CAPÍTULO 6

1598 Words
POV DIEGO No puedo creer en lo que me estoy metiendo. Recibí la llamada hace una hora diciéndome que Aria De Léon no está en su cama donde se supone que debería estar: acurrucada sana y salva y mía. No fue difícil rastrearla hasta el baile de graduación. Maldito baile de graduación. Casi olvido la edad que tiene. Diecisiete ahora. No la he visto en dos años. Solo fotos cuando las he buscado, pero ni una vez en persona. La mujer que tengo ante mí ahora, porque es una mujer, ya no una niña. Es muy distinta de aquella con la que firmé un juramento de sangre. Excepto los ojos. Son los mismos. Enfadados. No es lo que esperaba encontrar teniendo en cuenta la situación en la que está. —¿Qué diablos? —dice el idiota del quarterback, mirándonos por encima del hombro. Estoy aquí con dos hombres. No hacen falta más. No quería asustar a los chicos del instituto Avarice en su pequeño baile. —¿Qué diablos? —repito, cerrando una mano alrededor de su brazo y tirando de él hacia atrás fuera de ella. Aria se tambalea hacia adelante, pero se recupera. —Me ocuparé de ti en un minuto —digo—. No te muevas. Aria desvía la mirada del idiota hacia mí y, por un momento, soy yo quien se queda pasmado. La miro. No. Definitivamente ya no es una niña. No con ese vestido. No con esas curvas. Aclaro mi garganta y me concentro en lo que tengo entre manos. Su vestido sigue casi intacto, salvo por un pequeño desgarro en el hombro. Su cabello también está desordenado y su maquillaje está corrido, pero aparte de eso, llegué a tiempo. El chico idiota intenta zafarse de mí. Requiere toda mi atención, lo que me molesta porque quiero ver cómo ha crecido. Me dirijo a él. Su camisa está medio abierta y sus pantalones están sostenidos por un solo botón. Lo empujo hacia atrás contra una mesa de laboratorio, siguiéndolo. Tropieza con sus propios pies. Es un tipo grande, pero saca sus músculos del gimnasio. Estoy bastante seguro de que ese idiota no sabe pelear. —Mira, no sé quién eres. No sabía que ella... —mira a Aria —. No sabía que tenía novio. Me río entre dientes y vuelvo a empujarlo. —Oh, no soy su novio. —Oh. Bien. Mierda. —Sonríe y dos estúpidos hoyuelos se forman en su estúpido rostro. Cristo—. Mira hombre, da igual, no lo sabía. Se me estaba insinuando. —Sí, escuché eso hace un minuto. ¿Cuántos años tienes? —Parece mayor que la media de los estudiantes de secundaria. —Diecinueve. Casi veinte —dice como si estuviera orgulloso de ello. Levanto las cejas. —¿Te has retrasado un par de veces? Titubea, mira a Aria y a los dos hombres que bloquean la puerta. Cuando vuelve a centrar su atención en mí, lo empujo contra la pared y lo mantengo ahí. Idiota. —¿Qué te pasa? ¿No te enseñan inglés aquí? Porque las palabras quítate de encima se explican por sí solas, incluso para mí, y no tengo estudios universitarios. Apenas pasé del instituto, si soy honesto. Aria resopla. Me giro hacia ella, y su mirada pasa del chico idiota a mí. Y ahora lo veo: el miedo detrás de la ira, la niña dentro de la mujer. —¿Te lastimó? Niega con la cabeza. —Pero lo intentó. —Guau, guau, guau. —La voz del chico idiota crispa mis nervios—. Nadie estaba haciendo daño a nadie. Mad Elena y yo, sólo estábamos tonteando. Divirtiéndonos un poco. Tomando algunas fotos, ¿no es así, Maddy? —Te dije que no me llames Maddy, carajo —suelta, repentinamente molesta. —¿Mad Elena? —pregunto, mirando de él a ella. —No es nada —dice, con el cuello y las mejillas enrojecidos. Está avergonzada y es incapaz de sostener mi mirada. Da un paso hacia la puerta, pero se lo impido. —Te dije que estaría contigo en un minuto —digo, levantando la barbilla con un dedo para que me mire. Busco su rostro y lo estudio. Lleva un montón de maquillaje, y tengo la sensación de que es una armadura. Protección—. No necesitas todo esto —digo, aunque no sé por qué. Parpadea, sus ojos están un poco rojos y llorosos. —Me voy a ir —dice el chico idiota, interrumpiendo de nuevo. —Eres una jodida molestia —digo, haciendo un gesto a uno de mis hombres para que se quede dónde está mientras me vuelvo hacia Aria — . ¿Segura que no te lastimó? —Puedo arreglármelas sola. —Claramente. Ella se