francos.
Había ido a Baden-Baden sin el Príncipe Napoleón, pero ella jamás se contentaba con un solo amante. Victor Masséna, tercer Duque de Rívoli, era su protector. Él era quien pagaba al cocinero de Cora, Salé, que algunos meses gastaba sesenta mil francos. Él era quien le había dado dinero para que jugara en el Casino de Baden – y quien luego se puso furioso cuando descubrió que Cora le pasaba su dinero al joven Príncipe Achille Murat.
Cora montaba a caballo como una amazona, y se sabía que era más amable con sus animales que con sus amantes. Según sabía el Marqués, había adquirido sesenta ejemplares soberbios para montar y para que tiraran de sus carruajes, y en los tres últimos años había gastado noventa mil francos con un solo comerciante de caballos.
Sí, a Cora le gustaban los caballos; pero el Marqués estaba decidido, por mucho que ella insistiese, a no regalarle el potro francés que aquel día había llevado a la victoria los colores de su insignia.
Unos años antes, los visitantes de Baden-Baden habían quedado sorprendidos por la construcción de un nuevo teatro, obra del arquitecto parisino Derchy.
Consiguió el éxito desde su apertura, y Cora no resistió la tentación de presentarse en su escenario cuando la invitaron.
En su papel de Cupido había causado sensación en un teatro de París, hasta el punto que cierto Conde ofreció 50.000 francos por las botas que ella usaba en escena.
–Recuerdo poco de la función– le comentó al Marqués uno de sus amigos franceses–, aparte de que Cora Pearl hace su papel de Cupido con la mayor convicción. Lleva poca ropa, pero los botones de sus botas son diamantes de la mayor pureza.
El Marqués se echó a reír.
–Ya me han contado– dijo– que, como último gesto extravagante, se deja caer de espaldas, levanta las piernas al aire y muestra que las suelas de sus zapatos, ¡están recubiertas de diamantes!
Después de esto, no fue raro que Cora Pearl se sintiera divertida cuando el Marqués, al conocerla, le envió una caja de marron-glacés, cada uno de los cuales iba envuelto en un billete de mil francos.
Ahora, mientras se movía entre la multitud que rodeaba las mesas de juego, varias mujeres atractivas saludaban al Marqués o lo tomaban del brazo para retener su atención.
Él las dejó atrás con aire indiferente.
Su desdén era tan característico, que pocas personas, después de verlo más de una vez, se molestaba en comentarlo. El Casino de Baden-Baden no era sólo el más antiguo de Alemania, sino, indudablemente, el más hermoso también.
El salón de estilo Luis XIV, con su techo exquisitamente pintado y sus enormes lámparas, era único. Rivalizaba con él el Vestíbulo Luis XIII, con sus bellísimos muebles.
Todo el casino tenía una atmósfera diferente a la de cualquier otro que hubiera visitado el Marqués. También los caballeros eran más distinguidos y las mujeres más hermosas.
La noche era calurosa y, por el momento, el Marqués no deseaba jugar, sino que prefería respirar aire puro. Por lo tanto, salió al jardín trasero del casino, donde había luces que iluminaban las veredas y farolillos chinos en los árboles.
Tenía una apariencia mágica de la que formaban parte las estrellas en lo alto y la luna nueva que se levantaba sobre las montañas. Había poca gente en el jardín, porque no muchos resistían la tentación de la ruleta, donde la fortuna cambiaba de manos a cada momento.
Por el contrario, el Marqués, de momento al menos, paseaba sintiendo que el aire suave y fresco era un alivio. Mientras recordaba satisfecho que su caballo había cruzado la meta por un cuerpo de ventaja respecto a los otros competidores.
Sería todavía más satisfactorio, sin duda alguna, ganar al día siguiente la carrera principal. Seguramente Cora esperaría que gastara en ella la mayor parte de sus ganancias, si no todas.
¿Qué podría darle que ella no tuviese ya?
