CAPÍTULO CUATRO
El primer pensamiento que surgió en la mente de Mackenzie al ver a Langston Ridgeway fue que tenía el aspecto de una mantis religiosa. Era alto y muy delgado, y movía los brazos como si se trataran de unas pequeñas tenazas incómodas al hablar. No le ayudaba que sus ojos estuvieran henchidos de furia mientras gritaba a todo el que trataba de hablar con él.
El alguacil Clarke les había acompañado a la pequeña sala de conferencias al final del pasillo—una sala que no era mucho más grande que su despacho. Aquí, a puertas cerradas,
Langston Ridgeway estaba tan tieso como podía mientras Mackenzie y Ellington soportaban su ira.
“Mi madre está muerta para siempre”, se quejaba, “y me inclino por culpar a la incompetencia del personal en la maldita residencia. Y ya que esta patética excusa de alguacil se niega a dejarme hablar en persona con Randall Jones, me gustaría saber lo que piensan hacer los payasos del FBI al respecto”.
Mackenzie esperó un momento antes de responder. Estaba intentando calibrar el nivel de su pena. Con la manera en que se estaba comportando, era difícil decidir si su ira era una expresión de su pérdida o si realmente era un hombre insoportable al que le gustaba repartir órdenes a gritos. Por el momento, no lo tenía claro.
“Con toda franqueza”, dijo Mackenzie, “estoy de acuerdo con el alguacil. Está enfadado y herido ahora mismo, y parece que está buscando culpar a alguien. Lamento mucho su pérdida, pero lo peor que puede hacer en este momento es enfrentarse con la dirección de la residencia”.
“¿Culpa?”., preguntó Ridgeway, que obviamente no estaba acostumbrado a que la gente no se sometiera y mostrara su acuerdo con él al instante. “Si ese lugar es responsable de lo que le sucedió a mi madre, entonces yo…”
“Ya hemos visitado la residencia y hemos hablado con el señor Jones”, dijo Mackenzie, interrumpiéndole. “Puedo asegurarle que lo que le ocurrió a su madre fue causado por fuentes externas. Y si fuera interno, entonces es evidente que el señor Jones no sabe nada de ello. Puedo decirle todo eso con absoluta confianza”.
Mackenzie no estaba segura de si la expresión de sorpresa que barrió el rostro de Ridgeway era resultado de su desacuerdo con ella o si se debía a que le había interrumpido.
“¿Y sabe todo eso después de solo una conversación?”., le preguntó, claramente escéptico.
“Así es”, dijo ella. “Por supuesto, esta investigación todavía está en pañales así que no puedo estar segura de nada. Lo que sí le puedo decir es que es muy difícil llevar una investigación cuando recibo llamadas que me hacen dejar la escena de un crimen para escuchar a gente chillando y quejándose”.
Casi podía sentir cómo salía la furia de él en este momento. “Acabo de perder a mi madre”, dijo, cada palabra como un susurro. “Quiero respuestas. Quiero justicia”.
“Muy bien”, dijo Ellington. “Queremos lo mismo”.
“Claro que para que lo consigamos”, dijo Mackenzie, “tiene que dejarnos trabajar. Entiendo que tiene autoridad por estos lares, pero con toda sinceridad, no me importa. Tenemos un trabajo que hacer y no podemos permitir que su ira, su pena o su arrogancia se interpongan en el camino”.
Durante toda la conversación, el alguacil Clarke permaneció sentado a la mesa de conferencias. Estaba haciendo todo lo posible por contener una sonrisa.
Ridgeway guardó silencio durante un momento. Alternó la mirada entre los agentes y el alguacil Clarke. Asintió y, cuando se deslizó una lágrima por su cara, Mackenzie pensó que podía ser de verdad, pero también seguía viendo la ira en sus ojos, a flor de piel.
“Estoy seguro de que estás acostumbrada a repartir instrucciones entre policías de poca monta y sospechosos y lo que sea”, dijo Langston Ridgeway. “Pero deja que te diga una cosa… si perdéis los papeles en este caso, o me faltas al respeto de nuevo, haré una llamada a DC. Hablaré con tu supervisor y acabaré contigo”.
Lo triste de todo es que piensa que es perfectamente capaz de hacer tal cosa, pensó Mackenzie. Pues no me cabe duda de que me encantaría ser una mosca en la pared cuando alguien como Langston Ridgeway empiece a ladrarle a McGrath.
En vez de escalar la situación, Mackenzie decidió guardar silencio. Miró más allá de ella y vio cómo Ellington estaba apretando y relajando los puños… un truquito al que recurría cada vez que estaba a punto de ponerse irracionalmente enfadado.
Al final, Mackenzie dijo: “Si nos deja hacer nuestro trabajo sin trabas, eso no será necesario”.
Era evidente que Ridgeway estaba buscando algo más que decir. Lo único que hizo fue pronunciar un gruñido apagado. Le siguió a esto dándose la vuelta a toda prisa y saliendo de la sala. A Mackenzie le recordó mucho a un niño en medio de una rabieta.
Tras unos segundos, el alguacil Clarke se inclinó hacia delante, suspirando. “Y ahora veis con lo que he tenido que pegarme. Ese chico piensa que el sol sale y se pone para darle el gusto a su culo mimado. Y puede hablar todo lo que quiera sobre perder a su madre. Lo único que le preocupa es que los periódicos en las ciudades más grandes descubran que abandonó a su madre en una residencia… aunque sea una muy agradable. Está preocupado de su propia imagen más que de ninguna otra cosa.”
“Sí, yo tengo la misma sensación”, dijo Ellington.
“¿Crees que podemos esperar más interferencias por su parte?”., preguntó Mackenzie.
“No lo sé. Es impredecible. Hará lo que crea que pueda mejorar sus posibilidades de recibir la atención del público que más tarde se convertirá en votos para el mar contaminado por el que pelea”.
“Pues bien, alguacil”, dijo Mackenzie, “si tienes unos cuantos minutos, ¿por qué no nos sentamos y repasamos lo que sabemos?”..
“Eso no llevará mucho tiempo”, dijo él. “Porque no hay gran cosa”.
“Eso es mejor que nada”, dijo Ellington.
Clarke asintió y se puso en pie. “Volvamos a mi despacho entonces”, dijo.
Mientras bajaban el pequeño pasillo, tanto Mackenzie como Ellington se sobresaltaron un poco cuando Clarke gritó, “¡Eh, Frances! Prepara algo de café, ¿eh, cariño?”..
Mackenzie y Ellington intercambiaron una mirada de perplejidad. Mackenzie empezaba a tener una clara idea sobre el alguacil Clarke y la manera en que llevaba los asuntos. Y a pesar de que quizá era un tanto rústico, estaba dándose cuenta de que le caía bastante bien—excepto por el lenguaje profano y el machismo inconsciente.
Ahora que la tarde iba poco a poco convirtiéndose en noche, Mackenzie y Ellington se sentaron junto al escritorio de Clarke y repasaron el material que tenían sobre el caso.