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Un Esposa para el Conde

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Las bellas hermanas Amalita y Carolyn, se quedarán huérfanas, después de perder a su padre Sir Frederick, que se había ido a Paris, para olvidarse del disgusto de la pérdida de su mujer, Lady Elizabeth. Quedándose las dos hermanas solas en el mundo, tendrían de hacer algo para salvar su destino. La joven y bella, Amalita la hermana mayor, tendría de ser la protectora de Carolyn, su hermana menor. Desesperada, decidió preparar un plan para salir adelante. Su padre tenía un libro de domicilios, con las mejores amistades en Londres. Por fortuna, Lady Elizabeth, había sido muy metódica en todo cuanto hacía. Había puesto una pequeña marca roja junto a las personas con quienes Sir Frederick se ponía a menudo en contacto. Amalita se fijó en la marca, del Marqués de Garlestone y ese fue el elegido para escribirle una carta haciéndose pasar por su madre, Lady Elizabeth Maulpin, la viuda de Sir Frederick, para que pudiera llevar su hermana a la temporada social de Londres. Sólo podía rezar para que todo saliera bien y no hacer un lío de la situación… pues estaba arriesgando el honor y el buen nombre de su familia.

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CAPÍTULO I: 1875-1
CAPÍTULO I 1875 Amalita abrió la carta que había llegado de Francia. Notó que el sobre no estaba rotulado con la acostumbrada letra recta y fuerte de su padre. Pensó por un momento que debía haber sido rotulado por su madrastra. Entonces recordó la letra de Yvette, una letra muy diferente y afrancesada. «¿De quién podrá ser?», se preguntó. Ahora se dijo que sólo tenía que ver lo que había dentro para encontrar la respuesta. Cuando terminó de leer la carta una vez más, volvió a empezarla. Miró con fijeza el texto escrito de una forma que ponía de manifiesto, a los ojos de cualquier observador, que fue dirigido por quien había recibido una impresión muy fuerte. Por fin, Amalita se sentó al pie de la ventana y miró hacia el jardín. Fue casi una hora más tarde cuando se abrió la puerta y entró, su hermana Carolyn. Se veía muy bella con el cabello rubio rizado alrededor de la frente y el rostro un poco encendido. Sus ojos azules eran del color del cielo despejado. Era tan hermosa que parecía haber llegado del cielo mismo. —Tuve una cabalgata maravillosa, Amalita— dijo—, fui hasta el faro y no encontré un alma en todo el camino. Entonces, como su hermana no contestara, se acercó a ella, preguntando: —¿Qué te sucede? ¿Qué ha pasado? —Recibí... una carta de... Francia— contestó Amalita—, siéntate, hermana... —¿De papá?— preguntó Carolyn—. ¿Por qué te alteró tanto eso? Se sentó porque su hermana le había dicho que lo hiciera. Seleccionó una silla junto a la ventana y el sol convirtió su cabello en oro trémulo. —Esta es una carta— empezó a explicar Amalita con lentitud—, de la policía de Niza. —¿La policía?— exclamó su hermana—. ¿Qué hizo papá? Amalita contuvo la respiración un momento. —Papá ha... muerto— declaró—, y también... Yvette. Carolyn la miró con fijeza. Después de un momento inquirió: —¿Dijiste que... han... muerto? —Sí. De acuerdo con esta carta de la policía, papá e Yvette se fueron a navegar en un velero. Tú sabes cómo le gustaba a papá velejar. Estalló una tormenta repentina... su frágil embarcación chocó con un... barco carguero y... se hundió. Recuperaron sus cuerpos, pero los dos se habían ahogado ya. La voz de Amalita sonaba muy lejana, como si le costara trabajo pronunciar las palabras. Carolyn se llevó las manos a los ojos. —¡Oh, pobre papá! ¿Cómo pudo irse tan lejos de aquí? —Me resulta difícil de creer— dijo Amalita—, puedes leer la carta tú misma. Está escrita en francés. —Tú sabes que mi francés no es tan bueno como el tuyo—protestó Carolyn—, dime lo que dice. —Como ya te dije, papá e Yvette se fueron a navegar. Se ahogaron y la policía explica que les llevó algún tiempo identificar a papá, para saber a quién debían avisar de su muerte. Bajó la vista hacia la carta de nuevo antes de continuar: —De hecho, fue sólo cuando descubrieron la carta que le enviamos nosotras cuando supieron dónde vivía. —Y entonces te escribieron. ¿Cuándo sucedió? —Casi no puedo creerlo, pero sucedió hace casi un mes. —¿Cómo es posible que les haya tomado tanto tiempo? —protestó Carolyn. Por un momento Amalita no contestó. Y, después de unos instantes, exclamó: —Me parece terrible pensar