Comuna de Obernai, Francia.
~*Dos años antes*~
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Me removí inquieta en mi asiento cuando Maggie, la mesera del restaurante se detuvo frente a mi mesa.
—Ehm… En serio lo siento, Irina. Pero si no llega en los próximos diez minutos tendrás que irte —anunció, apenada—. Ya intenté conversar con Antoine, pero… ya sabes cómo es.
—Lo sé, en serio lo siento, Maggie. —Me puse de pie de inmediato, recogí mi bolso y puse una mano sobre su hombro cuando quiso disculparse una vez más—. Tranquila, no pienso meterte en problemas, iré a buscarlo, pero si llega a aparecer por acá… Dile que fui a los viñedos, y que estaré esperando para matarlo.
—De acuerdo, se lo diré… —Sonrió levemente antes de que su expresión volviera a demostrar la lástima que estaba sintiendo por mí en ese momento—. En serio lo siento. —Le di un beso en la mejilla y salí del restaurante hecha una furia.
Crucé la calle y, casi sin poder controlar mis temblores por la rabia, introduje la llave en la puerta de mi pequeño mini Cooper, y entonces emprendí el camino hasta la mansión Lefevbre.
Me sentía humillada y con ganas de romper en llanto, no solo había tenido que llegar sola al restaurante, sino que había tenido que soportar la mirada despectiva de Antoine, que dejaba muy claro que pensaba que yo no tenía dinero para pagarme una cena ahí, pero lo peor de todo era saber que ciertamente no lo tenía.
Me había presentado al restaurante más importante del pueblo porque Damien me había citado ahí; a su lado nadie me hubiese menospreciado, todos sabían que él pagaría la cena, pero al menos tendrían que morderse la lengua y guardar sus comentarios hacia mí, pues yo era su novia y en esa posición nadie podía tocarme.
Yo no era más que la hija de un simple capataz de bodega en los viñedos locales, pero era también la novia de Damien Lefevbre, hijo del gran Olivier Lefevbre, quien en vida fuese dueño de Lefev´s, una de las empresas vinícolas más importante de toda Francia, la mayor en toda la región de Alsacia. Sus bodegas eran las más modernas y productivas de toda la zona, y representaba la principal fuente de empleo para las personas de Obernai… Si aquello fuese un reino, los Lefevbre serían la Familia Real.
Eran pocos ahí en el pueblo los que podían presumir de conocerlos o relacionarse con ellos de forma íntima, eran un grupo bastante cerrado, pero no era mi caso. Aunque pertenecía a una familia muy humilde, el trabajo de mi padre me había permitido pasar toda mi infancia en los viñedos y las bodegas de esta importante familia, y fue ahí donde conocí a Damien, el más joven y guapo de todos.
A diferencia de su hermano Emmett, él era una fuerza de la naturaleza. Carismático y encantador en todos los sentidos… Me enamoré de él al instante, y por fortuna, al llegar a la adolescencia, la vida me había sonreído y me había hecho merecedora de su atención.
Mi vida había cambiado en ese momento, no solo tenía al hombre de mis sueños conmigo, sino que empezaron a caer sobre mí lluvias de regalos y atenciones de su parte. No es que fuese una chica materialista, pero no podía negar que amaba los lujos que estar con él me permitían. Pero aun así, seguía siendo víctima de desprecios como el que me había hecho el imbécil de Antoine, un viejo carcamán que se creía que por tener un bonito restaurante, ya era una celebridad.
—Jodido Damien —gruñí cuando, al entrar en el camino hacia la residencia, pude vislumbrar su jodida Ducati de lujo, su juguete nuevo; últimamente no salía de casa si no era sobre aquella cosa, eso me hizo saber que se encontraba ahí.
Estacioné junto a la fuente llena de flores y subí los escalones de la entrada a la carrera, toqué el timbre y, a los pocos segundos, el ama de llaves apareció ante mí.
—Irina —dijo la mujer en tono desdeñoso como todo saludo. La mujer me odiaba y no perdía oportunidad de demostrarlo.
—Hola, Juliet… Estoy buscando a Damien.
—No está en casa.
—Su motocicleta está ahí. —Señalé sobre mi hombro.
—Pues entonces debe estar en las bodegas… No lo sé, pero no-está-en-casa.
Su tono impertinente me hizo querer golpearla, como siempre, pero no le daría el gusto. Sabía que la familia Lefevbre solo estaba esperando el más mínimo de mis deslices para pedirle a Damien que me sacase de su vida, y yo no estaba dispuesta a tal cosa.
—De acuerdo, iré a buscarlo. Muchas gracias, eres un encanto —respondí en el mismo tono que ella usó conmigo… Eso no le agradó ni un poco.
La mujer prácticamente me cerró la puerta en la cara, pero no tenía tiempo para dedicarle a la oleada de improperios que había memorizado en su contra en los últimos tres años. Necesitaba encontrar a Damien y arrancarle la cabeza por dejarme plantada esa tarde.
Me acerqué al auto y dejé mi bolsa ahí, emprendí camino hacia las bodegas, pero a los cinco minutos me incliné para desatarme aquellas incómodas sandalias de tacón que me había puesto para la ocasión, y entonces se me hizo mucho más sencillo caminar.