Para ella el dinero significaba ya poco. Era una mujer acaudalada y, además, el Príncipe Napoleón se mostraba muy generoso. Le daba doce mil francos al mes y ella, por lo regular, gastaba el doble. Poseía dos o tres casas, amuebladas sin reparar en gastos. Sí, era difícil dar con un obsequio original, diferente a lo que ella había recibido de todos los demás.
El Marqués sabía que era capaz, si no le complacía lo que se le regalaba, de rechazarlo sin contemplaciones. El Príncipe Paul Demidoff, un ruso de increíble fortuna, había insistido, sólo para molestarla, en conservar puesto el sombrero en el Restaurante Maison d’Or. Entonces Cora lo golpeó en la cabeza con su bastón. Posteriormente le comentó al Marqués que lamentaba lo que había hecho – porque el bastón era muy bueno.
Cuando el Príncipe Demidoff, por venganza, le gritó que sus perlas no eran auténticas, ella arrojó el collar al suelo, donde se rompió y las perlas rodaron en todas direcciones.
–Recoja las perlas, Querido– le dijo burlona–. Le probaré que son auténticas y le regalaré una para su corbata.
El Príncipe permaneció inmóvil, pero casi todos los personajes allí aquella noche se pusieron a gatas para recuperar las perlas.
El relato de este incidente había divertido mucho al Marqués.
Cora Pearl era capaz de todo. Hacía cuatro años, por ejemplo, había sostenido un duelo en el Bois de Boulogne con otra cortesana, Marthe de Vére, por causa de un apuesto Príncipe armenio. Utilizaron sus fustas como arma y se golpearon el rostro mutuamente. Ninguna pudo aparecer en público durante las semanas siguientes, tiempo que aprovechó el Adonis para desaparecer. Todo París había seguido los hechos entre carcajadas.
«¿Qué puedo regalarle?», se preguntó el Marqués de nuevo – y repentina, inesperadamente, decidió que era demasiado problema.
Con aquella determinación que tantas veces sorprendía a sus amigos, decidió que volvería a Inglaterra inmediatamente después de las carreras.
Supuso que a Cora no le importaría, y si le importaba, ¡a él qué!
Sin razón aparente, y no intentó buscar alguna, se sintió harto. Regresaría a Crowle Hall, donde una docena de asuntos esperaban su atención. Estaba seguro de que también un gran número de invitaciones requerirían su presencia en Londres.
«Sí, volveré a casa», se repetía, cuando oyó que una voz suave y nerviosa decía a su lado:
–¿Puedo… puedo hablar con Su Señoría?
Él levantó la mirada y, a la luz del farolillo chino que había en el árbol junto al cual estaba sentado, vio a una jovencita esbelta, pequeña de estatura, cuyos enormes ojos parecían llenarle la cara de graciosa barbilla puntiaguda.
Al tiempo que reparaba en que le había hablado en inglés, se dijo que seguramente lo había visto ganar e iba a hacerle una petición, algo muy frecuente en el casino. Algunas mujeres se ofrecían a sí mismas como p**o y les sorprendía que él las rechazara.
Dado que el Marqués no contestaba, la joven dijo,
–Sé… sé que es incorrecto que lo moleste… pero estoy desesperada. Sólo porque Su Señoría es inglés… me atrevo a rogarle que me ayude.
–Supongo que necesita dinero– dijo él con desdén.
–No, no.. Lo que deseo es algo muy diferente.
Aquello era una sorpresa y el Marqués, casi contra su propia voluntad, dijo,
–Sugiero que se siente y se explique.
Vio que la joven, antes de sentarse, lanzaba una mirada por encima del hombro hacia las luces del casino. Cuando se sentó no lo hizo cerca de él, sino en el otro extremo del banco.
Ahora el Marqués podía verla mejor, a las luces del Salón de Juego, y observó que era tan joven como bonita. Su cabello rubio brillaba como si lo hubieran besado las estrellas. Tenía enormes los ojos y pequeña nariz recta sobre los labios de forma, perfecta, que en aquel momento temblaban de temor.