El Conde la soltó y se incorporó poco a poco. En seguida, con los ojos todavía fijos en el rostro de ella, se levantó de la cama. —Nunca me he impuesto a una mujer que no me desea —manifestó—. Mi única disculpa es que no comprendí que usted era diferente. Caminó hacia la puerta al hablar y salió de la habitación sin volver la mirada. Todo había sucedido con gran rapidez. Amalita casi no podía creer que el Conde hubiera estado ahí, y después de decirle cosas tan extrañas se hubiera ido. —¿Cómo pudo... atreverse a... entrar en mi... habitación... de ese modo?— preguntó en voz alta. Al mismo tiempo, se sentía débil y, por una razón que no alcanzaba a comprender, sentía deseos de llorar. Se quedó temblando por unos segundos antes de decirse que todo era culpa suya. Debió haber cerrado