que nosotras nos divertíamos, sin preocupamos por papá... cuando él ya estaba muerto. Se hizo otro silencio antes que Carolyn comentara: —Él no se... preocupaba mucho por... nosotras...desde que se... casó con Yvette. Había un dejo de amargura en su voz que no pasó inadvertido a su hermana. Carolyn se levantó de su silla y se acercó a Amalita para rodearla con los brazos. —Yo sé lo alterada que debes estar— dijo—, porque tú amabas a papá y él significaba mucho para ti. Pero, ¿sabes?, si eres sincera, reconocerás que lo perdimos desde que mamá murió y se casó con esa francesa. Amalita lanzó un profundo suspiro. —Tienes mucha razón— reconoció—, “esa francesa”, como tú la llamas, lo cambió por completo. Deduzco, por esta carta, que estaba viviendo en Niza con otro nombre, lo cual significa que no quería ver a ninguno de sus viejos amigos. —¿Cómo pudo lograr... Yvette tener tanto poder sobre él... con tanta rapidez?— preguntó Carolyn desconcertada. Su hermana no contestó-. Era dos años mayor que Carolyn y comprendía que Yvette, a quien su padre conoció en París, lo había enloquecido. Se marchó a París porque se sentía en extremo desventurado desde que muriera su esposa. Le resultaba intolerable vivir en el hogar que compartiera con ella. —¡Veo a tu madre en cada habitación!— había dicho a su hija mayor—, me encuentro llamándola al entrar por la puerta del frente, y no puedo dormir en la noche porque no está junto a mí. Antes que él pudiera decir las siguientes palabras, Amalita comprendió cuáles iban a ser. —Necesito irme de aquí— declaró Sir Frederick Maulpin—. Debo tratar de dominarme, pero no puedo permanecer en esta casa, porque me volveré loco. Había tal agonía en su voz, que su hija comprendió que decía la verdad. —Tienes mucha razón, papá— admitió con gentileza—, debes alejarte de aquí. Yo sé que cuando vuelvas, las cosas parecerán diferentes. Lo ayudó a hacer su equipaje y Sir Frederick partió al día siguiente. No se llevó a su ayuda de cámara. Amalita comprendió que iba a tratar de olvidar todo lo que su hogar había significado para él durante veintiún años. Debido a que era mayor que su hermana y estaba más cercana a su padre, éste comentó a Amalita que en su juventud había sido un muchacho bastante calavera. Ella supuso que había tenido varios idilios, gozó mucho en Londres y viajó por él continente. Era un hombre acomodado y estaba en posibilidad de darse todos los lujos que podía desear un joven apuesto y vital, que no tenía nada mejor que hacer sino divertirse. También era dueño de hermosos caballos y cazaba con dos de los mejores grupos de cazadores que existían. Además, se sentía orgulloso de tener dos o tres caballos que habían ganado varias carreras menores. Jugaba polo y pertenecía a dos de los clubes más elegantes de la calle de St. James: White y Boodles. Amalita sabía, sin que él tuviera que decírselo, que debió figurar en las listas de los solteros más codiciados, en todas las casas importantes de Londres. Cuando iba a Francia o a cualquier otro país de Europa, se daba el lujo de hospedarse en la Embajada Británica. Era huésped de nobles familias en muchos de los países que visitaba. Era el octavo baronet, y su familia una de las más antiguas y respetadas de Inglaterra. La Reina y el Príncipe Consorte lo invitaban con frecuencia al Castillo de Windsor. Entonces, de forma tan inesperada que él mismo se sorprendió, se enamoró locamente. Amalita sabía que su madre fue una mujer bellísima, aunque de muy relativa importancia social. El padre de ella era un caballero, un terrateniente del campo, quien, sin embargo, jamás aspiró a ser parte de la sociedad elegante en la cual Sir Frederick se movía; no obstante, cuando perdió el corazón, todo su carácter y su personalidad cambiaron. Compró una casa medieval, blanco y n***o, en Worcestershire, con un amplio terreno alrededor y se instaló allí con la mujer que amaba. Olvidó a los amigos que habían estado tan cerca de él en Londres. La única desilusión que tuvo en los años que siguieron fue no tener un hijo varón. *Su primogénita fue una niña que se parecía mucho a él. Le dio el nombre de Amalita porque dijo que parecía una diosa griega. Era muy diferente a su madre porque tenía el cabello oscuro, con extrañas luces en él. Sus ojos eran verdes. —Es tan linda— declaró Sir Frederick—, que realmente creo, mi amor, que es un regalo de Dios. Su segunda hija, Carolyn, quien nació dos años más tarde, se parecía mucho a