Normalmente, sería una caminata de veinte minutos, pero me tomó solo quince luego de empezar a correr, tenía prisa por oír las excusas tontas que seguramente me daría Damien, siempre hacía lo mismo… y yo siempre caía rendida a sus pies, en honor a la verdad, el chico me tenía comiendo de su mano, sobre todo cuando me llevaba a sus lugares secretos ahí en sus tierras.
Las bodegas eran grandes estructuras de piedra café y terracotas que se ubicaban hacia la zona este de las tierras de los Lefevbre. De niña me gustaba pensar que era un castillo y yo era la princesa atrapada a la que Damien rescataba tras matar al dragón; en la infancia nos limitábamos a eso, pero cuando fuimos ya mayores, las fantasías fueron tomando nuevos tonos.
Aquel era nuestro lugar de encuentro favorito, había perdido la cuenta de las veces que dejé que me hiciera el amor, entre esos antiguos muros empedrados; la primera vez que me llevó ahí casi no podía moverme de los nervios de ser encontrados, pero con el tiempo fui perdiendo la vergüenza y entregándome por completo.
Sonreí por los recuerdos; Damien siempre había sido un amante entusiasta y habilidoso, y siempre tuvo un modo muy físico de demostrarme afecto… algo que rara vez hacía con palabras, y lo cierto era que, pese a estar furiosa con él, de pronto lo único que quería era encontrarlo para reconciliarnos en aquel lugar.
Pero mis planes iban a ser truncados drásticamente, porque mientras me acercaba a la zona sur de la bodega, empecé a escuchar ruidos extraños desde el interior de aquel pequeño depósito. Abrí la puerta con cuidado y entré sin hacer ruido, dejando que mis ojos se fuesen acostumbrando a la penumbra mientras me dirigía hacia la luz amarilla de lo que parecía ser una lámpara de aceite.
Cuando estuve ahí, mi corazón sufrió el primero de los letales golpes de esa noche.
Vi a Damien, con los pantalones hasta la rodilla, mientras arremetía con ímpetu contra una mujer que, con el vestido recogido sobre la espalda, estaba apoyada en manos y rodillas sobre una de las pequeñas banquetas que usaban los trabajadores del lugar.
Ninguno de los dos miraba hacia la puerta, ambos estaban tan perdidos en su lujurioso acto que me permitieron quedarme ahí, observándolos, presa del shock.
No sé cuánto tiempo pasó, en mi mente no había ideas coherentes, solo podía seguir tomando nota de mi novio, el hombre al que me entregaba desde hacía tres años, teniendo sexo desenfrenado con otra mujer en el mismo sitio donde constantemente lo hacía conmigo.
—Damien —susurré en un sollozo lastimero.
No escucharon, mi voz era apenas un susurro que se perdía entre los escandalosos gemidos que emitía la chica con cada violenta estocada que le plantaba él.
No podía creérmelo, parecía que estuviese viendo a otro hombre… no podía reconocerlo por más que mi cerebro me repetía que eran sus manos las que se aferraban con fuerza a la cadera de la chica, enrojeciendo y marcando su piel.
Casi rompí en llanto, me sentía invisible e insignificante, pero cuando le vi asestarle una sonora nalgada y sonreír satisfecho, fue como si me hubiese dado una bofetada.
—¡Damien!
—¡Joder! —exclamó él al mismo tiempo que la chica lanzaba un grito avergonzado y se apresuraba a acomodarse la ropa, cosa que mi novio hizo con mucha más calma.
Damien se subió los pantalones y se los abrochó con una lentitud que me hizo delirar de furia. ¿Cómo podía estar tan tranquilo? Miré primero a uno y luego al otro, finalmente le vi el rostro a su amante; reconocerla fue lo mismo que sentir cómo mi estómago daba un vuelco de asco y decepción.
Nadine Moreau, hija de uno de los amigos ricos del señor Olivier, una rubia tonta y mimada que siempre me había tratado como inferior a ella, justo como lo hacía en ese momento, la descubrí de rodillas mientras mi novio la tomaba indecorosamente y aun así me sonreía con arrogancia.
—Irina… No imaginé que fueses a estar aquí —comentó Damien acercándose, pero levanté una mano para que se detuviera.
—No, claro que no. Porque muy inteligentemente me citaste en el restaurante más alejado de este punto —le dije con furia.
—Diablos, cierto… Lamento dejarte plantada.
—¿Lamentas dejarme plantada? ¡¿Te encuentro teniendo sexo con otra mujer y lo único que vas a decirme es “lamento dejarte plantada”?! —exclamé fuera de mí.
—Las cosas se me salieron un poco de control, no era así como pretendía hacer esto, pero bueno… dado el fin, supongo que no importa cómo ocurra. —Se encogió de hombros y rio con ironía.
—¿De qué hablas, Damien? ¿Qué fin?
—Nuestra relación, Irina —dijo antes de resoplar y entornar los ojos—. Te cité en el restaurante para terminar contigo, me casaré con Nadine.