La noche jugaba a mi favor. Nadie podía negarlo.
La luna iluminaba nuestro camino y el viento acompañaba nuestros suspiros.
La castaña que, ahora sabía, se llamaba Amaia, se encontraba a mi lado sobre la arena.
De reojo observaba cada movimiento que hacía; pasaba la mano por su cabello, acariciaba sus dedos y jugaba con sus anillos. Cada acción me parecía sorprendente por el simple hecho de que ella era quién las hacía. Parecía patético.
—Lamento lo ocurrido en la fiesta —susurra cabizbaja.
Frunzo el ceño.
—Tú no deberías pedir perdón.
Amaia levanta la mirada y me sorprendo gratamente al ver que una sonrisa se forma en su rostro. Pero, ¿acaso dije algo gracioso?
—Es cierto, tú deberías pedirme perdón —dice sonriente.
Abro mis ojos, incrédulo. Me acomodo de lado para verla mejor.