Elizabeth Maulpin. Heredó, también, el carácter dulce y gentil de ella, y se hacía amar por todos, como lo había hecho su madre. Amalita podía ser apasionada y fuerte, como su padre. Poseía también su imaginación y su aguda inteligencia. El propio Sir Frederick se asombraba, pues teniendo todos estos atributos, se sentía satisfecho de vivir en el Campo con una mujer. En cierta forma extraordinaria era como si fueran el exacto complemento uno del otro. Fue su padre quien trasmitió a Amalita las creencias de los griegos. Cuando el hombre fue creado, estaba solo en el mundo y quería un compañero. Los dioses lo partieron a la mitad. Entonces, por el resto de su existencia, buscó a la mujer que era la otra mitad de sí mismo, para volver a integrarse. Eso aplicaba sin duda a sus padres, pensaba Amalita. No recordaba haberlos visto reñir jamás, ni siquiera discutir entre sí. Al crecer, la joven adquirió afición a discutir con su padre. A éste le divertía que ella tuviera el mismo agudo cerebro que él. También tenía una intuición que los hacía sostener largos duelos de palabras. —Cuando te cases, mi amor— le dijo él en una ocasión—, espero que lo hagas con un hombre que no sólo te adore, sino que también estimule tu mente como tú estimulas la mía. Un año antes, sin embargo, el desastre había descendido sobre ellos. Fue un invierno demasiado frío. Sin importar con qué fuerza ardieran los fuegos encendidos en la casa, ni toda la leña que se había cortado para mantenerlos constantes, Elizabeth Maulpin sucumbid a la atmósfera helada y se tuvo que meter en la cama. Era muy extraño en ella no estar al lado de su esposo. Sir Frederick por primera vez pareció perdido, sin saber qué hacer. Fue Amalita quien había salido a cabalgar con él, a las horas más inusitadas del día, simplemente porque él no discurría en qué otra cosa ocuparse. —Mamá pronto se pondrá bien, papá— le decía para animarlo. Acostada en su cómoda cama rodeada de cortinajes de seda, con una corola dorada en lo alto, Elizabeth Maulpin parecía irse apagando, día con día. Finalmente, una mañana en que despertó su esposo, la encontró muerta junto a él. A sus dos hijas les resultó tan difícil como a él aceptar lo que había sucedido. Sir Frederick se hundió en tal estado de desesperación, que pasaban todo el tiempo a su lado, tratando de consolarlo. —No debemos dejarlo solo— sugirió Amalita a su hermana. Se turnaron para estar siempre acompañándolo. Cuando pasó el funeral y él ya no pudo ver a la esposa que adoraba, anunció que debía marcharse. —Me iré a París— contestó Sir Frederick cuando Amalita le preguntó adónde iría. Estuvo ausenté muchos meses. Aunque las dos muchachas le escribían casi a diario, ellas sólo recibieron unas cuantas respuestas de él. Entonces, después de un largo intervalo de silencio, llegó una carta justo cuando volvían de montar. —¡Carta de papá!— exclamó Amalita cuando entró en el vestíbulo—. ¡Gracias a Dios! Empezaba a preocuparme por él. —Tal vez anuncia que vuelve a casa— comentó Carolyn con alegría. Amalita abrió la carta y empezó a leer lo que su padre había escrito. —Léeme la carta— suplicó Carolyn acercándose a ella. Como Amalita guardó silencio, Carolyn tomó la carta de su mano y la leyó para ella misma. Entonces exclamó: —¡No puedo creerlo! ¿Cómo pudo papá enamorarse de alguien, cuando mamá tiene tan poco tiempo de muerta? Su voz se quebró y rompió a llorar. —¡Papá ha... olvidado a... mamá!— sollozó. Amalita la rodeó con los brazos. —Él nunca podría olvidarla— dijo—, lo que pasa es que no puede soportar la idea de estar solo. Su padre volvió un mes más tarde. Trajo con él a su nueva esposa, y las dos muchachas, al verla, sintieron que debían estar soñando. Yvette era, en todos sentidos, opuesta a su madre. Por una parte, era francesa. Aunque Amalita no lo manifestó, estaba segura de que era una burguesa. Desde luego, no provenía de la aristocracia. Sin embargo, tenía el atractivo, la fascinación y el encanto que habían hecho famosas a las francesas. Caminaba por la casa con tacones altos, vestida de una manera que Amalita nunca había visto antes. Era evidente que su padre la consideraba irresistible. Casi no. podía quitarle los ojos de encima. Coqueteaba con él de una manera que hacía que las dos muchachas la miraran asombradas. También era ingeniosa y divertida. Lo miraba de una manera que parecía encender el fuego en los ojos de Sir Frederick.

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