hace a un lado para rodearme, pero bloqueo su camino. —Déjame ir —dice. —¿Recuerdas lo que te dije la noche que firmamos el contrato? Muerde su labio y el acto llama mi atención. Pequeños dientes blancos contra labios rojo oscuro. Tardo un minuto en volver a mirarla a los ojos. Dorados, como los de una maldita fiera. —¿Te acuerdas, Gatita? Su frente se arruga. Lame sus labios, aclara su garganta y asiente. —Dímelo. Di las palabras. Parpadea, mira por encima de mi hombro al chico idiota y a mis soldados, y luego vuelve a mirarme. —Dilas. —Te pertenezco. —¿Y? —Que no lo olvide. —Entonces no lo olvidaste. Sólo elegiste desobedecer. Vuelve a morder su labio y veo cómo sus manos se convierten en pequeños puños apretados a los lados. 34 —Tu amigo... —empiezo. —No es mi amigo —interrumpe. —Me alegra escucharlo. Va a ser castigado por tocar lo que es mío. Pero eso no significa que tú estés libre de culpa. —Me acerco a ella y recorro con la mirada la turgencia de sus pechos. El idiota chilla. Ninguno de los dos se molesta en mirar. Aria lame sus labios, el rubor vuelve a sus mejillas. Pero tengo la sensación de que es por un motivo distinto al de hace un momento. —Dime cómo debo castigarte —digo en tono sombrío, la pregunta es más seductora de lo que pretendía cuando entré aquí. Abre la boca y respira entrecortadamente. Me pregunto si es consciente de cómo me mira. —Dime —susurro antes de acercarme lo suficiente para inhalar su aroma. En cuanto lo hago, me detengo, sorprendido de encontrar algo familiar. Confundido, me acerco y ella jadea cuando la punta de mi nariz roza la piel de su cuello mientras inspiro profundamente y luego retrocedo. Las mejillas de Aria arden ahora y no puede sostener mi mirada. Pero no se lo digo. No estoy aquí para humillarla. Sólo estoy aquí para proteger lo que es mío. Pero lo que huelo, extrañamente, es mi propia marca de colonia. ¿Es a propósito? ¿Cómo podría saber el olor? Está hecha a medida para mí, no una que puedas comprar en el maldito centro comercial. Entonces recuerdo el pañuelo que puse en su mano la primera noche que nos conocimos. Supongo que su olor habría permanecido bajo el de la sangre. ¿Lo investigó? ¿Lo hizo a medida? No. Seguramente estoy pensando demasiado en esto. Aclaro mi garganta y espero a que vuelva a mirarme. —Dime. ¿Cómo te castigo? —pregunto, con voz baja y profunda, sólo para ella. —Yo... —¿Te pongo sobre mis rodillas? ¿Te doy unos azotes? Sus ojos se agrandan, sus pupilas se dilatan, exhala audiblemente y vacila. Juro que veo cómo sus pezones se agitan bajo el vestido. Y, francamente, decir las palabras en voz alta también hace que lo sienta en lo más profundo de mis entrañas. Soy lo suficientemente mayor para controlar mi polla, pero no puedo negar que lo siento. —¿Cuántos años tienes ahora, Aria ? —pregunto aunque ya lo sé. —Diecisiete. —Mmm. Qué lástima —digo, dejando que mi mirada caiga una vez más sobre la turgencia de sus suaves pechos—. Demasiado joven. Pero te diré una cosa. —Cepillo su cabello detrás de su oreja—. Pondré un broche en tu cabello. Toma nota para recordar lo que te debo. Traga saliva con tanta fuerza que hasta puedo escucharlo. —Val, lleva a Aria a casa, ¿quieres? —Por supuesto. —Val es mi hombre de mayor confianza. —Para cuando vuelvas, habremos terminado aquí. —Miro al chico idiota. —Sí, señor —dice y hace un gesto a Aria para que vaya delante de él. Ella mira hacia mí y luego al chico idiota. —No me hizo daño —dice, probablemente consciente de lo que vendrá una vez que se haya ido. Lo habría hecho, no lo digo. —Tomo nota. —Toco su mandíbula con un dedo para que me mire a mí, no a él—. Me perteneces. ¿Lo entiendes mejor ahora? Asiente, pero no estoy seguro de que el mensaje haya calado. —Dilo. Tensa la mandíbula, como aquella noche en el estudio de su padre. La palma de mi mano pica por azotar su pequeño trasero y asegurarme de que sienta la verdad de esa declaración, pero, como dije, es demasiado joven para que yo haga eso todavía. —Dilo. —Te pertenezco —dice apretando los dientes. —Bien. Vete a casa, Gatita. Y no dejes que te atrape con otro hombre nunca más.
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